martes, 31 de marzo de 2009

Justicia imperfecta



Men Samorn, su hijo y su segunda mujer. Foto: Alessandro Ursic

Hablar con los camboyanos sobre la época de Pol Pot es una experiencia extraña: la mayoría explican cómo los Jemeres Rojos masacraron a su familia, y no dejan de sonreír mientras lo hacen. Por suerte, uno lleva el suficiente tiempo en Asia para saber que esa sonrisa, esa media carcajada, es una muestra de embarazo, de tensión, de incomodidad.


Visitamos algunas aldeas a pocos kilómetros de Phnom Penh. En una cabaña, un hombre de unos sesenta años nos invita a sentarnos con él. Se llama Men Samorn. Los Jemeres Rojos, nos dice, mataron a su padre, a dos de sus hermanos, y a su primera esposa. “Ésta es la segunda”, dice, señalando a una señora madura que nos mira con curiosidad desde una hamaca.

Desde 1991, la historia del genocidio –algunos prefieren “democidio” o “politicidio”- camboyano no se enseña en las escuelas ni en los institutos. El historiador Henri Locard, a quien entrevisté ayer , explica: “Durante la ocupación vietnamita, el gobierno puso mucho empeño en mostrar lo que había sido la época de los Jemeres Rojos. De esta forma se indicaba que, por muchas limitaciones que los vietnamitas impusieran a las libertades personales, de prensa y expresión, no era nada comparado con la era de Pol Pot”. Pero esto se acabó con la firma de los acuerdos de paz. Hoy, en los libros de texto, las referencias a la Kampuchea Democrática ocupan dos líneas. “Yo sabía de los Jemeres Rojos porque mi padre me contaba cosas, pero yo no me las creía. Pensaba que se las estaba inventando. Pero ayer visité Tuol Sleng y me di cuenta de que todo era cierto”, me contaba una adolescente. Ese patrón ha sido apuntado por muchos observadores: el 68 por ciento de los camboyanos tiene menos de treinta años, y muchos, simplemente no creen que aquello pueda haber pasado. “Los camboyanos no hacen eso a otros camboyanos”, dicen. Locard da alguna clave: “Ahora, al gobierno no le interesa que sea ampliamente conocido el hecho de que fue efectivamente creado por los vietnamitas, y por eso, en los institutos simplemente no se habla de aquel período”. No está en el programa educativo. Algunos estudiantes, dicen, lo conocen porque algún profesor les ha hablado de ello a título personal, o porque sus padres se lo han contado. Nunca hablan de ello con sus amigos.

La cosa cambia, claro, cuando uno lo comenta con la gente mayor, los supervivientes. Un estudio de la Universidad de Berkeley del pasado enero indica que nueve de cada diez camboyanos se considera “víctima de los Jemeres Rojos”, y que hasta el 40 % tomaría venganza si pudiera. Men Samorn dice que “si hace treinta años hubiera podido liquidar a los responsables, lo hubiera hecho. Pero ahora tengo que confiar en la ley”.


Las críticas al Tribunal Mixto establecido para juzgar a los principales responsables de los Jemeres Rojos son muchas, y fundadas: la corrupción (hace unos meses se filtró el dato de que los jueces camboyanos tenían que ceder un tercio de su sueldo a la persona que los había puesto allí), la falta de independencia del tribunal, la justicia imperfecta: sólo se va a procesar a los cinco principales responsables, pero no a los cuadros intermedios. El tribunal ha sido cuidadosamente establecido para juzgar los crímenes cometidos por los Jemeres Rojos durante la época de la Kampuchea Democrática, pero no antes ni después, para evitar las responsabilidades que pudieran derivarse del apoyo que otras potencias – léase, China, Tailandia, EE.UU. y Gran Bretaña- dieron a éstos tras el 79. Y por último, tampoco van a juzgarse los bombardeos estadounidenses (ilegales, pues fueron ordenados por Kissinger –otra vez él- de forma secreta, sin el consentimiento del Congreso norteamericano) que mataron a unas 600.000 personas entre 1969 y 1973. Muchos camboyanos perciben el tribunal como una imposición occidental. El propio ex rey Sihanouk declaró hace un año que los juicios no merecían la pena, que iban a ser “costosos” –un dinero que Camboya utilizaría mejor en otras cosas-, e “ineficaces, porque no se hará verdadera justicia”: la mayoría de los acusados, que son más viejos que Matusalén, habrán muerto en la cárcel antes de que acabe el proceso. La muerte de Ta Mok fue un aviso al respecto.


Algunos defensores de los juicios tienen sus propios argumentos: Helen Jarvis –quien en 2005 publicó un libro criticando todo esto que apunto arriba, pero que ahora es la jefa de Asuntos Públicos del Tribunal, y “sólo puede hablar como tal”, me decía ayer-, o Youk Chhang, el director del Centro de Documentación [del genocidio] de Camboya, explican que “hay que poner los límites en alguna parte”. Tanto Chhang como Jarvis se han pasado media vida peleando para conseguir que este juicio tenga lugar, por lo que están cansados, dispuestos a hacer concesiones. Mejor este tribunal que ninguno, parecen decir.

Y a uno se le ocurre que la mayoría de las críticas al tribunal son legítimas y acertadas, pero otras son simplemente interesadas. Me sorprende cómo mucha gente que no tiene el mínimo reparo en comentar su tragedia personal, se asusta cuando se le pregunta su opinión sobre los juicios. Tienen miedo de hablar. El actual gobierno de Hun Sen –uno de los más corruptos, ineficientes y brutales del Sudeste Asiático, a pesar de estar disfrazado de democracia liberal- apoya los juicios, pero con reservas: juzguemos a los cabecillas del Angkar, pero no a otros muchos cuya responsabilidad podría traerse a colación. La mitad de los alcaldes de Camboya son antiguos Jemeres Rojos. El propio Hun Sen lo fue, antes de huir a Vietnam para escapar a las purgas.
Hoy mismo ha declarado que prefiere un mal tribunal que la guerra civil que se provocaría si se intenta ampliar el número de procesados.

Y cuando se habla con la gente de a pie, uno se pregunta si Jarvis y Chhang no tendrán razón en el fondo. Ayer, el ver a Duch sentado en el banquillo de los acusados –por fin-, fue un verdadero impacto para muchas víctimas. Los camboyanos han esperado treinta años. Muchos quieren que se haga algo. Lo que sea, pero algo. “No quiero venganza, pero ni perdono, ni olvido”, dice Men Samorn.


2 comentarios:

  1. Cada vez que dices algo como "hoy mismo..." es como una bofetada. Parece mentira que todo esto que nos cuentas esté pasando en tu "aquí" y "ahora". Es una suerte tenerte por allí, amigo mío. Un abrazo!

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  2. Me adhiero al manifiesto de César y además añado que si ves por ahí al cabrón del rey Sihanouk, uno de los principales cleptócaratas del Sudeste Asiático le dices que ponga la pasta de su bolsillo porque para algo debe servir este reyezuelo aparte de para ayudar al triunfo de los jemeres intentándose mantenerse en la poltrona y salir del asunto 30 años después de rositas y con una ciudad al que le cambio el nombre para ponerse el suyo propio.
    ¡¡Cómo se hecha de menos una guillotina a tiempo!!

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