miércoles, 2 de noviembre de 2011

El cadáver de Gadafi

Después de tantos meses de revuelta armada en Libia (por no llamarla guerra civil), uno esperaría alegrarse de la muerte de un canalla del calibre de Gadafi. Primero, porque esto supone el triunfo inmediato del bando rebelde que, siempre lo he sostenido, estaba en su derecho legítimo a rebelarse contra la dictadura. Algo que no invalida el que la OTAN decidiese hacer causa común con ellos por sus propios intereses: el triunfo de Gadafi hubiera resultado mucho peor. Y segundo, porque en el fondo hay algo de justicia poética en el tirano asesinado por la rabia del pueblo, al estilo de Mussolini.

Pero no está siendo así. Será tal vez ese rechazo instintivo que me provocan los linchamientos. Y
el que, si uno se considera un demócrata, asume que habría sido mejor capturarle vivo, igual que habría sido mejor atrapar con vida a Osama Bin Laden, para que pudiese sentarse ante un tribunal a rendir cuentas por sus crímenes.

Pero ya hace años capturamos con vida a otro tirano sanguinario llamado Saddam Hussein, y le hicimos un juicio, y aquello tampoco tuvo mucho que ver con la justicia. A Saddam se le liquidó lo más rápido posible y sin muchas preguntas, para que no revelase demasiado sobre aquella década en que las potencias occidentales le suministraban armamento a precio
de saldo. Incluyendo, claro, las armas químicas con las que gaseó a los kurdos en 1988, por lo que luego –quince años después- se le demonizó.

Y
Gadafi tenía para contar. En un juicio habríamos oído innumerables testimonios sobre el apoyo del régimen libio al terrorismo, sobre la matanza de la prisión de Abu Salim, sobre el atentado de Lockerbie, sobre la brutal represión durante cuatro décadas. Pero el otrora “líder de la revolución libia”, con su reconocido dominio escénico, podría haberse desmarcado hablando del pacto que tenía con Italia para asesinar a inmigrantes subsaharianos, de las fiestas salvajes de Berlusconi, de los islamistas torturados para suministrar información a la CIA, de los oscuros negocios con diversos gobiernos europeos. O de las alegaciones de que financió la campaña electoral de Sarkozy. O, ya puestos, de las recepciones en el Palacio de la Zarzuela, de la entrega de las llaves de oro de Madrid por Alberto Ruiz Gallardón, o de su jaima instalada en el Palacio de El Pardo, que no son hechos ilegales pero cuyo recuerdo debe poner nervioso a más de uno…

No pretendo insinuar que los rebeldes que acabaron con
Gadafi hubiesen recibido instrucciones de evitar que llegase vivo a los tribunales. No, mi instinto –a falta de mayores datos- me dice que es algo mucho más primario que todo eso: un grupo de combatientes se topa con el dictador, le acorrala, le lincha. Todo muy mussoliniano. Pero más de una cancillería habrá respirado sabiendo que esa bomba de nitroglicerina llamada Gadafi ha sido silenciada para siempre.

Si
Gadafi hubiese capitulado, como sus vecinos autócratas, la revolución libia podría haber sido un bonito episodio de la historia contemporánea. Pero eligió morir matando, y mientras tanto los rebeldes han asesinado a demasiados presuntos colaboracionistas y trabajadores inmigrantes cuyo único crimen era tener la piel negra, y las bombas de la OTAN han volado demasiados edificios de viviendas. Ahora, ante la perspectiva de hacerse con el poder, las diferentes facciones victoriosas empiezan a apuntar sus fusiles unas contra otras.

Las imágenes del
cadáver de Gadafi no me producen sino un extraño hastío. No sé, será que la guerra de Libia está durando demasiado. Y que, al final, es igual de asquerosa que todas las demás guerras.


Un extraño atardecer en Libia


Cae el sol, y observo a un grupo de jóvenes rebeldes libios que celebran una victoria menor con disparos al aire. Estamos en julio, y el final de Gadafi parece ya inexorable, cuestión, como así será, de apenas unas semanas. Pero eso no impide que su ejército castigue a las poblaciones rebeldes. Aquí, cada noche los cohetes atormentan las cimas de las montañas Nafusa, destrozando los nervios de sus habitantes. Y los míos, de paso.

Como todos, o casi, me he enamorado un poco de los rebeldes. En febrero, al principio de la insurrección en Libia, viajé a Bengasi. Allí, en la pared del cuartel general de los alzados, figuran los bellos principios de esta revolución: “Libertad, democracia, dignidad, tolerancia, elecciones libres, unidad, igualdad para todos”. Esos fueron días bonitos, cuando los rebeldes avanzaban sin obstáculos hacia Trípoli, parecía que Gadafi estaba condenado a caer sin gran resistencia, y la OTAN todavía no había introducido la dosis de “realpolitik” que vendría después.

Pero hemos llegado al verano, y he vuelto para ver cómo andan las cosas por el frente occidental. Con OTAN o sin OTAN, me conmueve el enorme apetito de libertad que tienen los libios. “Hurreya”, “libertad”, la palabra sagrada, estampada en los muros, pronunciada con devoción por estos improbables guerreros que, en muchos casos, no saben luchar, pero ofrecen sus torsos aulladores a las baterías enemigas, el remedo de un culto mistérico en el que los hombres se sacrifican a este nuevo dios, a la idea que, sin duda, más mártires ha creado a lo largo de la historia.

Pero esta guerra se vuelve cada vez más sucia y desagradable, y el amor es ciego sólo durante un tiempo. Con Gadafi ya fuera de la ecuación, todas las incógnitas sobre el futuro están abiertas. El asesinato del comandante militar rebelde Abdel Fatah Younes a manos de otros insurrectos, y la ejecución sumaria de decenas, tal vez centenares de leales al dictador, apuntan a un baño de sangre ya iniciado, a un brutal y cainita ajuste de cuentas anestesiadas, pero no eliminadas, por cuatro décadas de dictadura. O, peor, a una lucha por el poder entre facciones rebeldes a quienes lo único que une entre sí es el odio a Gadafi y cuya alianza no sobrevivirá al régimen. Hay demasiadas armas, demasiados milicianos en Libia, y algunos le han cogido gusto al poder inmediato que emana de la boca de un fusil.

Y súbitamente, como un mazazo, en aquel atardecer de julio en las montañas Nafusa, me asalta la idea de que la palabra “libertad” tiene un significado concreto, único, para cada ciudadano de este país. Creer que en Libia brotará de la nada una democracia liberal no es sino el delirio de un loco. Muy lejos quedan los principios revolucionarios, aplastados por el peso de las ejecuciones sumarias, que se han llevado por delante la tolerancia de los asesinos y la dignidad y la igualdad de los asesinados, que ya nunca votarán en unas hipotéticas elecciones libres.

Veo, al fondo, a la columna de mujeres que, apenas unos minutos y en grupo, salen de casa para ir al mercado, cubiertas hasta los ojos por el “hayek” -el velo integral tradicional de esta región norteafricana-, e intuyo que su situación personal no mejorará mucho con el nuevo gobierno de la “Libia libre”. Y rezo porque no estemos creando un nuevo Afganistán al sur del Mediterráneo।