sábado, 30 de mayo de 2009

Envenenando Bangladesh


El arsénico es un veneno casi perfecto: no tiene olor ni sabor, tiene numerosos usos civiles, por lo que es fácil de adquirir en las droguerías, y sus síntomas son similares a los de infecciones gastrointestinales sin importancia. Por eso, era uno de los principales métodos de liquidación de rivales durante el siglo XIX. Hoy día, de todos modos, los de CSI te hacen la autopsia y te lo encuentran en diez minutos… aunque hay que buscarlo, claro.

Se sabe que algunos líderes de Al Qaeda han barajado la posibilidad de arrojar grandes cantidades de esta sustancia en el suministro de agua de una gran ciudad. Pues bien, lo que parece una fantasía terrorista está ocurriendo sin intervención del ser humano en Bangladesh, donde el arsénico se da de forma natural en el subsuelo, desde donde se filtra a las aguas subterráneas, que después son consumidas por los seres humanos.


La estadística es aterradora: según Ruhul Haq, el Ministro de Salud de Bangladesh, más de la mitad de la población del país está afectada por la contaminación por arsénico. Esto supone un total de MÁS DE 80 MILLONES DE PERSONAS. La Organización Mundial de la Salud lo ha definido como “el mayor envenenamiento en masa de la historia”. Los afectados por esta sustancia sufren lesiones en la piel, los pulmones, el riñón y el corazón. En los últimos años, se ha disparado el número de muertes por cáncer, provocados directamente por el arsénico.


El problema, además, es bastante reciente: hasta finales de los años 70, la gente consumía el agua de ríos y charcas, con todas sus impurezas, por lo que el número de fallecidos por enfermedades contagiosas, especialmente niños, era muy alto. UNICEF y otras agencias de desarrollo proveyeron de fondos al gobierno bangladeshí para que construyese sistemas de extracción y canalización de aguas subterráneas por todo el país. Pero nadie se molestó en comprobar la salubridad de esas otras aguas. Peor: al otro lado de la frontera, en Bengala Occidental (India), esta situación se detectó ya a principios de los años 80, y la primera advertencia oficial fue enviada al gobierno de Bangladesh en 1985, pero éste se negó a reconocerla hasta 1993.

El desafío es descomunal: ahora no sólo hay que chequear todos los pozos, para ver en cuáles el subsuelo está contaminado, sino que hay que convencer a la población de que no use ese agua. “El agua de la cañería está limpia y cristalina; la de la charca, sucia. ¿Quién quiere beber agua de la charca? Incluso si construyes una planta de tratamiento o la hierves, haciéndola segura, la gente la mira y dice, no, gracias, tenemos la de la cañería”, dice Rick Johnston, un experto en aguas de UNICEF. Se hace lo que se puede: en esta canción escrita por el cantante Sayid Tipu Sultan se intenta concienciar a la gente del problema:



Una posible solución sería el uso de filtros en las cañerías. Pero cada filtro cuesta unos 25 euros, algo fuera del alcance de casi todas las comunidades. En 2008, el gobierno de Bangladesh intentó presionar para que se reconociese el acceso al agua limpia como un derecho humano fundamental. Pero aún en el caso de que lo consiguieran, sería más una victoria moral que otra cosa: el problema seguirá ahí. Saber que existe, en todo caso, es el primer paso.

viernes, 29 de mayo de 2009

Dos tipos de cuidado


En el Triángulo de Oro (la región fronteriza entre China, Laos, Tailandia y Birmania), los nombres de Wei Hseuh-kang y Bang Ron inspira un temor reverencial. No es de extrañar: según el Departamento de Estado de los EE.UU., su cártel de la heroína es el más importante del Sudeste Asiático, tal vez del mundo, y ya sabemos que esa gente no se anda con tonterías. Desde 2005, los norteamericanos ofrecen una recompensa de 2 millones de dólares por información que conduzca a su detención. En realidad, es una guerra perdida, porque lo que hace falta para detenerle no es información: todo el mundo sabe dónde están. Desde hace unos meses, cuando un desertor de su organización se lo contó todo al “Bangkok Post”, ese todo el mundo es literal.


Wei Hseuh-kang nació en la provincia china de Yunán, pero obtuvo la ciudadanía tailandesa en 1985. En 1988 se le arrestó en relación al decomiso de un alijo de 680 kilos de heroína en Chiang Mai, y se le condenó a cadena perpetua. Pero Wei apeló la sentencia y, extrañamente –o no tanto-, se le concedió la libertad bajo fianza, circunstancia que aprovechó para esfumarse. Reapareció al otro lado de la frontera, donde reorganizó su negocio, creando una narcoguerrilla, el Ejército Unido del Estado Wa (UWSA, por sus siglas en inglés), para protegerlo. En 1990, un tribunal tailandés le condenó in absentia a la pena de muerte.


Bang Ron es otro peligroso narcotraficante, y, curiosamente, el mejor amigo de Wei. Nacido en Bangkok, musulmán, escapó a un arresto después de que la policía descubriera 750.000 metanfetaminas en su casa, y huyó a Birmania, donde le esperaba Wei.


Tras la independencia del Imperio Británico en 1948, el estado birmano ha tenido que hacer frente constantemente a insurgencias regionales de corte étnico, algunas de las cuales –como la de los Karen- todavía perduran. Pero en 1989, el Comandante General Khin Nyunt, jefe de la inteligencia militar birmana, negoció el alto el fuego con otras muchas, ofreciéndoles privilegios como el derecho a administrar su territorio. La Nación Wa, fronteriza con China, sería desde entonces regida por el UWSA, es decir, por Wei Hseuh-kang, especialmente desde que en 1998 éste creó el grupo comercial Hong Pang, un consorcio de empresas que es el principal inversor de la región, y se ocupa de todo tipo de negocios, desde cemento y licores a minas de jade.


Ahora llegamos a lo interesante: ambos gángsteres viven en un búnker en mitad de la jungla birmana, protegidos por trescientos tíos armados y un sistema de misiles antiaéreos. El complejo está a cinco metros de profundidad, y consta de cuatro edificios que incluyen una sala de conferencias, un laboratorio de metanfetaminas, un centro de entrenamiento militar y una cocina. Algunos diplomáticos y oficiales de inteligencia occidentales han especulado con la posibilidad de tirarles un misil. Pero el búnker está sólo a veinte kilómetros de la frontera china, lo que lo hace imposible sin crear un incidente diplomático.


En realidad, la mejor protección de ambos hombres son sus contactos: se dice que a nadie le interesa capturar a Wei Hseuh-kang o a Bang Ron, porque un proceso contra él podría acabar implicando a altos cargos de la administración birmana, china, vietnamita y tailandesa (los países en los que la organización de Wei hace negocios). El desertor que habló con el “Bangkok Post” declaraba con rabia: “No todos los miembros del UWSA están contentos con lo que hace Wei. Algunos le odiamos por ello”. Pero los dos gángsteres permanecen intocados en medio de la jungla. Otra triste historia de Asia.


Una de las dos fotos que existen de Wei.

Si los ojos son el espejo del alma...


miércoles, 27 de mayo de 2009

Lingua Franca 2/2


Hago un interludio para hablar sobre la envidia. Tengo la suerte de que no nací demasiado tonto, ni demasiado feo, ni enfermo, ni pobre, así que no tengo demasiados motivos para envidiar a mis semejantes. Pero, lo reconozco, hay algo que me produce una envidia incontrolable: la gente que habla idiomas que yo no hablo. Estoy en Hong Kong, y un americano gordo se monta en el ascensor y empieza a hablar en cantonés fluido con el botones. Y yo pienso: “Qué cabrón”. Lo sé, es completamente irracional –pero la envidia lo es, ¿no?-. ¿Para qué carajo quiero yo hablar cantonés? Pero, de algún modo, estoy prendado del hecho estético de hablar un idioma. Hace años, en un atardecer tunecino, tras un viaje en furgoneta, observé cómo un francés le preguntaba a un paisano por una dirección en árabe, y mantenía una breve conversación con él. Hoy tengo claro que el árabe de aquel gabacho era bastante pobre; pero la escena fue tan bella que fue una especie de revelación: yo iba a aprender árabe costase lo que costase. (Siete años después, sigo en el empeño… Avanzo a paso de obra pública, pero avanzo…).


Uno de los motivos por los que admiro el personaje de Richard F. Burton es porque el tipo, al final de su vida, hablaba veintinueve idiomas y varios dialectos (napolitano, provenzal…). En la universidad tuve un profesor que contaba que un amigo suyo hablaba cincuenta y seis idiomas. ¡Cincuenta y seis! “Pero, ¿cómo…?”, solían preguntarle. “Bah, lo difícil son los cinco primeros, después ya…”, respondía.


Ha llovido mucho desde ese atardecer tunecino, y mientras tanto yo me he dado de cabezazos con muchas lenguas: el dialecto egipcio, el búlgaro… Con el tailandés coseché algunos éxitos: mi taxi-thai (como llaman aquí al dialecto de supervivencia de los farang) es suficiente para la vida diaria, e incluso me ha permitido cosas como explicarle a un motorista lo que necesito para rodar un plano en movimiento o interrogar (el término “entrevistar” es demasiado exagerado) a un pescador explotado. He hecho mis pinitos, lo confieso, en italiano, alemán, farsi, laosiano e indonesio/malayo. Mis amigos tienen un cachondeo conmigo que no veas. Ángel Villarino incluso escribió una falsa necrológica sobre mí en la que se leía: “Cuando murió, hablaba 26 idiomas, pero ninguno bien”. Pero yo les digo que, oye, cada uno se divierte como quiere: también hay gente que mete barcos dentro de botellas.


Y he de darle la razón al amigo políglota de mi profesor: en mi experiencia –aunque disto mucho de poder decir que hablo seis lenguas-, cada vez me resulta más fácil enfrentarme a un idioma nuevo. La mayoría de la gente interpreta la aserción de aquel hombre como que uno va encontrando similitudes en otros idiomas, y claro, cuantos más sabes, más fácil es. Pero se trata de algo más complejo: uno aprende a aprender idiomas. Es similar a la comprensión de las matemáticas: una vez que has derrotado una estructura gramatical, tu cerebro gana en flexibilidad, no ya para reconocer estructuras semejantes en otros idiomas, sino para cualquier construcción lingüística*.


En unas semanas abandonaré Tailandia, y me da una pena tremenda, a pesar de los disgustos que me han dado estas gentes. Mi tailandés se perderá, tal vez para siempre. Me espera Estambul, y el turco. Otro mundo, otra cultura, otra visión.


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*Al parecer, la neurociencia (corríjanme los expertos si me equivoco) apunta a que la reconfiguración neuronal que se produce con el aprendizaje -por ejemplo, con los idiomas- podría ser heredable, a diferencia, por ejemplo, del desarrollo muscular que uno logra en vida mediante el deporte. Hubo un experimento en el que se sometió a un grupo de personas al estudio intensivo del hebreo, idioma al que nunca habían estado expuestos. Aquellas personas que tenían antepasados judíos aprendían mucho más rápido que las demás. ¿Excepcionalidad racial? Más probablemente, reconfiguración neuronal hereditaria…


Lingua Franca 1/2


Los esperantistas han perdido la batalla, aunque han ganado la guerra. No deja de ser fascinante el hecho de que yo, español como Torrente, esté en Laos hablando con un japonés, y la lengua de comunicación entre nosotros sea el inglés. O más bien el “globish” (un neologismo formado a partir de las palabras “Global” y “English”). La historia del concepto “globish” tiene su miga: el término se lo inventó el presidente jubilado de IBM, Jean Paule-Nerriere, para definir un proyecto de lenguaje de comunicación en el mundo de los negocios, basado en las 1500 palabras más comunes del inglés. Si fue antes el huevo o la gallina, es decir, si el señor Nerriere se limitó a teorizar sobre un fenómeno ya existente, o el monstruo creado por IBM se extendió más allá de lo controlable, poco importa: hoy, todo Cristo, de Tegucigalpa a Shanghai, habla “globish”. Un idioma mundial. No me digan que no es emocionante.


En su ensayo “Identidades asesinas”, el libanés Amin Maalouf escribe que, en el mundo de mañana, que es el de hoy, todo el mundo (con la excepción de los anglosajones, por razones obvias) tendrá que hablar tres idiomas, si quieren ser competitivos: el materno, el inglés –se refiere al “globish”-, y una tercera lengua que será la de adopción, la que, al elegirla voluntariamente, será la lengua de nuestros amores, nos acercará a una cultura concreta, a la parte del mundo donde se ha generado. El mensaje de Maalouf es claro: en un mundo globalizado, no podemos pretender tener una sola cultura, una sola identidad –de la que la lengua es una punta de lanza-.

Con los idiomas suele haber bastante pragmatismo: uno los aprende por necesidad, o por utilidad. Es normal, dado que aprender un idioma requiere un esfuerzo epopéyico. Yo solía pensar así: estudié inglés y francés en el instituto, así que cuando me planteé empezar con otro idioma, el siguiente, por amplitud geográfica, era el árabe, lógicamente. (El árabe tiene sus propios problemas, empezando por la variedad dialectal, pero de eso hablaremos en otro momento). Hasta que tuve una novia que hablaba neerlandés, y me enseñó a apreciar la belleza de aprender una lengua, cualquier lengua, porque sí.

Coincido con Maalouf en que un idioma es la llave a un mundo. La mayoría de la gente que estudia ruso, alemán, árabe, aprehenden también una cosmovisión, una literatura, una música. Pero una lengua sólo cobra sentido pleno cuando se usa. De lo contrario, ¿qué diferencia hay entre el ruso estudiado en una mesa y una lengua completamente muerta, como el arameo?*. En cambio, los idiomas aprendidos en la calle, con los taxistas, los vendedores, se nos meten hasta dentro.

Parte del placer que me produjo volver a Sofía se debió a un suceso curioso: cuando bajé del avión, no recordaba una sola palabra del (poco) búlgaro que aprendí en el tiempo pasado allí. Dos días después, lo había recuperado casi todo. Alguien dijo que quien adquiere un idioma adquiere un país, que se hace un hueco en tu corazoncito. Doy fe.

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* Un idioma, como hace tiempo que descubrieron los filósofos de la lengua, supone una forma de pensar. Puedo aportar decenas de ejemplos al respecto. Es bien conocido el caso de los esquimales, que no tienen una palabra para el color blanco, sino muchas. Los árabes distinguen con palabras el camello, la camella y las crías, así como los diferentes tipos de arena. En cambio, usan la misma palabra, “trab”, para “arena”, en genérico, y “polvo”, aunque en Europa sean dos cosas completamente diferentes. Cada sociedad produce el vocabulario que necesita.

En Occidente, concebimos el tiempo de una forma lineal, donde el pasado está detrás de nosotros y el futuro delante. Pero en árabe, la palabra “qoddam”, “delante”, y “qadim”, “antiguo”, tienen el mismo origen. Esto es así porque en el mundo árabe, el tiempo se imagina al revés: el pasado está delante, porque es lo que vemos. En tailandés no existe una palabra para el concepto “cultura” (en el sentido de “la cultura francesa”, por ejemplo), y un porcentaje altísimo de las conversaciones versan en torno a comida. Eso produce una sociedad indolente y no demasiado sofisticada intelectualmente, donde el contexto es importantísimo, hasta el punto de que en las grandes empresas el idioma de trabajo es el inglés, dado que los negocios requieren de una precisión imposible de conseguir con el tailandés. En japonés, los tiempos verbales no dependen del marco temporal, como en las lenguas indoeuropeas, sino de quién es la persona con la que estás hablando (un anciano, tu hermano pequeño, tu jefe…), y de ahí se deriva una profunda estratificación social en la que cada uno conoce muy bien cuál es su papel. Y podría seguir...

lunes, 25 de mayo de 2009

El imbécil y la disidente


Hablemos primero de ella: Aung San Suu Kyi, disidente birmana, premio Nobel de la Paz por su oposición pacífica a la dictadura militar de su país. Ha pasado bajo arresto domiciliario 13 de los últimos 19 años, en una casa junto al lago Inya, en Rangún, fuertemente vigilada por soldados, y que está prohibido fotografiar.


Un poco de historia: Birmania soporta la dictadura militar más larga del mundo, desde hace ya más de 60 años. La junta gobernante tuvo antaño cierta legitimidad, pero hace años que la perdió debido a su extrema corrupción y avaricia incontenida (durante la catástrofe del ciclón ‘Nargis’ el pasado año, llegaron a apropiarse de la ayuda humanitaria para revenderla en el mercado negro). Como sistema de gobierno, es uno de los más represivos del mundo. La policía, por ejemplo, tiene cuotas mínimas de arrestos anuales, por lo que si para fin de año no las ha cumplido, sale a la calle a detener al que pilla, según comentaba un cooperante amigo mío que ha trabajado sobre el terreno.


En 1988, el régimen estuvo a punto de caer: unos disturbios iniciados como una riña de bar se convirtieron pronto en masivas manifestaciones. Aung San Suu Kyi, tras unos años pasados en Oxford y la India, estaba de regreso en Birmania, y no dudó en colocarse a la cabeza de las manifestaciones, asegurándose de que se desarrollaran de forma pacífica. La junta, sin embargo, las reprimió brutalmente. Unas tres mil personas murieron*.



Esta represión fue tan dañina para la imagen de los militares, que se vieron obligados a dar marcha atrás, convocando elecciones. El partido de Aung San Suu Kyi, la Liga Nacional por la Democracia, ganó con mayoría absoluta, lo que la convertía en presidenta del país. La junta, que no esperaba semejante resultado, canceló las elecciones y sometió a Suu Kyi a un arresto domiciliario que, en dos grandes periodos, ha continuado hasta hoy.


Hablemos ahora de él: John Yettaw, norteamericano, 53 años, veterano de Vietnam, estudiante de doctorado. Sería un completo desconocido si no fuese porque el pasado 3 de mayo, eludiendo la vigilancia militar, cruzó a nado el lago Inya para entrevistarse con Aung San Suu Kyi. Lo había intentado en una primera ocasión, sin lograr hablar con ella. Al parecer, esta vez ella le pidió que se marchase, pero al ver el estado lamentable en el que él se encontraba, le permitió permanecer en la casa. Había venido, le dijo, porque había tenido una “visión” en la que ella era asesinada.


El hecho ha sido inmediatamente aprovechado por la junta para someterles a ambos a un proceso, acusándoles de violar el arresto domiciliario. Suu Kyi podría ser condenada con cinco años de cárcel. Según la familia de Yettaw, él es un admirador de Suu Kyi que quería entrevistarla, sin ser consciente de las posibles consecuencias. “Es una buena persona, amante de la paz”, dice su mujer, Betty. “Ha tenido muchos problemas”, incluyendo la muerte de un hijo adolescente. La oposición birmana está bastante cabreada con él. “Es la causa de todos estos problemas. Es un imbécil”, dice Kyi Win, uno de los abogados de Suu Kyi.


Yettaw grabó un video de dos horas en el que explicaba cómo había conseguido cruzar, con la ayuda de esas dos aletas caseras. El video se ha presentado en el juicio como prueba.


Tampoco han faltado las teorías de la conspiración: la junta acusa a Yettaw de ser agente de una potencia extranjera. Y en las calles de Rangún se comenta que es todo una provocación de los militares. ¿Cómo Yettaw había conseguido burlar a los vigilantes… dos veces? Además, el arresto domiciliario de Aung San Suu Kyi expiraba el próximo 27 de mayo, es decir, dentro de dos días. Muchos creen que la junta ha utilizado a Yettaw de algún modo para prolongar el castigo.


En todo caso, una fea, extraña historia. Como dice un conocido mío, “no hay nada más peligroso que un tonto con iniciativa”.


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*El resumen más equilibrado que he encontrado sobre la historia y situación de Birmania está en el libro, recién publicado, de Rafael Poch, “La actualidad de China”. Poch ha sido el corresponsal de “La Vanguardia” en China durante seis años, y ha viajado extensamente por la región. El libro incluye una parte, “Fronteras”, en la que habla de algunos países colindantes con el coloso chino: Mongolia, Corea del Norte, Vietnam y Birmania.


domingo, 24 de mayo de 2009

Procedimiento Operativo Standard

Estos días estamos asistiendo, no ya al cierre de Guantánamo y las cárceles secretas de la CIA por todo el mundo, cuyo destino parece sellado, sino a una posible base para perseguir judicialmente a los responsables de estos hechos. Obama no es partidario de “mirar al pasado”, pero otros en su gabinete sí. La puerta está abierta.

El otro día vi “Standard Operating Procedure”, un documental del veterano y siempre interesante Errol Morris que trata sobre las torturas en la prisión de Abu Ghraib, en Irak. La película no ha sido estrenada en España: yo la vi en una copia de DVD comprada en Tailandia por mi amigo Jesús Prieto, que es fan de Morris.

El documental, en apariencia, es bastante sencillo: está articulado en torno a las fotos del escándalo y a las entrevistas con sus protagonistas, es decir, aquellos soldados que humillaron y torturaron a prisioneros iraquíes y se fotografiaron con ellos. Partiendo de ahí, el resultado es bastante humano: uno entiende por qué hicieron lo que hicieron. Si tienes 19 años y acabas de unirte al ejército, quieres ser aceptado. Si hay un soldado de más edad que te dice que mearte en los iraquíes está bien, o incluso, como en el caso de una de las implicadas, estás enamorada de él, si todos lo hacen, si el ambiente, a pesar de lo atroz, es de fiesta, si estas furioso porque ayer los iraquíes –no éstos, pero qué más da- mataron a un compañero tuyo, entonces, ¿qué hay de malo en divertirse un poco con los prisioneros? Hay que ser mentalmente muy fuerte para distinguir claramente el bien del mal en una situación de guerra. El documental nos muestra algunos comportamientos ambiguos, pero comprensibles, como el de la soldado Sabrina Hartman, que aparece en las fotos sonriente y levantando el pulgar junto al cadáver de un prisionero iraquí, mientras a su pareja le escribía cartas describiendo lo mal que se sentía por todo aquello.


El periodista norteamericano Seymour Hersh fue quien destapó el asunto de Abu Ghraib. Aunque, en realidad, fue otro soldado, el policía militar Joseph M. Darby, quien se jugó el tipo para sacar todo a la luz. El cabo Graner (el principal orquestador de los abusos, que hoy se encuentra cumpliendo una condena de 15 años en una prisión militar) hizo un CD con las fotos que varios de ellos habían tomado, y los distribuyó a todos los miembros del 320º Batallón de la Policía Militar –como dice uno de los investigadores militares en el docmumental de Morris, “hay que ser realmente gilipollas para hacer eso”-. Darby, indignado, se aseguró de que el CD llegase a un sitio donde fuese investigado (otros soldados habían intentado comunicárselo a sus superiores, pero se les había disuadido de ir más allá). El acto de Darby es realmente heroico: el riesgo para él era muy, muy alto.

El asunto fue enfocado por la prensa estadounidense como un tema de abusos, una mera disfunción en un sistema que por lo demás funcionaba perfectamente. Pero, como el documental apunta, había algo más: “Puedes volarle la cabeza a un tío, y no pasa nada. Pero si hay una foto, estás acabado. Las fotos no muestran torturas, sino humillaciones. Eso era para ablandarlos. Las torturas ocurrían durante los interrogatorios. Los mataban. Pero de eso no hay imágenes”, explica el cabo Javal Davies ante la cámara. “Si no llega a haber fotos, no habría habido escándalo. Se hubiera olvidado enseguida”.

En su libro “Obediencia Debida”, Seymour Hersh* demuestra que en realidad Abu Ghraib no era sino un elemento más de la conspiración llevada a cabo por la Administración Bush, especialmente por Donald Rumsfeld, para saltarse la legalidad internacional y obtener información relevante en la ‘guerra contra el terrorismo’. Según Hersh, los abusos de la 320ª en Abu Ghraib estaban destinados a “ablandar” a los prisioneros antes de que éstos fuesen interrogados por la CIA y la Policía Militar. Dice un capitán militar: “Si le pide a un chaval de 18 años que mantenga despierto a alguien y no sabe cómo hacerlo, seguro que se le ocurren malas ideas”. Gary Myers, el abogado del brigada Frederick, uno de los imputados, declaraba: “¿Usted cree que unos chicos de la Virginia rural decidieron hacer esto por su cuenta? ¿Que la mejor manera de hacer hablar a los árabes era tenerlos por ahí desnudos?”.

Por supuesto que no: según Hersh, estos métodos se basan en las conclusiones de un libro del antropólogo israelí Raphael Patai, “La mente árabe”, que se había convertido en el libro de cabecera de los neocon empeñados en rediseñar el mapa de Oriente Próximo, y donde se afirma que el punto débil de los árabes es la humillación, y que el sexo, especialmente la homosexualidad, es un gran tabú revestido de vergüenza. De ahí las fotos de Abu Ghraib: se esperaba chantajear a los prisioneros con la idea de reenviarlos a sus casas y usarlos como informadores. Abu Ghraib no era sino un eslabón más en la cadena que va de Guantánamo a los vuelos secretos de la CIA.

Lo peor es que muchas de estas prácticas, incluyendo aquella que se ha convertido en el símbolo de la infamia, ni siquiera son ilegales. En el documental de Morris, uno de los investigadores militares dice: “Si alguien sale herido, es un acto criminal. Humillar sexualmente a alguien es un acto criminal. Obligar a alguien a abusar sexualmente de sí mismo es un acto criminal. Observar cómo alguien se da cabezazos contra la pared y tomar fotografías es negligencia en el cumplimiento del deber, así que es un acto criminal. Mantener a alguien despierto pretendiendo que si se mueve se electrocutará, es un Procedimiento Operativo Standard”.


Los cables no están realmente conectados a la electricidad, así que, según la ley norteamericana, no es un crimen, sino un Procedimiento Operativo Standard de interrogatorio.
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Es más: la información obtenida con estos métodos es completamente inútil. Ese mismo experto comenta que, tras cualquier interrogatorio, el procedimiento de rutina es valorar si esa información es fiable. “Con los interrogatorios en Abu Ghraib, era imposible determinarlo”, afirma. Como para darle la razón, un ejemplo extremo: esta semana se suicidaba en una cárcel libia el terrorista Alí Mohamed Abdelaziz Al Fajir. Había sido capturado en Afganistán y enviado a una de las prisiones secretas de la CIA en El Cairo, donde se le interrogó de forma poco ortodoxa. Para evitar el suplicio, Al Fajir se inventó un vínculo entre Al Qaeda y Saddam Hussein que sirvió para justificar la invasión de Irak. El resto es historia.

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*Seymour Hersh en un tipo al que merece la pena escuchar. Inició su carrera como periodista de investigación en 1969, cuando desveló la matanza de My Lai en Vietnam, y desde entonces no ha parado, sacando a la luz desde los negocios secretos de Henry Kissinger hasta la implicación estadounidense en el bombardeo israelí del Líbano en 2006 (su artículo “Ensayo general para Irán” fue publicado ese verano por entregas en “El País”). Hersh no es un pacifista ni un izquierdista, pero tiene muy claros cuáles son los límites morales que su país, su querido ejército, pueden permitirse. Su libro “Obediencia Debida” es una mina de información sobre todo lo que ‘fue mal’ durante los años de la Administración Bush, desde la negativa a asumir la amenaza terrorista antes del 11-S hasta el falseamiento de las pruebas de la existencia de las armas de destrucción masiva en Irak, pasando por la pista falsa del uranio en Níger, las masacres en Afganistán, los intereses económicos de Cheney, Rumsfeld y Perle durante la guerra…
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sábado, 23 de mayo de 2009

Un viejo búlgaro


Un video simpático y dramático al tiempo: un anciano búlgaro en un control de alcoholemia. Veanlo ustedes mismos.



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Regreso a Bulgaria


Mi viaje de vuelta sigue la ruta Sofía-Estambul-Bangkok, porque es el itinerario más barato, y porque me apetece visitar a antiguos amigos.
Aterrizo en Sofía, donde ha estallado la primavera. En los tres días que paso allí, me invade un sentimiento de melancolía. Los seis meses que viví en Bulgaria fui bastante feliz, y me siento incapaz de explicar por qué. No es objetivo, pero me fascinaban los rótulos en cirílico, la omnipresencia de los parques, la mezcla de antiguas fachadas decadentes estilo centroeuropeo y abarrotados mastodontes soviéticos de asfalto, de templos ortodoxos, suelo de adoquín y grafittis, de cubos de basura destartalados y centros comerciales ultramodernos. Es curioso que Sofía sea la ciudad del Este más parecida a Moscú, a pesar de no existir ninguna continuidad territorial. En medio están Rumanía y Hungría, pero son otra cosa, con una fuerte personalidad propia (quizá Ucrania sea la excepción a esto, pero Ucrania fue parte de la URSS. Bulgaria es Rusia tamizada por los Balcanes).

Tal vez sea también que la vida en Sofía era fácil e interesante, me encantaba la comida, y podía vivir sin preocuparme por el dinero. Cuando yo vivía aquí, los precios estaban a la mitad que en España. Ahora están a un tercio, sobre todo debido a la inflación en nuestro país. Sofía está literalmente colmada de restaurantes elegantes y cafés con personalidad, y aquí uno –un extranjero con sueldo extranjero, se entiende- puede pagarlos. Cosas como la ópera o el ballet son más baratos que el cine.

Los recuerdos explotan en mi cabeza: las noches pasadas en un bar sólo iluminado con velas (“esto era una antigua imprenta antisistema. Lo que no sé es contra qué sistema”, solía decir una amiga mía, becada allí); las visitas a la frontera griega, al Mar Negro, a la minúscula localidad de cuento llamada Koprivstitsha, cuna del Renacimiento Búlgaro; el encuentro con el Este, con la herencia del “socialismo real”, denostado por muchos y añorado por otros tantos, aquellos a quienes tren del liberalismo económico ha dejado en el arroyo; la sensación, al contemplar viejas fotos de guerrilleros macedonios de la Primera Guerra Mundial, de verme superado por la Historia, por el nacionalismo, por el sentimiento anti-turco, tan presentes en los Balcanes. El tigre vivo que tenían en un mall del centro de la ciudad ya no está; nadie sabe qué ha sido de él.

Yo estaba aquí cuando el país entró en la Unión Europea. Y me contagié del entusiasmo local, de la idea de que la UE iba a resolverlo todo. El gran problema de Bulgaria es la corrupción. Y su maldición, que ésta es endémica. La Unión Europea envió fondos y más fondos, monitorizados por expertos de terceros países. No pudieron evitar que el dinero acabase en los bolsillos de unos pocos. Ahora, congelados los fondos, ya no hay nuevos envíos. La gente de la calle ha dejado de creer en la UE. En los políticos, hace mucho que dejó de hacerlo.

No es para menos: ha habido más de 200 asesinatos mafiosos en los últimos diez años, y ni un solo arresto. En Sofía, la policía tiene un coche patrulla que es un Ferrari incautado a un grupo del crimen organizado. Todo el mundo evade impuestos, porque sabe que éstos no se traducen en servicios, sino en el enriquecimiento de unos pocos. Boiko Borísov, el actual alcalde de Sofía, va con toda probabilidad a ganar las próximas elecciones generales, porque es la bisagra entre el gobierno y la mafia. Existe además un amplio sentimiento de que el que no se ha enriquecido después de la caída del comunismo es porque no ha sido lo suficientemente listo, y se merece su suerte. Y esto lo pagan quienes ya no son productivos y no tienen posibilidad de reinventarse, sobre todo los viejos. Allá donde uno mire, ve a un anciano rebuscando en un cubo de basura.

El pasado marzo, el gobierno búlgaro presentó un insólito plan para delegar amplios márgenes de soberanía nacional en manos de la UE, alegando que “Bulgaria sola no puede hacer frente a todos sus problemas”. El plan fue rechazado por Durao Barroso, porque era una oferta envenenada: sería muy fácil echarle la culpa a la UE de todos los fracasos. Porque todo el mundo asume hoy que las cosas, en Bulgaria, no van a mejorar. Aunque eso no impide que muchos, entre los que me cuento, sigamos amándola.

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viernes, 22 de mayo de 2009

Extraño colofón a un mes de locos


Ha sido un mes de lo más raro: lo he pasado en España, con un montón de puertas abriéndose y cerrándose con la misma celeridad. La misma empresa editorial que me envió a India me propone ir a Canadá a hacer otro video de viajes, y luego se lo asigna al hijo del sobrino de no sé quién. Surge la posibilidad de que me instale en Estambul. Cuando se lo digo a mi abuela, me pregunta:

- “¿Eso está más cerca que Tailandia?”.

- “Sí, abuela”, le digo.

- “Entonces, bien”.


Me paso el mes en un sí-pero no-pero sí-pero no. Cuando me preparo para volver a Bangkok, la atmósfera en mi casa es de pesimismo sobre mi futuro. Al final tengo que decir: “Hey, ¿qué pasa? Después de todo, estoy como hace un mes, ni mejor ni peor…”.


Salgo para Madrid, desde donde sale mi vuelo. Mi abuela llora, mi madre llora, mi tía llora. Sospecho que, en mi padre, la procesión va por dentro. ¿Cómo hacerles ver lo que siento?


¡Familia! Estos días hemos hablado sobre mi situación laboral, y hemos llegado a la conclusión de que el futuro es bastante incierto. Pero en ese análisis hemos olvidado un factor muy importante: que, viviendo de este modo, soy absolutamente feliz.


Madre, padre, tía (a mi abuela es imposible convencerla de que vivo en el extranjero porque quiero), escuchad. En estos últimos cuatro años he vivido en tres países, y visitado muchos más. He paseado por las ruinas de Petra, Ayuthaya, Palmira, Baalbek, Luxor, Angkor, los castillos cruzados de Siria y Líbano. He visto el Sinaí, el Mar Negro, el Egeo y el Mar de China, el Golfo de Bengala, el Himalaya. He visitado la tumba de Saladino y las de los soldados británicos en el río Kwai. He conocido a gángsteres búlgaros e indios, a refugiados sudaneses, iraquíes, saharauis, tibetanos y birmanos, a campesinos de Laos, Camboya y Malasia, a activistas pro-democracia egipcios, tailandeses y nepalíes, a torturados y torturadores, a supervivientes de un genocidio, a enfermos de sida y drogadictos en los peores agujeros de Egipto e India, a un corrupto empresario libanés que se jactaba de explotar a sus empleados africanos hasta que éstos morían bajo el sol, y a un misionero que compraba a niños pobres en el norte de Tailandia para evitar que éstos se convirtieran en esclavos sexuales. He visto desangrarse a un hombre tiroteado por la mafia en las calles de Sofía, y a un mendigo morirse entre espasmos en Bangladesh. He montado en elefante, en burro, en canoa, en avioneta, he acariciado un tigre y una serpiente. He aprendido. Y sí, soy pobre como las ratas. Pero me importa un bledo.



Extraño colofón: el taxista que me lleva a la estación de autobuses despotrica contra todo y contra todos. Que si el gobierno le va a subir los impuestos y ahora tendrá que trabajar aún más para ganar lo mismo. Que él ya trabaja dieciséis horas al día, y que miré usté. Que si tiene cincuenta millones en el banco, pero que cualquiera los toca con los tiempos que corren. Que él le dice a su mujer que de tener hijos nada, que lo único que está esperando es a jubilarse y vivir tranquilo con sus ahorros. ¿Cuántos años tiene?, le pregunto. Treinta y siete, me dice. El tipo es obviamente un enajenado, pero, después de haberme empapado del vitalismo de Terzani, cuyo libro tengo en mis manos ya para entonces, no puedo evitar pensar que, tomando ese avión, estoy tomando la decisión correcta. La única opción posible.


miércoles, 20 de mayo de 2009

Tiziano Terzani


Oí hablar de Tiziano Terzani antes de leerle, y de inmediato me fascinó el personaje: mi amigo Ángel Villarino, el corresponal de “La Razón” en Asia, me habló de un periodista muy conocido en Italia, empapado del continente asiático durante varias décadas, quien, cuando le comunican que tiene un cáncer incurable, se va a las montañas del Himalaya a aceptar que va a morirse. Qué imagen más poderosa: el hombre experimentado, el anciano prematuro con la mirada de los mil metros, alguien que lo ha vivido todo, recortado contra las cumbres nevadas del norte de India, aprendiendo a morir.

Antes de eso, Terzani tuvo una de las vidas más fascinantes que uno pueda concebir: tras una juventud no demasiado infrecuente en la Italia de los 60 –estudios en la universidad, cierta militancia izquierdista, trabajo en la Olivetti-, Terzani decidió que quería ser periodista, y se recorrió las redacciones de media Europa ofreciendo sus servicios como corresponsal. Aunque hablaba un alemán macarrónico, el semanario alemán "Der Spiegel" le ofreció una colaboración regular desde Asia. Terzani estaba obsesionado con la China de Mao, pero por aquel entonces era un mundo completamente cerrado, como lo era en cierto modo Taiwán, así que el periodista novato se instaló en la “tercera China”: Singapur. Desde allí cubrió los conflictos de Vietnam y Camboya: estuvo en el primer grupo de periodistas en visitar a los guerrilleros vietcong en su propio territorio, casi fue fusilado por los Jemeres Rojos, asistió a la caída de Saigón.


Tras unos años en Hong Kong, fue corresponsal en China durante casi una década. A sus hijos, como él mismo reconoce en uno de sus libros, les “impuso su amor por China”, matriculándoles en escuelas públicas chinas –“aprendimos a marchar, a saludar a la bandera y a arrojar bombas de mano”, bromea su hijo Folco, quien se jacta hoy día de poder hablar chino sin acento-. Terzani llegó a China con una visión bastante positiva del maoísmo, pero sus artículos se fueron haciendo progresivamente críticos. Por ello, pasados unos años, fue arrestado, enviado a un campo de reeducación, y expulsado del país para siempre. Lo cuenta en su libro “La puerta prohibida”.

Tras China, Terzani vivió en Japón y Tailandia. Y fue en Bangkok donde le ocurrió uno de los episodios más memorables de su vida: en 1992, recordó que veinte años antes, un adivino le había prevenido respecto a ese año: durante esos doce meses, le había dicho, no debía tomar ningún transporte aéreo, o de lo contrario el riesgo de muerte era muy alto. Cuando Terzani le contó esto a su jefe, que estaba de paso por Bangkok, éste, que debía ser bastante supersticioso, le autorizó a continuar con su trabajo normal aun sin tomar aviones. Imaginad: un año viajando por Asia en medios de transporte tradicionales, en tren, barco, burro y canoa. “A los 55 años, uno no tiene demasiadas oportunidades de introducir poesía en su vida, así que cuando sale una, hay que cogerla al vuelo”, dijo Terzani. De esa experiencia surgiría su libro más famoso, “Un adivino me dijo”.


De Bangkok saltó a India, y fue allí donde se le descubrió el cáncer. Visitó a los mejores especialistas en EE.UU. y a todo tipo de curanderos en Oriente, pero ninguno pudo sanarle. Entonces, solo, se dirigió al Himalaya. Tras un año y medio en aquellas cumbres, en contacto con un gurú, aceptó la muerte como un hecho natural, y regresó a Italia, a pasar sus últimos días con los suyos, en una casita que la familia tenía en la aldea de Orsigna. Un día le propuso a su hijo tener una conversación cada día, y grabarla, en la que Terzani explicaría a su vástago cómo había sido su vida, y lo que había aprendido en ella. El resultado se publicó con el título de “El fin es mi principio”.

En las primeras páginas de este libro, Terzani explica que, si le diesen una pastilla que le permitiese vivir diez años más, no la tomaría. “¿Para qué? Yo ya lo he vivido todo. Lo único que podría hacer es repetirme”. La única experiencia nueva que le quedaba, asegura, era la muerte. Y ésta había dejado de ser temible. Terzani murió en julio de 2004. La gran enseñanza que les dejaba a sus hijos, y a todo aquel que lea sus libros, es que uno ha de seguir su propio camino, no el que otros le marcan, aunque parezca difícil o arriesgado.


(En cierto modo, es mi amigo Ángel quien debería haber escrito este post… Pero como los lectores de mi blog son diferentes de los que le leen a él, me he tomado esta licencia. “El fin es mi principio” acaba de ser publicado en castellano, y es una lectura de lo más recomendable. Además, en nuestro país pueden encontrarse “Un adivino me dijo” y “Cartas contra la guerra”, un libro de protesta por la invasión de Irak. Los demás, “Piel de leopardo” y “Giai Phong!”–sobre la guerra de Vietnam-, “La puerta prohibida”, “En Asia” –recopilación de sus reportajes más destacados-, “Buenas Noches, Señor Lenin” –sobre la descomposición de la Unión Soviética- y “Otra vuelta de ruleta” –su autobiografía-, sólo están en italiano, inglés y alemán. Desafortunadamente).

martes, 12 de mayo de 2009

Tibetanos


Tejedoras tibetanas en el campo de refugiados de Tashiling, Pokhara (Nepal)

Pokhara, Nepal, febrero de 2009

Visito lo que mi guía de viaje describe como el poblado tibetano de Tashiling, pero que al llegar allí resulta ser un campo de refugiados. Una serie de míseras chozas de asfalto distribuidas a modo de calles, agrupadas en torno a un edificio central en el que los turistas pueden comprar las alfombras tibetanas hechas por las mujeres. La mayoría de los hombres no tienen trabajo.


Desde que la CIA orquestó la huida del Dalai Lama en 1959, muchos refugiados han escapado del Tíbet. La gran mayoría –una media de 2.500 anuales- lo hacen a través de Nepal, desde donde son enviados a Dharamsala, en India (donde está el gobierno en el exilio del Dalai Lama). Allí se les provee de documentación legal, y, si son niños, de educación. Después, se les ofrece –o eso dicen- la posibilidad de instalarse en un tercer país, “conforme a sus deseos”.

Thupten Chopel, el director del campo de refugiados, tiene una historia típica: “Nací en Dharamsala, hijo de refugiados tibetanos, y me críe en diversos puntos del sur de India. Trabajé en Dharamsala durante catorce años, hasta que fui enviado aquí para hacerme cargo del centro”. En su despacho, como en prácticamente cada hogar, tienda o centro tibetano que visito, cuelga un enorme retrato del Dalai Lama. “Él es mi jefe”, dice Chopel.

“Nepal ha garantizado el derecho de los refugiados tibetanos a permanecer legalmente en el país”, me dice Nini Gurung, portavoz del ACNUR en el país, en una entrevista por e-mail. Correcto, pero la terminología es tramposa: legalmente, ‘refugiados tibetanos’ son sólo aquellos que llegaron antes de 1990. A los demás, como la misma Gurung admite, se les denomina ‘tibetanos de reciente llegada’, y permanecen en un limbo legal hasta que se les envía a Dharamsala.

“Aunque el acceso formal al empleo [en Nepal] es muy limitado, algunos han alcanzado un alto nivel de integración de facto, llevando a cabo actividades tradicionales, como elaboración de alfombras. Sin embargo, mientras una minoría muy visible disfruta de éxito económico, muchos, especialmente en los asentamientos rurales, lucha por sobrevivir”, comenta Gurung. Nepal es uno de los países más pobres del mundo, y buscarse la vida con papeles ya es difícil; sin papeles, es un auténtico infierno.

“Pero aunque nos concediesen la ciudadanía nepalí, no la aceptaríamos”, asegura Chopel. “Tiene que entenderlo: nuestra cultura está siendo destruida en el propio Tíbet, y tenemos que preservarla. Si nos integramos en Nepal, nos casamos con nepalíes, nuestros hijos aprenden nepalí, ¿qué? En el plazo de unos años nuestra identidad se diluiría”, afirma. “Por eso permanecemos juntos en el mismo lugar, para evitar la dispersión”.

En Katmandú, voy al centro de nuevas llegadas. No se me permite hablar con ningún refugiado. Es lógico: quedan parientes en el Tíbet que podrían estar expuestos a represalias. Me comentan que hace sólo dos días llegó un hombre; tenía los pies congelados. “Está claro que el viaje es largo y peligroso; los riesgos incluyen la congelación y la falta de comida y agua durante el viaje”, dice Gurung. Y también, claro, las patrullas chinas de frontera.

Normalmente, sin embargo, entre dos y tres mil personas se arriesgan a hacer el viaje cada año. La temporada alta es el invierno, cuando el nivel de vigilancia es más bajo. Pero este año, el número de refugiados es mucho menor: apenas 688 en el momento de mi visita al centro de llegadas. Tras la revuelta del año pasado, las autoridades chinas han incrementado el número de controles. Escapar es cada vez más difícil.

Lo que la portavoz del ACNUR no dice es que, según Human Rights Watch, China utiliza a Nepal para hacerle el trabajo sucio. A diferencia de lo que pasó en el propio Tíbet, las manifestaciones pro-independencia tibetana en Nepal se realizan de forma pacífica. A diferencia de China, Nepal es formalmente una democracia –una de baja intensidad, empero-. Pero cito las palabras del Ministro del Interior: “Les hemos dado a los tibetanos el estatus de refugiados y les permitimos llevar a cabo eventos culturales. Sin embargo, no tienen derecho a actividades políticas… No permitiremos actividades anti-chinas en Nepal”. El resultado se traduce en arrestos masivos cada vez que hay una protesta, y, no hay que decirlo, bastantes palos y algún que otro brazo roto.

Después caigo en la cuenta de que este año se cumple el 50 aniversario de la huida del Dalai Lama. Las protestas, al mes siguiente, serán mayores que otros años. El número de arrestados en Nepal, también.

viernes, 8 de mayo de 2009

Kahloucha y el cine


Ayer, en el DocumentaMadrid, vi una pequeña joyita documental: “El tarzán de Kahloucha”, del tunecino Nejib Belkadhi. Cuenta la historia de Moncef Kahloucha, un pintor de brocha gorda de la localidad costera de Susa que, en sus ratos libres, se dedica a hacer películas amateurs con los vecinos de este pueblo de Túnez. Le seguimos mientras lleva a cabo su último proyecto, “Tarzán de los árabes”. Como un Ed Wood norteafricano, trabaja con lo que tiene a mano: los macarras del barrio, unos dientes de vampiro, su destartalado coche. Recluta a los actores entre sus vecinos, y todo el mundo quiere salir en sus películas. El cameraman es el tipo que hace los videos de boda en la vecindad, con la misma cámara VHS con la que trabaja todos los días. Kahloucha ha hecho películas de terror, de acción, westerns. Es una auténtica celebridad en la ciudad.


Moncef Kahloucha, pasándoselo pipa en un rodaje

No es para menos. Kahloucha no tiene vergüenza, ni reparos a la hora de abordar una secuencia de acción. En el documental le vemos disfrazado con un taparrabos, peleando con un lobo de madera, en la vía del tren… justo cuando pasa. Los pasajeros, claro, flipan. Y no penséis que dejan de rodar, no; Kahloucha simplemente se aparta para que pase el tren, y continúan con la escena. En otro momento, vemos a Kahloucha saltar de un taxi a una camioneta de reparto, en la que están huyendo los malos. Sin dobles. Para haberse matado.


El documental de Belkadhi refleja, si bien tangencialmente, los problemas del tunecino medio: el desempleo, la violencia social, la emigración. Kahloucha es un soplo de alegría en ese panorama: vemos cómo un grupo de inmigrantes ilegales en Palermo ven su última película en un video casero y les hace sentir más cerca de casa. Se nos muestran también otros aspectos más hirientes: cómo a una de sus actrices aficionadas el marido le prohíbe participar en la película, o cómo a las mujeres no se les permite acceder al café donde se va a estrenar “Tarzán de los árabes”, porque “el café es un lugar de hombres”.

Pero lo verdaderamente bonito es que Kahloucha recoge el espíritu de los cineastas pioneros de barraca. Tras terminar una película, Kahloucha la proyecta en un bar, cobrando una pequeña entrada. Cada estreno es un acontecimiento: el café se abarrota, nadie quiere perdérselo. Las carcajadas son constantes, la gente se divierte de lo lindo de ver a Kahloucha en paños menores. Pero en las caras de algunos niños vemos la fascinación por la película, por la narración audiovisual. Si el cine es magia, está en ese bar.

Y si alguien no puede asistir a la proyección, podrá alquilar la película en casette por el módico precio de un dinar y medio (unos ochenta céntimos de euro). Con lo que se recauda, se financia la siguiente película. Pero también Kahloucha se enfrenta al problema de la piratería: algunos vecinos se quedan la película más tiempo del permitido, y la copian, para venderla después por su cuenta. "Yo invierto mucha energía en estas películas. No me parece justo", dice Kahloucha, con expresión desolada.



Hace años, Francis Ford Coppola afirmó que el video iba a suponer la democratización del cine. Aquí está Kahloucha para darle la razón. Olé por él.


miércoles, 6 de mayo de 2009

Petroleras


Un caso parecido al de la Shell que comentaba anoche, pero sobre la Exxon, en Aceh (Indonesia), documentado por David Jiménez, el corresponsal de "El Mundo", hace unos años.

http://www.elmundo.es/cronica/2002/362/1032772017.html



martes, 5 de mayo de 2009

Juicio a la Shell


Ken Saro-Wiwa

Una noticia que pasa desapercibida, apenas un minuto en el Telediario de madrugada de La 2: la petrolera Shell se sienta en el banquillo de los acusados en la Corte de Nueva York, para dilucidar su complicidad en el asesinato del escritor y activista medioambiental nigeriano Ken Saro-Wiwa en 1995. Ni una palabra en la BBC, el New York Times, ni siquiera en Al Jazeera o Jeune Afrique. Una honrosa excepción en un breve artículo del Guardian.

Ken Saro-Wiwa era un miembro de la etnia ogoni que durante años llevó a cabo una lucha pacífica para denunciar la degradación ambiental que venía sufriendo su región por la acción de diversas multinacionales, especialmente la Shell. Saro-Wiwa empezó a convertirse en un personaje incómodo. Como líder del Movimiento para la Supervivencia del Pueblo Ogoni, en 1993 logró incluso paralizar la actividad de la Shell en territorio Ogoni. Su nombre sonaba como candidato al Premio Nobel de la Paz, lo que sin duda hubiera dado una molesta publicidad a su lucha. No se le dio tiempo: en 1995, la dictadura de Sani Abacha le detuvo junto con otros cuatro activistas; declarados presos de conciencia por Amnistía Internacional, se les acusó de un asesinato que sin duda no habían cometido, y se les ahorcó.


Está por probarse la participación de la Shell en dicha conjura. No lo está, en cambio, su colaboración con la dictadura (por ejemplo, al facilitarle armamento pesado entre 1993 y 1995, admitido por la compañía con el pretexto de la ‘necesidad de proteger los pozos petrolíferos’), ni su emisión de 60 millones de toneladas de dioxinas a la atmósfera de Nigeria cada año, superior al conjunto de todas las demás actividades contaminantes en TODA el África Subsahariana. El presente proceso judicial ha sido posible gracias a la ‘Alien Tort Claims Act’ (‘Ley de reclamación por delitos en el exterior’), que obliga a empresas con importante capital norteamericano a ajustarse a la legislación de EE.UU., pero bastante poco utilizada en el pasado. Pero gracias a ella este mes, además del caso Saro-Wiwa, un grupo de víctimas del apartheid se han querellado contra IBM y General Motors por la connivencia de estas empresas con el cruel régimen sudafricano. La jueza neoyorquina Shira Scheindlin ha admitido a trámite las acusaciones de “asistencia e incitación a actos de tortura, ejecuciones arbitrarias y apartheid”.


Esta noticia es, por tanto, más importante –y pionera- de lo que parece. Tal vez el silencio en torno a ella no sea tan casual.


Más información en: www.remembersarowiwa.com, en
www.shellguilty.com, o tecleando el nombre de Ken Saro-Wiwa en Google News.


Chim Math


[Última entrega, por ahora, sobre Camboya. Las fotos son del periodista italiano Alessandro Ursic]

Ya he hablado de Tuol Sleng en una entrada anterior. En esta prisión y centro de interrogatorios fueron encerradas más de 17.000 personas entre 1975 y 1979. Sólo una docena escasa logró sobrevivir.


Viajamos a la aldea de Tnot Chum Pranh, a 7 kilómetros de Phnom Penh, para encontrar a Chim Math. Esta señora de cincuenta y pocos años me interesa porque no sólo es una de esos doce supervivientes, sino que antes de eso había sido una combatiente del Jemer Rojo. Nos recibe en la sede de una ONG cristiana, para la que ahora trabaja como secretaria. Al lado hay una escuela primaria: ella es la cocinera. Es la segunda vez que entrevisto a Chim Math, la primera vez para un artículo escrito, esta vez para televisión, para un pretendido documental que no sé si llegaré a hacer. En todo caso, ella me recuerda, así que no hacen falta demasiadas presentaciones.

En su delirante intento por hacer tabula rasa con la sociedad anterior, Pol Pot se apoyó en los únicos que él pensaba estaban lo suficientemente ‘incontaminados por la sociedad burguesa’: los niños y adolescentes camboyanos, a los que se indoctrinó brutalmente, convirtiéndoles en soldados fanatizados dispuestos a ejecutar cualquier orden dada por el Angkar. Incluyendo la delación, a veces la ejecución, de sus propios progenitores. A pesar de sus evasivas, me consta que Chim Math fue uno de estos soldados adolescentes. Tenía diecisiete años cuando se unió a los Jemeres Rojos*, a principios de los años 70. “El Angkar (el núcleo dirigente del Jemer Rojo) reunió a todas las chicas de 16 a 18 años de mi provincia, en Kampong Thom. Nos obligaron a caminar hasta Komphong Cham, por las noches, para evitar que los aviones americanos pudieran vernos”, explica.


[*Extraño: la primera vez, admitió haberse unido a los Jemeres Rojos más o menos voluntariamente. En esta ocasión, en cambio, prefiere afirmar que fue “obligada”].

Recibió entrenamiento como guerrillera, pero tras la victoria sobre el ejército de Lon Nol, los Jemeres Rojos la pusieron, como a todos los camboyanos, a trabajar en los campos de arroz. “El primer año nos permitían comer arroz, pero a partir del segundo, sólo sopa mezclada con algunas hierbas”, nos dice, expresando el malestar que empezaba a sentir ante la política del Angkar. “Yo veía cómo cada día alguien desaparecía. Un día unos, al día siguiente otro… Así que le pregunté al responsable del campo: ‘¿Por qué hay gente, hermanos, hermanas, que desaparecen?’ Y él respondió: ‘No hay motivo para que tengas que saberlo’. Pero yo insistí: ‘¿Por qué la gente no recibe suficiente comida, a pesar de trabajar muy duro?’ Y él dijo: ‘No tienes que saberlo todo’”.

Entonces llegó el arresto: “El 17 de noviembre de 1977, me detuvieron y me llevaron a Tuol Sleng. No me dijeron por qué, pero habían encontrado una foto en la que salía yo con mi padre”. Éste, desafortunadamente, había sido un soldado del ejército de Lon Nol, lo que la convertía en altamente sospechosa.

Vamos a la antigua prisión con Chim Math. Recorremos el pasillo donde se exhiben las fotos de miles de prisioneros ejecutados allí, y, en lo que no deja de ser un momento escalofriante, nos señala su propia fotografía. “Yo”, dice simplemente, apuntando con el dedo a una atractiva jovencita que mira a la cámara asustada. “Cuando llegué, había otras dos chicas que yo conocía del campo y que habían desaparecido. Las dos murieron aquí”. Señala las fotos de ambas en los paneles. Una turista entra en el pasillo: cuando se da cuenta de que esa mujer es la chica del retrato, se queda sin palabras. No es para menos.

Chim Math fue torturada e interrogada durante 15 días con sus noches. “Fue terrible. Podía escuchar a los otros prisioneros gritando bajo tortura. A los que se llevaban de las celdas, no volvían. Pensaba: tal vez mañana vendrán por mí”.

Y un día llegaron. “Me empujaron, me pegaron. Pensé que me estaban llevando a una fosa común para matarme. Pero entonces me quitaron la venda, y otro grupo del ejército vino para llevarme a una segunda prisión”.


¿Por qué ocurrió esto? Nadie sobrevivía a Tuol Sleng. Aquellos que lo hicieron fue porque la llegada de los vietnamitas ocurrió antes de que los Jemeres Rojos hubieran podido ejecutarles. El caso de Chim Math es absolutamente anómalo. ¿Alguien decidió salvarla? “Fue Buda”, responde, aunque ella es cristiana desde hace unos años. No conseguimos una explicación convincente.


En 1979, tras la invasión vietnamita, los Jemeres Rojos tomaron como rehenes a todos los camboyanos que pudieron, entre ellos los presos de la prisión donde estaba Chim Math, y los llevaron a la provincia de Kompong Thom. Pero los vietnamitas llegaron allá, y los liberaron. Con ellos venían los soldados del nuevo gobierno camboyano, entre los que estaba el futuro marido de Chim Math. Ella misma se unió al nuevo ejército, se enamoró, tuvo críos. Intentó dejar atrás el horror vivido.
“Hasta 2007 no me atreví a ir a Tuol Sleng. Entonces, un periodista japonés me lo pidió, y accedí. Aquella vez, me desmayé. El periodista no se atrevía a preguntarme nada, porque pensaba que me iba a morir de un síncope”. En estos dos años, la antigua prisionera ha repetido la experiencia decenas de veces, con reporteros de todo el mundo. “Seré una testigo en el juicio de Duch, porque estuve en Tuol Sleng, y sobreviví”, sentencia.

Como casi todos los camboyanos, se considera una víctima de los Jemeres Rojos antes que responsable por lo que aconteció aquellos años. “Estoy muy feliz con los juicios, y espero que ayudarán a traer justicia, tanto a los muertos como a los vivos”, afirma. Pero añade una nota inquietante: “Quiero saber qué pasó, y quién estaba detrás de los Jemeres Rojos. Los peces realmente gordos”. También, como muchos en Camboya, se niega a creer que Pol Pot y sus secuaces fueran capaces de hacer todo aquello solos. Porque, ya se sabe, los camboyanos no matan a otros camboyanos.

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PD: Aquí, el video final que hice para VJM: