sábado, 28 de marzo de 2009
Donde Pol Pot yace eternamente
Anlong Veng fue el último reducto de los Jemeres Rojos. Tras la llegada de la UNTAC (la Misión de la ONU para Camboya) y la formación de un gobierno nacional “de unidad”*, los últimos miles de soldados rebeldes se atrincheraron durante una década en la región, en lo que llamaban sus "Territorios Liberados", manteniendo a la población local como rehén.
[*Durante tres años, Camboya tuvo un gobierno bicéfalo, con dos primeros ministros – uno monárquico y el otro provietnamita-, cada uno con su milicia. La cosa, por supuesto, acabó a tiros.]
En Anlong Veng pueden visitarse varios sitios ‘turísticos’: una estación de radio de los Jemeres Rojos, la casa de Ta Mok, la tumba de Pol Pot. Ta Mok era el lugarteniente del movimiento en aquellos días, cuando todos los demás cabecillas ya habían abandonado la lucha: Nuon Chea (el “Hermano Número Dos”), Ieng Sary (el “Hermano Número Tres” y antiguo Ministro de Exteriores del gobierno de Pol Pot) y Khieu Samphan (el antiguo presidente de la Kampuchea Democrática) se habían acogido a una amnistía propuesta por el rey Sihanouk. La defección de Sary fue recompensada con el control total de la provincia de Pailín, que gobernaba de forma autonoma, enriqueciéndose con el contrabando de piedras preciosas y madera tropical.
Alquilo un taxi que me lleve hasta el pueblo. El conductor, Thy, es un poco pesetero, pero no es mal tipo. Me cuenta que cuando tenía veinticinco años, el ejército le reclutó forzosamente y le mandó a luchar contra los Jemeres Rojos. "Todo el mundo tenía que hacerlo, sabes. No podías elegir. Simplemente, te enviaban allí", dice. No tiene un aire demasiado marcial: "Cuando empezaban los tiros, yo me escondía. Lo pasé muy mal, tenía mucho miedo", explica.
Me cuenta algunas cosas que me sorprenden. “Pol Pot y Ta Mok eran unos asesinos, pero los Jemeres Rojos no eran malos. Querían cosas buenas para la gente. Yo no quería luchar contra ellos”, dice. No intenta decir que todos obedecían órdenes de Pol Pot, ni defender a los cuadros intermedios, como he escuchado en otros lugares. Simplemente, los considera buena gente.
Thy es royalista, y los soldados monárquicos fueron aliados de los Jemeres Rojos hasta la llegada de la UNTAC. Eso, y el hecho de que dicha coalición luchase contra los soldados vietnamitas –ampliamente odiados a lo largo y ancho del país-, ayuda a explicar sus posiciones, y la de muchos otros en Camboya. “Los Jemeres Rojos no querían matar soldados del gobierno, solo vietnamitas”, afirma.
Los últimos años en la jungla debieron ser desesperados para los rebeldes. En 1996, Pol Pot, llevando la paranoia hasta sus últimas consecuencias, ordenó el asesinato de Son Sen, su antiguo ministro de Defensa, y de toda su familia, por el expeditivo método de pasarles un camión por encima. Este hecho fue aprovechado por Ta Mok –hay quien dice que en un intento de ganar legitimidad en un momento en el que el cerco se estrechaba en torno a ellos- para derrocar a Pol Pot, someterle a un ‘proceso popular’ y encerrarle en su propia casa de la jungla. Dos años después, moría de forma súbita, oficialmente de un ataque al corazón. Su cadáver fue incinerado con gasolina sobre un colchón mugriento.
Pero tras la muerte de Pol Pot, muchos soldados pensaron que ya no había motivo para seguir luchando, y se amotinaron. Ta Mok se quedó al frente de apenas un centenar de guerrilleros, hasta su captura en 1999. Enfermo y solo, murió en la cárcel hace un par de años.
En esta región, la figura de Ta Mok es una de las más controvertidas. Sus enemigos le llamaban “el carnicero”, por su afición al asesinato. Pero, al mismo tiempo, fue un administrador eficaz, un constructor de escuelas y dispensarios, un jefe fuerte. Muchos locales odian a Pol Pot, pero admiran a Ta Mok. La tumba de este último está siempre adornada con flores e incienso.
Pero el sepulcro que visitaré será el de Pol Pot. Un montón de papelitos medio incinerados yacen sobre la tierra. Muchos camboyanos creen que Pol Pot era un hombre santo, que su lecho tiene propiedades curativas, y que si se pasa un billete de lotería por la tumba, el espíritu del Gran Líder le traerá suerte. Durante años, podían verse algunos restos de su osamenta saliendo de la tierra cuando el viento la descubría, pero ahora la gente los ha recolectado todos para usarlos como amuleto. La idea de que el gran genocida está enterrado justo allí me despierta un escalofrío cuando contemplo el lugar.
De vuelta hacia Siem Reap, hacemos una última parada. Junto a la carretera pueden verse los restos de un antiguo ‘monumento revolucionario’: una serie de estatuas talladas en la roca que representan a varios soldados del Jemer Rojo y un cuadro femenino que acarrea leña. Las figuras han sido decapitadas. Pero justo delante se han levantado media docena de altares budistas, destinados al culto a los antepasados. El sincretismo no podía ser más perfecto.
Y entonces observo una extraña escena: una joven pareja con un niño se detiene en el camino, y encienden varias velas de incienso en los altares. Se arrodillan y rezan al estilo budista. “Están rogando por las almas de los Jemeres Rojos muertos, probablemente parientes”, me explicará luego Thy en el coche. Y me doy cuenta de que esas estatuas decapitadas son una metáfora perfecta de lo que Camboya siente respecto al período de Pol Pot: odiadas pero reverenciadas, representantes de un movimiento revolucionario que eliminaba a los budistas, pero asimiladas en el culto local. Y como casi siempre, las cosas resultan más complicadas de lo que parecían en un principio, y la historia va más allá de un cuento de buenos y malos: Camboya y sus Jemeres Rojos están demasiado ligados para poder ser separados.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Joder qué fuerte, o sea que los papelitos sobre la tumba ¿son una especie de "peticiones" o algo así?
ResponderEliminarMe parece que esta vuelta tuya a Camboya va a traernos muchas sorpresas a todos. Un abrazo Dani!