sábado, 30 de mayo de 2009

Envenenando Bangladesh


El arsénico es un veneno casi perfecto: no tiene olor ni sabor, tiene numerosos usos civiles, por lo que es fácil de adquirir en las droguerías, y sus síntomas son similares a los de infecciones gastrointestinales sin importancia. Por eso, era uno de los principales métodos de liquidación de rivales durante el siglo XIX. Hoy día, de todos modos, los de CSI te hacen la autopsia y te lo encuentran en diez minutos… aunque hay que buscarlo, claro.

Se sabe que algunos líderes de Al Qaeda han barajado la posibilidad de arrojar grandes cantidades de esta sustancia en el suministro de agua de una gran ciudad. Pues bien, lo que parece una fantasía terrorista está ocurriendo sin intervención del ser humano en Bangladesh, donde el arsénico se da de forma natural en el subsuelo, desde donde se filtra a las aguas subterráneas, que después son consumidas por los seres humanos.


La estadística es aterradora: según Ruhul Haq, el Ministro de Salud de Bangladesh, más de la mitad de la población del país está afectada por la contaminación por arsénico. Esto supone un total de MÁS DE 80 MILLONES DE PERSONAS. La Organización Mundial de la Salud lo ha definido como “el mayor envenenamiento en masa de la historia”. Los afectados por esta sustancia sufren lesiones en la piel, los pulmones, el riñón y el corazón. En los últimos años, se ha disparado el número de muertes por cáncer, provocados directamente por el arsénico.


El problema, además, es bastante reciente: hasta finales de los años 70, la gente consumía el agua de ríos y charcas, con todas sus impurezas, por lo que el número de fallecidos por enfermedades contagiosas, especialmente niños, era muy alto. UNICEF y otras agencias de desarrollo proveyeron de fondos al gobierno bangladeshí para que construyese sistemas de extracción y canalización de aguas subterráneas por todo el país. Pero nadie se molestó en comprobar la salubridad de esas otras aguas. Peor: al otro lado de la frontera, en Bengala Occidental (India), esta situación se detectó ya a principios de los años 80, y la primera advertencia oficial fue enviada al gobierno de Bangladesh en 1985, pero éste se negó a reconocerla hasta 1993.

El desafío es descomunal: ahora no sólo hay que chequear todos los pozos, para ver en cuáles el subsuelo está contaminado, sino que hay que convencer a la población de que no use ese agua. “El agua de la cañería está limpia y cristalina; la de la charca, sucia. ¿Quién quiere beber agua de la charca? Incluso si construyes una planta de tratamiento o la hierves, haciéndola segura, la gente la mira y dice, no, gracias, tenemos la de la cañería”, dice Rick Johnston, un experto en aguas de UNICEF. Se hace lo que se puede: en esta canción escrita por el cantante Sayid Tipu Sultan se intenta concienciar a la gente del problema:



Una posible solución sería el uso de filtros en las cañerías. Pero cada filtro cuesta unos 25 euros, algo fuera del alcance de casi todas las comunidades. En 2008, el gobierno de Bangladesh intentó presionar para que se reconociese el acceso al agua limpia como un derecho humano fundamental. Pero aún en el caso de que lo consiguieran, sería más una victoria moral que otra cosa: el problema seguirá ahí. Saber que existe, en todo caso, es el primer paso.

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