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“Camboya es como estar siempre de tripi”
Cooperante extranjera, citada en ‘Off the rails in Phnom Penh’
Cooperante extranjera, citada en ‘Off the rails in Phnom Penh’
Es mi cuarta vez en Camboya, la tercera en Phnom Penh. La sensación que tengo siempre es de aventura: aunque, según las descripciones que leo, Phnom Penh ya no es igual que en los noventa, cuando la gente se tiroteaba por cualquier tontería –había armas por todas partes- y uno podía saludar por la calle a un comandante de los Tigres Tamiles de Sri Lanka venido para comprar un par de misiles a un general corrupto, y el nivel de violencia es indudablemente más bajo, la ciudad sigue teniendo un punto inquietante. Supongo que es lo más cerca que puedes estar del Far West sin ponerte en peligro real.
En Camboya puedes hacer lo que te venga en gana, siempre que puedas pagarlo, desde ametrallar un coche –o una vaca- hasta comprar heroína a carretadas. Ayer, un tipo por la calle me ofreció “chicas muy jóvenes” (en otro sitio sería más escéptico sobre la edad de esas chicas, pero Camboya es hoy el primer destino mundial para los pedófilos, así que quién sabe). Pero esta cultura del ‘todo vale si tienes dinero’ funciona en ambas direcciones. Últimamente ha habido varios casos de niño rico local que se encapricha de una turista en una discoteca, el novio la defiende, los guardaespaldas intervienen, y aquello acaba muy mal. Sobre todo para el novio.
Cuando estoy en Camboya, se me pasan todas mis veleidades anarquistas. Este país enseña lo que ocurre cuando no hay estado, cuando unos tienen pistolas y otros no. Ser camboyano es una maldición, siempre a merced de la cosecha, de los matones, de las minas antipersona, de la policía, de los funcionarios del gobierno que cualquier día pueden venir y derribar tu chabola para construir un centro comercial de lujo. Hay muchos lugares donde esos problemas existen, pero no tantos donde uno esté expuesto a todos al mismo tiempo.
Según Transparencia Internacional, Camboya es el séptimo país más corrupto del mundo. Una anécdota lo ilustra perfectamente, recogida en el libro ‘Off the rails in Phnom Penh’, del periodista norteamericano Amit Gilboa: “El dinero camboyano se imprime en Francia. El responsable de esta operación asignó el contrato a una compañía con la condición de que imprimieran un lote extra de billetes que nunca se declaró, y que fue a parar a los bolsillos de unos pocos. (…)Estos tíos crearon la falsificación perfecta de su propia moneda. Por supuesto, eso es lo que hacen países en guerra para sabotear la economía del enemigo. Aquí, lo hizo alguien del propio Ministerio de Finanzas”.
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Viajo al oeste. Pago los dos dólares extra que cuesta ir en un autobús de lujo, con asientos más espaciosos, agua gratis y un cuarto de baño por si las moscas. Pero nadie me libra del karaoke. A mi lado, una mujer se pone a cantar a voz en grito.
Battambang. Según la guía, la arquitectura colonial francesa merece una visita, así que hago una parada de un día. Al bajarme del autobús, una maraña de conductores de tuk-tuk me aborda. Uno, que al parecer tiene bien calada la psique de los mochileros, exhibe en silencio un cartel ofreciendo transporte hasta una serie de hoteles. El mío está en la lista, así que le pregunto cuánto. ‘1000 riels’ (apenas un cuarto de dólar), dice. Debe estar realmente cerca, porque nadie da duros a cuatro pesetas, y menos en Camboya. Pero acepto.
Efectivamente, dos calles más allá, el tuk-tuk me deposita en el hotel. El conductor, Mony, me ofrece transporte suplementario por la zona, e incluso hacer de guía. Le digo que soy periodista, y que quiero ir a Pailin, a intentar entrevistar a gente que considere a Pol Pot y Ieng Sary héroes nacionales. Y entonces se desmarca con un discurso de veinte minutos en broken English sobre el período oscuro de los Jemeres Rojos.
“Ahora todos dicen que seguían órdenes de Pol Pot, que no sabían nada. ¡Cómo! ¿Millones de muertos, y no sabíais nada? Si Pol Pot siguiese vivo, sería diferente. Pero ya nunca vamos a saber toda la verdad”, afirma. Mony, como todos los camboyanos, perdió un montón de parientes durante esa época, y es un firme defensor de los juicios. Justo antes de irse, sin darse cuenta, expresa en una frase todo el drama de la Camboya contemporánea: “La entrada a la corte es libre, y yo creo que es bueno para los camboyanos ir allí y ver que realmente se está haciendo algo para meter a los asesinos en la cárcel. Pero, ¿cómo van a ir? La gente no puede perder un día de trabajo, tienen que comer”.
Los empleados del hotel contemplan un combate de boxeo entre orangutanes. Doy un paseo por Battambang. Los soplagaitas de la Lonely Planet, capaces de lo mejor y de lo peor, me han vuelto a tomar el pelo*.
*De todas formas, uno prefiere el entusiasmo desmesurado de esta gente al pesimismo descorazonador del catalán que escribió la Guía del Trotamundos que me llevé a Siria. Para él, todo era “prescindible”, “sin mayor interés”, “olvidable”, “monótono” o “aburrido”, y encima, los pocos datos que daba en los pocos lugares que reseñaba eran erróneos o inútiles. Poco antes de cruzar la frontera con Líbano, en un acto catártico, Alberto Sastre y yo quemamos el librajo en una plaza pública. Pero, como diría Kipling, esa es otra historia…
Battambang. Según la guía, la arquitectura colonial francesa merece una visita, así que hago una parada de un día. Al bajarme del autobús, una maraña de conductores de tuk-tuk me aborda. Uno, que al parecer tiene bien calada la psique de los mochileros, exhibe en silencio un cartel ofreciendo transporte hasta una serie de hoteles. El mío está en la lista, así que le pregunto cuánto. ‘1000 riels’ (apenas un cuarto de dólar), dice. Debe estar realmente cerca, porque nadie da duros a cuatro pesetas, y menos en Camboya. Pero acepto.
Efectivamente, dos calles más allá, el tuk-tuk me deposita en el hotel. El conductor, Mony, me ofrece transporte suplementario por la zona, e incluso hacer de guía. Le digo que soy periodista, y que quiero ir a Pailin, a intentar entrevistar a gente que considere a Pol Pot y Ieng Sary héroes nacionales. Y entonces se desmarca con un discurso de veinte minutos en broken English sobre el período oscuro de los Jemeres Rojos.
“Ahora todos dicen que seguían órdenes de Pol Pot, que no sabían nada. ¡Cómo! ¿Millones de muertos, y no sabíais nada? Si Pol Pot siguiese vivo, sería diferente. Pero ya nunca vamos a saber toda la verdad”, afirma. Mony, como todos los camboyanos, perdió un montón de parientes durante esa época, y es un firme defensor de los juicios. Justo antes de irse, sin darse cuenta, expresa en una frase todo el drama de la Camboya contemporánea: “La entrada a la corte es libre, y yo creo que es bueno para los camboyanos ir allí y ver que realmente se está haciendo algo para meter a los asesinos en la cárcel. Pero, ¿cómo van a ir? La gente no puede perder un día de trabajo, tienen que comer”.
Los empleados del hotel contemplan un combate de boxeo entre orangutanes. Doy un paseo por Battambang. Los soplagaitas de la Lonely Planet, capaces de lo mejor y de lo peor, me han vuelto a tomar el pelo*.
*De todas formas, uno prefiere el entusiasmo desmesurado de esta gente al pesimismo descorazonador del catalán que escribió la Guía del Trotamundos que me llevé a Siria. Para él, todo era “prescindible”, “sin mayor interés”, “olvidable”, “monótono” o “aburrido”, y encima, los pocos datos que daba en los pocos lugares que reseñaba eran erróneos o inútiles. Poco antes de cruzar la frontera con Líbano, en un acto catártico, Alberto Sastre y yo quemamos el librajo en una plaza pública. Pero, como diría Kipling, esa es otra historia…
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...que, añadiría yo, sería preciso comentar aquí y así de paso sirve para desconectar un momento de Asia. Además tiene pinta de ser una historia descacharrante. Siempre con cariño.
ResponderEliminarCamboya, Camboya, ¿Cómo te va?. Suponemos que bien. Manda algún mail a casa... Un Beso.
ResponderEliminarGracias por contarnos lo que dice la gente por allí. Yo no tuve tu habilidad, ni casi ganas después de ver el museo del genocidio. Pero me pareció gente muy interesante que me gustaría entender mejor. Para empezar saber por qué van con pijama por la calle ;-) Un abrazo Dani!!
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