domingo, 12 de julio de 2009

Istanbul


Estambul carece de la decadencia fascinante de El Cairo y de la rareza exótica de Bangkok. En todo lo demás, gana por goleada. Sólo llevo una semana aquí, pero parece media vida. Anteayer comí bajo una parra en un restaurante de la calle Istiklal, en el centro de la ciudad, mecido por la brisa que sube del estrecho. Ayer estuve en un barco, el Balkan Vapuru, que recorría el Bósforo por la noche mientras una banda tocaba música balcánica. He encontrado una casa preciosa para mí, en un antiguo barrio greco-armenio de bellas fachadas decimonónicas que se caen a pedazos. Hoy he estado trabajando en una manifestación islamista a favor de los uigures de Xinjiang, lo que aquí llaman el Turkestán Este; he cenado en un restaurante de pescado en una terraza al aire libre, y me he tomado un té en la calle fumando un narguile. No le pido más a la vida.

Uno siente la tentación de alabar la perfección hedonista de esta ciudad, pero Estambul es mucho más. Es un espacio rabiosamente político, histórico, cultural. Es una de las ciudades con mayor número de intelectuales y académicos del mundo, de universidades, de museos. Se podría uno sentar en un banco de piedra centenaria y morirse leyendo. O escribiendo.

Pero, por encima de todo, Estambul es un símbolo. Anoche, subiendo la cremallera del Bósforo, en el Balkan Vapuru, gente de toda la región bailaba la música de los otros, a años luz del sentimiento antiturco tan presente en los países al oeste del estrecho, del odio absurdo por agravios ocurridos hace centurias pero que sirve de válvula de escape para las frustaciones contemporáneas. Allí, hermanados todos por las melodías gitanas, me di cuenta de que Estambul es un ejemplo de lo que el resto del mundo debería ser. Aquí el Este y el Oeste se encuentran, y a veces chocan, pero la mayor parte del tiempo hacen el amor. La capital del mundo tal vez sea Nueva York, pero esta ciudad es su centro exacto. Llevar una camiseta que reza ‘Istanbul’ –su forma internacional, a mi juicio infinitamente más bella y evocativa- es estar diciendo algo. No es un lugar, sino una forma de vida.


Hasta siempre, Bangkok

On Nut, 1 de julio de 2009

Regreso a casa en un taxi, solo y medio borracho. Veo pasar las calles de Bangkok, las puertas de chapa de los comercios chinos, el enrejado metálico de los talleres, las muchachas en pantalón corto, las motos. Intento disfrutarlas, sentirlas por última vez. Dentro de poco me habré ido.

El próximo destino es Estambul, y significa hacerme mayor, en todos los sentidos. Significa un mayor compromiso con mi pareja –que es, en último término, el motivo de mi traslado-, unas mejores perspectivas profesionales, un paso adelante. Pero también significa trabajar duro desde el primer día para pagar las facturas, estarme quieto en un sitio durante meses, una mayor responsabilidad. Bangkok es el sitio perfecto para vivir con lo puesto y que merezca la pena. En Estambul, eso simplemente no es posible.

Me da pena irme, claro. Uno siente que le quedan tantas cosas por hacer aquí… Que justo ahora, después de un año y medio, Asia empieza a hacerse medianamente inteligible… Y lo peor es esa certeza de que, cuando me vaya, será para siempre. Ahora, mientras vivo aquí, Bangkok me pertenece. Mañana ya no será así.

Lo sé: nuevo lugar, nuevas experiencias. El cambio enriquece, y a la larga será para bien. Es sólo melancolía, la conciencia de lo que dejo atrás. Hasta siempre, Bangkok. Hola, futuro.