jueves, 30 de abril de 2009

Belchite


Caminamos sobre escombros, cascotes
heridos de bala, carcoma y vejez. “Esas fachadas se hundieron esta semana pasada”, dice Domingo Serrano con evidente dolor. “Debo ser masoquista: todo lo del pueblo viejo me duele, pero sigo viniendo aquí”. Intenta sonreír, pero no le sale del todo. “En esa casa nací yo”, señala. No queda ni una piedra en pie.


Estamos en Belchite, rodando. Hace un año empezamos este documental, nuestra pequeña incursión en el inabarcable mundo de la guerra civil española. Somos demasiado jóvenes para no ver aquello como historia y poco más, aunque alguno de los protagonistas siga todavía vivo. Por eso tenemos que hacer esta pieza; porque tenemos las ruinas, la gente, la historia, a pocos kilómetros de mi casa de Zaragoza. Porque siento que, como documentalista y como español, en algún momento tengo que abordar la guerra, nuestra guerra. Porque no hacerlo sería una mala idea.

Puede que no haya otro sitio tan emblemático de lo que fue la guerra civil. Tanto la Pasionaria como las Brigadas Internacionales lucharon aquí. En ellas había un tal Robert Hale Merriman, que inspiraría el personaje de Robert Jordan en “Por quién doblan las campanas”, y Josif Broz, que años más tarde sería conocido en su Yugoslavia natal como Tito... Es, además, extrañamente, una batalla reivindicada por ambos bandos: los republicanos la ganaron, pero la resistencia tenaz de los belchitanos fue lo que impidió la toma inmediata de Zaragoza, lo que permitió a las tropas nacionales descender desde el País Vasco y reforzar la defensa de la ciudad. Hay quien dice que la guerra se decidió aquí.

Pero los belchitanos no peleaban por sus ideas, sino por su vida: “Belchite tuvo la mala suerte de que la línea del frente cayó justo aquí. Lógicamente, cuando te están disparando, tú también disparas para defenderte”, nos dice Domingo. Por eso, muchos republicanos de Belchite empuñaron las armas contra sus compañeros ideológicos por pura supervivencia: sabían, intuían, que si el pueblo era tomado, los fusilamientos se harían sin importar la adscripción política de cada uno, como efectivamente ocurrió.

Las ruinas gritan de agonía. La torre de la iglesia de San Martín se mantiene en pie a pesar de los cañonazos, del tiempo y del Barón de Munchausen*. Algunos vienen a grabar psicofonías. Los ruidos del pasado, argumentan, se hallan estratificados en las paredes de las casas, y de lo que se trata es de hallar el punto correcto en el que colocar el micrófono. Pero pocos belchitanos se lo creen. Desde luego, ninguno de los que hemos preguntado.

[*En 1988, Terry Gilliam rodó en el Pueblo Viejo la secuencia de la batalla contra los turcos de su película “Las aventuras del Barón Munchausen”. Todo el pueblo participó en el rodaje de un modo u otro. La gente todavía habla de ello con cariño.]

No sé si las voces de los muertos se pasean entre estas casas, pero sí lo hace la melancolía. Los edificios se desploman por el paso, y el peso, de los años. La memoria de la guerra civil, que tan lejana, tan ajena nos parece a los de mi generación, se muere en Belchite. “Esta iglesia no la tiró la guerra, sino el tiempo”, dice Domingo, frente a la fachada de San Agustín.

Domingo Serrano, sufriendo...

Y esa es otra de las grandes manipulaciones de Belchite: Franco decidió mantener el Pueblo Viejo tal y como quedó tras la guerra, como ‘testimonio vivo de la barbarie republicana’. En los años cincuenta se construyó la parte nueva y todos los vecinos se fueron mudando a medida que se iban haciendo las casas. Pero “durante quince años, la gente vivió todavía en el pueblo viejo, y aquel cuya vivienda estaba mal, pues arregló lo que pudo y siguió habitándola”, nos comenta Domingo. Se calcula que hasta un setenta por ciento de la destrucción que presenta el pueblo viejo se ha producido después de la guerra. “Hubo un saqueo consentido. La gente se llevaba puertas, ventanas, ladrillos, sin que nadie hiciera nada”, dice.

Por eso, la pelea de Domingo durante casi la mitad de su vida ha sido la conservación de lo que queda. Durante sus dos décadas como alcalde, intentó varias iniciativas encaminadas a la estabilización de las ruinas y a la creación de un pueblo-museo de la guerra civil. Desideologizado. Hizo lo que pudo, pero hay tanto por hacer...

Y no hay unanimidad al respecto. Muchos prefieren olvidar. Lo de otros es simple indiferencia. “Yo tiraría todo esto y haría un camino llano para que pudieran pasar los tractores”, comenta Ángel Ortín, un vecino octogenario. No hay la más mínima ironía en sus palabras. Tampoco dolor: no perdió a nadie en la guerra. Su sugerencia no se debe, como en otros casos, a la necesidad personal de olvidar: la que nos da es la que él piensa que es la solución más práctica para el pueblo.

¿Por qué cree que es tan importante la conservación de estos restos?, le pregunto a Domingo. “Para que la historia no se repita”, responde sin dudar. “Una imagen vale más que mil palabras. Si un chaval de escuela viene a este lugar, no hace falta que nadie le explique lo que es la guerra, porque ya lo está viendo", dice. "La guerra es Belchite”.

viernes, 24 de abril de 2009

El rumor de la arena



Ayer fui a Logroño a un acto organizado por la Plataforma Riojana Pro-Referéndum en el Sáhara –encantadores, ellos-, a presentar “El rumor de la arena”. Han pasado ahora tres años y medio desde que se rodaron las primeras imágenes de la película, y ha llovido mucho desde entonces.

Para los que no lo conocen, diré que “El rumor de la arena” es un documental sobre el conflicto del Sáhara Occidental, rodado tanto en el propio territorio como en los campos de refugiados saharauis de Tindouf, al suroeste de Argelia. Fue un proyecto que acometimos mis dos compañeros de piso (el cineasta en ciernes Jesús Prieto y el violonchelista Diego Valbuena), mi amigo Kike Andrés (periodista de la agencia Reuters, ahora en Venezuela, y un profesional tan bueno que cuando habla con los anti-chavistas le consideran pro-Chávez, y al revés), y un servidor, sin ningún tipo de subvención, soporte externo, ni idea alguna de cómo se hacía un documental.

El proyecto entero, un antiguo conflicto colonial, con legionarios retirados, investigaciones sobre desaparecidos y ejecuciones sumarias, informes de Naciones Unidas, una guerrilla –adormecida, pero guerrilla todavía-, entrevistas clandestinas en un lugar llamado El Aaiún, el tener un chófer y un Land Rover a nuestra disposición que nos llevasen por las pistas del desierto… todo aquello era una especie de sueño para un post-estudiante de periodismo que anhelaba convertirse en reportero internacional. Luego uno ve que la cosa no era para tanto, pero me temo que esa sensación de plenitud en el trabajo va a ser imposible de recuperar.


El Sáhara fue toda una educación sentimental, en una época en la que yo todavía creía en un periodismo de buenos y malos. Aprendí a amar al pueblo saharaui y su legendaria hospitalidad, sus melhfas y sus derraás, sus turbantes, su té extremadamente azucarado, sus sonrisas. Me enamoré del desierto, incluso de aquel pedazo de hammada estéril en una esquina de Argelia. ¿Cómo no hacerlo, cuando en la noche hay tantas estrellas que parece imposible, y mientras las contemplas, en la oscuridad, una bella muchacha saharaui te toma la mano por sorpresa? Y por el camino descubrí la infinita tristeza debajo de esa capa de jovialidad, de su retórica de liberación nacional. Y lloré por ellos, de impotencia y desesperación.


“El rumor de la arena” me ha dado las mayores satisfacciones, y preocupaciones, de mi breve existencia. Las canas que tengo me las sacó el Polisario. Fueron dos años en los que tomé una serie de decisiones que, me temo, van a condicionar el resto de mi vida. En primer lugar, no busqué trabajo como becario en un medio o redactor de un gabinete de comunicación, sino que opté por una serie de empleos más o menos mierdosos: camarero, acomodador en un cine, teleoperador. Así, en cualquier momento podía abandonarlos y largarme a África del Norte sin sentirme culpable.

Escribí seis guiones de “El rumor de la arena”, en función del material que conseguíamos y las oportunidades que se desvanecían. En la fase final, la pared del salón de nuestro piso de la calle Santa Engracia aparecía cubierta por cartulinas, y sobre éstas, post-it de todos los colores, representando secuencias: amarillas para las imágenes ilustrativas, violeta para las entrevistas, azul para indicar el comienzo de un nuevo bloque temático. Jamás he vuelto a trabajar de esa forma, con ese nivel de concentración, para bien o para mal.

Hubo un momento en el que parecía que habíamos tocado fondo: la Intifada saharaui había pasado –y qué sensación tan extraña, saber que estaban torturando a gente que tú habías conocido unos meses antes-, el proyecto estaba estancado, y uno no sabía si había desperdiciado dos años –se dice pronto- en algo que no iba a terminarse. Yo me largué a El Cairo, y Kike a Caracas, en busca de mejores oportunidades profesionales. Pero Jesús, bendito Jesús, Capricornio él, siguió adelante, peleando con el material en la sala de montaje –que no era otra que su habitación-. Y lo terminó.

La película cumplió nuestras mejores expectativas. Participó en festivales de México y Brasil, se estrenó en cines, hizo que a Jesús y a mí nos entrevistasen en televisión y radio –algo que, como casi todo, pierde su glamour a los cinco minutos- y nos llevasen de peregrinación por toda España a presentarla. El acto de ayer es, me temo, el último coletazo de un proyecto que ya ha cumplido su ciclo vital.


Disculpen el tono melancólico: yo me hice adulto con esta película. Entenderán que para mí sea algo especial.


“El rumor de la arena” sale a la venta en DVD el próximo 6 de mayo. Los extras incluyen una nueva pieza documental titulada “Sáhara: Hacia la Intifada”, sobre la revuelta saharaui de 2005, compuesta con material inédito.
El domingo, por si algún riojano me lee, hay una Marcha de Solidaridad con el Sáhara en Logroño, que sale a las 12 desde la Plaza del Ayuntamiento.

lunes, 13 de abril de 2009

El esquivador de ocasiones


Decidí que quería ser periodista a los nueve años, cuando vi la caída del Muro de Berlín por la tele. Por supuesto, no entendía un carajo de lo que estaba pasando, pero intuía que era algo importante, y yo quería participar de ello. Y pensé que la única manera de hacerlo, sin ser alemán, era ser periodista.


Pero una cosa son los sueños de infancia, y otra la realidad que el espejo nos devuelve, y, admitámoslo, yo me parezco más al Pato Donald que a Tintín. Ejemplos: me enteré del 11-S a las siete de la tarde (estaba en mi pueblo -1200 habitantes- y hasta que no se me ocurrió encender la tele, nada de nada…). El 11-M me pilló durmiendo. En aquellas ocasiones yo era todavía estudiante de periodismo sin obligación alguna de estar al pie del cañón, así que la cosa aún tiene un pase.

Pero cada vez que la noticia me ha rodeado, me las he ingeniado para torearla: me pasé un año intentando vender la crisis política tailandesa, y justo cuando los manifestantes cierran el aeropuerto y los medios españoles se interesan, a mí me pilla la cosa en India… Y no en Mumbai, donde los atentados, que ocurrieron a la vez, hubieran sido un excelente paliativo –desde el punto de vista periodístico, entendámonos: no soy un cabrón inhumano-, sino en Calcuta: la otra punta del país.


Hoy ha vuelto a ocurrir: Tailandia al borde de la revolución, y yo… en Estambul.



Menos mal que no soy supersticioso. Si no, pensaría que me han echado una maldición… periodística.

domingo, 12 de abril de 2009

"Vinculado a Al Qaeda"


Un miembro del Partido Islámico del Turkestán Oriental, vinculado -o no- a Al Qaeda, metiendo miedo antes de los Juegos Olímpicos de Pekín...

Todos los que alguna vez hemos escrito sobre terrorismo y servicios de inteligencia nos hemos encontrado con el mismo problema: las fuentes. ¿Es fiable lo que se nos cuenta? ¿Tiene visos de realidad? ¿Es una mera maniobra de propaganda, o, peor, de intoxicación? En la nebulosa de los grupúsculos armados, la etiqueta “vinculado a Al Qaeda” puede ser de lo más útil para según quién.

Jason Burke, el jefe de reporteros del diario británico The Observer y autor del que a mi juicio es el mejor libro sobre el fenómeno del islamismo radical a escala global, afirma que ahora mismo existen tres tipos diferentes de organizaciones dentro de Al Qaeda: 1) El núcleo duro, muyahidines de todo el mundo cercanos a Osama Bin Laden, curtidos en la guerra de Afganistán contra los soviéticos, entrenados en técnicas de terrorismo y sabotaje, y comprometidos en la yihad mundial. 2) Los freelance, que planean y desarrollan atentados por propia iniciativa y acuden a Al Qaeda en busca de fondos y logística. Y 3) Los inspirados por el “alqaedismo”, la ideología neoyihadista –que da un enorme margen de actuación a sus seguidores: todo lo que perjudique los intereses de “infieles, cruzados y judíos” es bienvenido-, pero que no necesariamente tienen contactos con la organización de Bin Laden. Un ejemplo de los primeros serían los ejecutores del 11-S; de los segundos, los atentados de Bali en 2002; de los terceros, el 11-M o el 7-J en Londres. Los expertos aseguran que el fenómeno más peligroso es el último –los imitadores, amateurs o no, de “la marca Al Qaeda”-, porque son mucho más difíciles de controlar o prevenir.

El español Fernando Reinares, probablemente el compatriota que más sabe sobre terrorismo islámico, le añadía a mi amigo Ángel Villarino en una entrevista una cuarta categoría: aquellos grupos que, sin tener el más mínimo vínculo con Al Qaeda, sin seguir siquiera las líneas generales establecidas por la organización, son etiquetados como “relacionados con Al Qaeda”, bien por ellos mismos como medio de obtener publicidad, bien por las autoridades interesadas en recabar apoyo internacional para combatirlos. Hasta el gobierno marroquí ha intentado vincular al Polisario con Al Qaeda…

Desde el punto de vista del periodista, el problema no es nuevo: los terroristas de ayer son los líderes políticos de hoy (desde los argelinos a los norirlandeses, pasando por los israelíes, la mutación que sufrió Arafat de “súper-terrorista” a estadista y de ahí a “súper”-terrorista otra vez, o los albano-kosovares de la UÇK, que eran ‘terroristas’, luego ‘guerrilleros ‘y ahora, alguno, hasta presidente de Kosovo). Hay quien, como Reuters, se niega a calificar a los etarras de “terroristas”, y los tilda de “grupo armado independentista”, no vaya a ser que…


La semana pasada, el New York Times apuntó esta dualidad en un revelador artículo sobre los 17 musulmanes uigures cautivos en Guantánamo. Los uigures son una etnia de la provincia de Xinjiang, al este de China, donde existe una fuerte contestación a la dominación china, en una situación que muchos comparan con la del Tíbet. En 2002, la inteligencia china anunció que al menos ocho grupúsculos armados de ideología separatista uigur habían cometido más de 200 actos terroristas durante los once años anteriores. Pero, pocos meses después, por interés, el Departamento de Estado norteamericano achacó todos esos actos a un único Movimiento Islámico del Turkestán Oriental, “vinculado –cómo no, lógicas de la “Guerra contra el Terrorismo”- a Al Qaeda”.


Ahora se da la paradoja de que algunos combatientes uigures viven en EE.UU. como refugiados, mientras que otros capturados en Afganistán se encuentran encerrados en Guantánamo. “Su historia es mi historia”, declaraba Ilshat Hassan, exiliado en Virginia, al Times. Los diecisiete de Guantánamo claman que habían ido a Afganistán a adquirir entrenamiento para posteriormente participar en su “lucha de liberación nacional”, y no en actos terroristas contra Occidente. Washington no sabe qué hacer con ellos: no puede devolverlos a China, donde como mínimo serán “interrogados”. Pero no puede quedárselos, porque son “terroristas”. Desventajas de poner etiquetas por puro oportunismo.

Y si hoy me ha dado por hablar de esto, es porque me temo que yo también me tragué más de una vez aquello de “vinculado a Al Qaeda” cuando escribía para La Clave…

Marchante no se marcha


Una buena noticia: al parecer, la diplomacia española ha movido ficha, y, junto a las presiones de la agencia Reuters, han hecho que el Ministerio de Comunicación marroquí haya dado marcha atrás en el caso de Rafa Marchante, el fotógrafo.


Vamos, que seguirá dando guerra desde el otro lado del Estrecho.

La política del mal


Phnom Penh, 31 de marzo


"La oscuridad caerá sobre el pueblo de Camboya. Habrá casas sin gente en ellas, caminos sin viajeros; la tierra será gobernada por bárbaros sin religión; la sangre correrá profunda hasta alcanzar el vientre del elefante. Sólo los sordos y los mudos sobrevivirán".

Antigua profecía camboyana


Por mucho que lo piense, no consigo comprenderlo. Leo, pregunto, elaboro hipótesis, pero nada. Cuando estudiamos el nazismo, las motivaciones de Hitler y compañía pueden horrorizarnos, pero las entendemos. Incluso la paranoia de Stalin o la megalomanía y sed de poder de Mao tienen una lógica explicable. Pero lo de los Jemeres Rojos no tiene ni pies ni cabeza.

Uno puede atisbar el cómo pasó. En aquella atmósfera de terror en la que no se toleraba el más mínimo error, en la que cualquier pequeña falta era considerada sabotaje, y su autor ejecutado, la necesidad de autoprotegerse, de mostrar un enorme celo revolucionario, solía plasmarse en la denuncia de otros compañeros. El cotilleo sobre los vecinos, tan arraigado en la mentalidad campesina del Sudeste Asiático -donde el concepto de vida privada es bastante peculiar, por no decir inexistente- tenía en este contexto dramáticas consecuencias.

Nos disponemos a tomar el autobús gratuito que nos llevará al tribunal. En la puerta, veo a un anciano calvo, con rostro amable. Le reconozco, porque le he visto en el documental "S-21": es Chum Mey, uno de los supervivientes de Tuol Sleng. Le saludo al estilo budista, y me responde con una sonrisa. Me gustaría acercarme y charlar con él. Pero yo no hablo khmer, ni él inglés ni francés.

La historia de Chum Mey da algunas claves: él y su mujer eran de los escasos obreros a los que se mantuvo en las fábricas de la capital. Él era mecánico de camiones, hasta que un día le arrestaron sin motivo aparente. No lo sabía, pero había sido denunciado por un compañero bajo tortura. El propio Mey fue brutalmente interrogado durante doce días con sus noches. Al final, se confesó culpable de "destruir a propósito propiedad de la revolución, gastar demasiado combustible y dejar que los motores se quemasen". Peor: denunció a otras sesenta y cuatro personas.

Tras confesar, el destino de Mey estaba sellado: en Tuol Sleng no se aceptaba la posibilidad de que el reo fuese inocente. Todo el que entraba allí estaba destinado a ser ejecutado, y el personal de la prisión lo sabía. Los guardias debían cumplir con una cuota mínima de dos ejecuciones al día. Junto a la confesión de Mey, un responsable de la prisión anotó la fecha de su eliminación: el 6 de noviembre de 1978. Pero Mey era útil como mecánico, y el propio Duch le salvó. En la misma hoja, la caligrafía de Duch reza: "Mantener por un tiempo".

Chum Mey sobrevivió porque los vietnamitas invadieron Camboya. Fue evacuado junto con otros prisioneros, y en el camino se reencontró con su mujer y con su hijo recién nacido. Pero el convoy se encontró con una avanzadilla vietnamita, y la familia de Mey fue abatida. Él logró escapar en la confusión, pero moralmente destrozado. Se dice que aún no lo ha superado.

Chum Mey, en Tuol Sleng

El período de los Jemeres Rojos es, proporcionalmente, el mayor genocidio de la historia, superior en eficacia al Holocausto y a las matanzas de Ruanda juntos. Se calcula que unas 1.466 personas fueron ejecutadas de media cada día. Ya sabemos el cómo. La pregunta es: ¿Por qué?

Tuol Sleng, al parecer, fue idea de Pol Pot, para mantener la seguridad en la organización. Cuando Nic Dunlop encontró a Duch, éste apuntó una posibilidad terrorífica: las masacres se desarrollaron conforme a un plan establecido de antemano. Ya en 1971, Pol Pot ordenó: "Todo aquel que sea arrestado debe morir". La idea era cumplir la visión delirante de éste, la creación de una nueva sociedad revolucionaria basada en el campesinado, haciendo tabula rasa del orden existente. El Angkar prefirió eliminar a todo aquel con alguna formación y utilizar como fuerza de choque a adolescentes analfabetos a los que se adoctrinaba brutalmente, obligándoles a denunciar las faltas de sus propios padres, y, frecuentemente, a ejecutarles personalmente.

Parece ser que Pol Pot creía en lo que estaba haciendo. ¿Se lo creían los otros cabecillas, los Nuon Chea, Ieng Sary, Khieu Samphan y compañía? Es difícil de decir. Sospecho que la respuesta es, como casi siempre: depende. Todos ellos contemplaban la ejecución en masa como un medio para lograr un fin. Probablemente, las metas eran diferentes para cada uno.

Tal vez nunca sepamos la verdad.

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(Acabo de enterarme de que el libro de Nic Dunlop está editado en castellano: "Tras las huellas del verdugo", Ed. Océano, 2006. Es una excelente introducción a la historia de los Jemeres Rojos, altamente recomendable. Y, a diferencia de otros tostones académicos, es bastante entretenido...)

viernes, 3 de abril de 2009

Duch



El viejo se levanta de su silla, saluda al tribunal, parpadea nervioso. Parece tan vulnerable… Cuesta creer que aquel anciano indefenso sea el responsable de la muerte de unas 40.000 personas, y uno de los asesinos más fríos y sanguinarios de la historia. Aunque, al parecer, nunca mató a nadie personalmente.

Kang Kek Ieu, alias “Duch”, está siendo juzgado estos días por los crímenes cometidos bajo su mando durante el período de la Kampuchea Democrática. En aquella época, Duch era el responsable de seguridad del estado y el director del centro de interrogatorios de Tuol Sleng, del que ya he hablado. Siguiendo sus órdenes, bandas de muchachos fanatizados torturaron y ejecutaron brutalmente a decenas de miles de sospechosos de ser “enemigos de la revolución”. El periodista italiano Alessandro Ursic y yo acudimos a las Cortes Extraordinarias para hacer un reportaje sobre los juicios, y ver lo que se cuece por ahí.

Está allí Nic Dunlop, el fotógrafo que encontró a Duch a finales de los años 90. Dunlop es un tipo larguirucho, orejudo, simpático, tremendamente irlandés, que vive en Bangkok. Le pregunto por aquella historia, que resulta ser fascinante. Me cuenta que durante años, en cada una de sus visitas a Camboya, llevaba en la cartera una vieja fotografía de Duch, que enseñaba a los lugareños. “Yo estaba obsesionado con Camboya, con su violenta historia, y pensaba que un tipo como él podía darme algunas claves sobre por qué había pasado todo aquello. Más: podía señalar a algunos responsables”.

Hasta que un día, de casualidad, dio con él: “Yo estaba en el norte del país, haciendo un reportaje con una organización de desminado. Un hombrecillo que trabajaba con una ONG cristiana se acercó, y le reconocí. Ese hombre era Duch”. ¿Qué sintió en ese momento?, le pregunto. “Nada especial, la verdad. Fue un momento de lo más vulgar”, dice con una sonrisa. Días después, Duch se entregó a las autoridades. Desde entonces ha vivido encarcelado a la espera de juicio.

Antes de ser Duch, Kang Kek Ieu fue profesor de matemáticas. En Camboya, los profesores, tradicionalmente, inspiraban un respeto reverencial. Sus órdenes jamás eran cuestionadas. Tenían potestad para apalear a los niños –y lo hacían- sin que nadie osase protestar. Su autoridad jamás era cuestionada. Tal vez no sea casual que muchos de los cuadros de S-21 fuesen antiguos profesores, varios de ellos antiguos compañeros de Duch.

Kang Keg Ieu se unió a la revolución prácticamente obligado por Sihanouk: a principios de los 60, el monarca no toleraba ningún tipo de crítica. Toda oposición era tachada de “comunista”, y duramente perseguida por la que entonces era la mano de hierro de Sihanouk, el general Lon Nol. Duch era abiertamente izquierdista, pero no un Jemer Rojo. Tras ser arrestado y torturado en las cárceles de Lon Nol, pasó a la clandestinidad y se unió a la guerrilla, cambiando su nombre por el de Camarada Duch.

La psique de Duch es extraña. Uno se siente tentado de pensar que esas torturas le produjeron una terrible sed de venganza, y que ésa es la razón por la que se portó de manera tan cruel con los prisioneros. Pero al parecer no es así: Duch, por supuesto, albergaba rencor contra sus torturadores, pero éste no le dominaba. Duch no torturaba para vengarse, sino por convicción. Las prisiones de Sihanouk no le cambiaron: le enseñaron cómo se hacía el trabajo. En su estantería tenía un libro titulado “La torture”, del francés Alec Mellor, en el que se denunciaba el uso de la violencia en los interrogatorios en la Francia contemporánea. Pero Duch lo usaba como manual.

Para 1972, ya era el jefe de seguridad del Partido Comunista de Kampuchea. En aquella época organizó las primeras prisiones secretas y centros de interrogación, llamadas M-13 y M-99, en la región de Amleang. En estos lugares, Duch empezó a experimentar con la tortura como medio de obtener información. Cuando en 1975 se mudó a S-21 (Tuol Sleng), más de 20.000 personas habían sido ejecutadas en estos dos centros. Crímenes, por cierto, que no serán juzgados, porque la jurisdicción de este tribunal sólo cubre el período de la Kampuchea Democrática (1975-79).

Pero ahora, parece tan débil, tan inofensivo…

En la pantalla -estamos en la sala de prensa: no se admiten cámaras en el tribunal-, Duch se levanta y empieza a hablar. “Admito mi responsabilidad por los crímenes cometidos en Tuol Sleng. Sólo espero que puedan perdonarme”, dice. Y más adelante: “Yo también tenía familia. Seguía órdenes, y jamás me atreví siquiera a pensar en cuestionarlas”.

¿Ese arrepentimiento es un truco? A la salida del tribunal, un monje llamado Thuch Mon, dice: “Desde una perspectiva budista, si alguien comete un error, se le debe perdonar, siempre que tenga la intención de reformarse. Claro, que esa no es necesariamente la perspectiva legal”.

Nic Dunlop sacude la cabeza. “Yo también pensaba eso del ancianito, pero ahora le he visto hablar… y no, tío, no”, comenta. “Ése es Duch, no cabe duda”.

jueves, 2 de abril de 2009

Thadry



A pesar de todo, hay esperanza en Camboya. La hay en personas como Thadry, la propietaria del guesthouse en el que me alojo. Tiene 55 años, y no se ruboriza al decirlo. Es extrovertida, vivaz, inteligente, un encanto de señora. Se sienta en mi mesa, y nos caemos fenomenal. Y me cuenta su historia. La voy a repetir aquí, porque, en un panorama tan deprimente como el camboyano, de vez en cuando hay que cantarle a la vida.


Thadry tenía veinte años y estaba recién casada cuando los Jemeres Rojos tomaron el poder. Vivía en Phnom Penh, había ido al instituto, y hablaba francés. Su historia es la de tantos camboyanos: tanto a él como a su marido los mandaron al campo a cultivar arroz, en extenuadoras jornadas de sol a sol. Instintivamente, se dio cuenta de que en esas circunstancias tener educación era más un problema que una ventaja, así que lo ocultó. Al estar ya casados, evitaron el matrimonio forzoso que aguardaba a muchas otras personas de su edad, por el bien del Estado Camboyano.


Un día, los Jemeres Rojos vinieron a su choza y detuvieron a su marido. Me explica gesticulando, al borde de las lágrimas, cómo lo patearon e inmovilizaron. “Fui a hablar con el cuadro superior, un hombre educado y medianamente razonable. Le expliqué que mi marido no había hecho nada en contra del Angkar. ¿Cómo iba a hacerlo, si se pasaba el día trabajando en el campo? ‘¿Así que no sabes por qué han detenido a tu marido?’, me preguntó. ‘No’, respondí. Me dijo que cuatro personas del grupo de mi marido habían escapado a Tailandia, y que el Angkar pensaba que había sido idea suya. ‘Camarada, mi marido no tenía demasiada relación con esos hombres, así que no veo por qué iba a arriesgarse por ellos’, le expliqué”.


Entonces, se deshace en lágrimas, pero sigue hablando. “Mi marido estuvo detenido un mes, pero al final lo liberaron. Se pasó un año trabajando en otro campo, y después de ese tiempo pudimos reunirnos de nuevo. Tuvimos suerte: otra mujer de nuestra aldea cuyo marido había sido arrestado, fue a protestar, y los ejecutaron a los dos”, dice.


(Esa tarde comprenderé por qué esa experiencia fue tan traumática: el marido de Thadry cruza la terraza del guesthouse sin camiseta, y tanto su pecho como su espalda están marcados con quemaduras simétricas. Los Jemeres Rojos probablemente le torturaron en una parrilla eléctrica).


Pero los Jemeres Rojos cayeron, y Thadry se encontró, como la mayoría de los camboyanos, vagando por los caminos sin comida, trabajo ni medios de subsistencia, intentando regresar al que un día fue su hogar.. Ambos, dice, trabajaron duro durante los años siguientes –en talleres de costura, fábricas, como chófer y empleada- para conseguir ahorrar algo de dinero y comprar la casa en la que ahora estamos. Tuvieron a sus hijos –la progenie es la máxima alegría de un camboyano-, y prosperaron un poquito.


Entonces, a Thadry se le ocurrió la idea de montar un guesthouse, para tener algo que asegurase el futuro de su hija mayor –el muchacho ya se buscaría la vida-. Pensó: ¿Qué necesito para poder gestionarlo? Y se respondió: Saber inglés. Y se compró un libro. Y a base de estudio, y de practicar con los –en aquella época- escasos turistas que llegaban a Phnom Penh, logró un dominio del idioma que, sin ser perfecto, ya quisieran para sí la mayoría de los asiáticos. De paso, aprendió tailandés viendo telenovelas.


Al principio, dice, intentó atraer turistas pagando una comisión a los conductores de tuk-tuk. Pero no salió bien: éstos la engañaban, y el sobreprecio hacía que los mochileros huyesen a otros cuchitriles más baratos. Entonces, decidió recorrer al arma publicitaria de los pobres: el boca a boca. “Pensé que lo único que podía ofrecer era hospitalidad, ser maja con los clientes”. Y desde luego lo consiguió: estar en su guesthouse es como estar en familia. “Les pedía a los que se marchaban que por favor les hablasen a otros de mi hotel”. Y, dice, en un año consiguió que el negocio fuese realmente rentable.


“Al final, mi hija se casó con un alemán y se fue a vivir a Munich, ¡y yo acabé llevando este guesthouse prácticamente sola!”, dice con una carcajada. Thadry consiguió enviar a todos sus hijos a la universidad, e insistió en que aprendieran inglés. El chico vive en Australia, con una beca para formarse como agente de aduanas. Las dos pequeñas están estudiando, pero estos días tienen vacaciones, y se los pasan echando una mano en el hotel. Ella sigue aprendiendo: . “Estoy estudiando alemán, con otro libro, para hablar con mis consuegros, porque el año que viene voy a visitarles, y ellos no hablan inglés”. Será su segundo viaje a Alemania.


Así que si pasáis por Phnom Penh, a lo mejor os apetece hacerle una visita: TAT Guesthouse, Calle 125. Aunque corréis el riesgo de que el hotel esté completo.