lunes, 16 de marzo de 2009

Vida de un terrorista


Amir Ajmal Qasab, en la estación Victoria Terminus

Por casualidades de la vida, me encontraba en Mumbai una semana después de los atentados. La ciudad estaba en estado de shock todavía: compré varios especiales de revistas sobre el asunto, y la gente, por la calle, me pedía hojearlos. Los que no sabían inglés, o incluso leer, miraban las fotos, en busca de imágenes que no hubiesen visto todavía. Visité los lugares de la carnicería: la estación Victoria, donde todo había vuelto a la normalidad en un tiempo record; la fachada quemada del Hotel Taj Mahal (el de Esperanza Aguirre); y el café Leopold, muy popular desde hace décadas entre los extranjeros, donde se podían ver los agujeros de bala en ventanas y techo. Pero lo que más me impresionó no fue la piedra herida ni la parafernalia paramilitar, sino una simple nota en una mesa: la de la plantilla del Leopold, pidiendo ayuda económica para la familia de un camarero muerto. La expresión más cruda de lo que es el terrorismo.


Llegaron por mar, en una lancha neumática. Unas horas antes, habían ejecutado a sangre fría a la tripulación del pesquero Al Kuber, a quienes habían engañado para que les transportasen hasta la costa. A las 6:30 a.m., seis hombres con mochilas desembarcaron en el arrabal de pescadores de Machchmar, desde donde se dividieron en varios grupos. Uno, compuesto por Mohammad Amir Ajmal Qasab y Abu Ismail Khan, se dirigió a la estación Victoria Terminus, donde comenzaron a disparar contra la multitud con rifles AK-47. Otro grupo se dirigió al Leopold, esperó en la puerta durante diez minutos, sacaron las ametralladoras de sus mochilas, disparó contra los clientes, y después se encaminó lentamente hacia el hotel Taj Mahal, abriendo fuego contra los peatones y paseantes que encontraban en su camino. Un tercer grupo atacó el Hotel Oberoi, seguido de la Nariman House, donde se hallan los cuarteles del movimiento judío Chabad Lubavitch.


Qasab y Khan, tras la masacre de Victoria Terminus, se dirigieron al hospital Cama, para intentar tomar algunos rehenes. El asalto fracasó por la resistencia armada de los guardias de seguridad, por lo que Qasab y Khan secuestraron un coche e intentaron huir. Una patrulla de policía les detuvo. Los terroristas abrieron fuego, matando a varios agentes. Khan fue abatido. Qasab, herido, dejó caer su Kalashnikov, y fue apaleado con bastones por los policías indios hasta quedar inconsciente.


Mientras tanto, se envió a las fuerzas especiales de la policía y el ejército a la Nariman House y el hotel Taj Mahal, donde acorralaron a los terroristas. Tras sesenta horas de combates, todos los asaltantes habían muerto. El balance de víctimas era de casi 180 muertos y más de tres centenares de heridos.


Esta semana, la inteligencia india ha hecho pública la confesión de Qasab –que sólo tiene 21 años-, en la que relata su propia vida. Es digna de leerse: nacido en la misérrima aldea de Faridkot, en el Punjab paquistaní, se crió en un entorno no especialmente religioso. Qasab fue un adolescente rebelde, con ganas de prosperar. En 2005 se escapó de casa y tras cierto vagabundeo aterrizó en la ciudad comercial de Rawalpindi. Un amigo y él intentaron sin éxito encontrar trabajo, por lo que se volcaron en la delincuencia y los pequeños hurtos. Empezaron a planear asaltos a casas de comerciantes ricos. Pero para eso necesitaban un arma.


Rawalpindi está llena de armerías, pero no es fácil conseguir un arma sin licencia. Sus torpes movimientos en ese sentido llamaron la atención de los reclutadores de Lashkar-e-Toiba, un grupo yihadista ambiguamente relacionado con el ejército paquistaní y dedicado a realizar incursiones armadas en la Cachemira india. “Se nos ocurrió que incluso si conseguíamos armas de fuego, no sabíamos cómo utilizarlas. Decidimos unirnos a LET para adquirir entrenamiento”, confiesa Qasab.


Ambos jóvenes fueron enviados a un campo de entrenamiento en Muridke, donde se les sometió a un duro proceso de adoctrinamiento y preparación física. Después, Qasab pasó a otro campamento en el lado paquistaní de Cachemira, donde se le entrenó en el manejo de armas y explosivos y en contrainteligencia. A los pocos meses, un alto comandante de LET le seleccionó para una misión “especial”. El resto es historia.


La pregunta, entonces, es ¿por qué? ¿Por qué alguien querría cometer una barbaridad semejante? Lo primero que viene a la cabeza es Al Qaeda y los grupos inspirados por ésta, como el del 11-M. Lashkar-e-Toiba no es Al Qaeda, y lleva años perpetrando masacres en nombre de la liberación de Cachemira, aunque éste supera en amplitud, preparación y crueldad a todo lo anterior. Pero de todas las posibles explicaciones, la que me parece más plausible es también la más escalofriante: la matanza habría sido orquestada por el ISI, el servicio secreto paquistaní –que ya ha utilizado los servicios de LET anteriormente-, no en beneficio de la causa kashmiri, sino con el propósito de debilitar al gobierno civil de Zardari. El ataque, calculaban, provocaría una respuesta militar india, lo que permitiría a los militares volver a tomar el poder que perdieron con la caída de Musharraf el año pasado.


Desde luego, eso es lo que piensa la CIA –o al menos lo que ha dicho que piensa-, y por eso el gobierno indio de Mamnohan Singh, asesorado por el Departamento de Estado de EE.UU., decidió no emprender una acción militar, en contra de los deseos de su propia opinión pública, sino actuar por la vía diplomática. Zardari se mostraba dispuesto a colaborar, aunque sin el respaldo de su propio servicio secreto, poco puede hacer.


Hace unos días, el mismo tipo de comando, con una preparación y una logística similar a la de los atentados de Mumbai, atacó al equipo de cricket de Sri Lanka. El ISI, le da a uno por pensar, lo sigue intentando.


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