Ayer, en el DocumentaMadrid, vi una pequeña joyita documental: “El tarzán de Kahloucha”, del tunecino Nejib Belkadhi. Cuenta la historia de Moncef Kahloucha, un pintor de brocha gorda de la localidad costera de Susa que, en sus ratos libres, se dedica a hacer películas amateurs con los vecinos de este pueblo de Túnez. Le seguimos mientras lleva a cabo su último proyecto, “Tarzán de los árabes”. Como un Ed Wood norteafricano, trabaja con lo que tiene a mano: los macarras del barrio, unos dientes de vampiro, su destartalado coche. Recluta a los actores entre sus vecinos, y todo el mundo quiere salir en sus películas. El cameraman es el tipo que hace los videos de boda en la vecindad, con la misma cámara VHS con la que trabaja todos los días. Kahloucha ha hecho películas de terror, de acción, westerns. Es una auténtica celebridad en la ciudad.
No es para menos. Kahloucha no tiene vergüenza, ni reparos a la hora de abordar una secuencia de acción. En el documental le vemos disfrazado con un taparrabos, peleando con un lobo de madera, en la vía del tren… justo cuando pasa. Los pasajeros, claro, flipan. Y no penséis que dejan de rodar, no; Kahloucha simplemente se aparta para que pase el tren, y continúan con la escena. En otro momento, vemos a Kahloucha saltar de un taxi a una camioneta de reparto, en la que están huyendo los malos. Sin dobles. Para haberse matado.
El documental de Belkadhi refleja, si bien tangencialmente, los problemas del tunecino medio: el desempleo, la violencia social, la emigración. Kahloucha es un soplo de alegría en ese panorama: vemos cómo un grupo de inmigrantes ilegales en Palermo ven su última película en un video casero y les hace sentir más cerca de casa. Se nos muestran también otros aspectos más hirientes: cómo a una de sus actrices aficionadas el marido le prohíbe participar en la película, o cómo a las mujeres no se les permite acceder al café donde se va a estrenar “Tarzán de los árabes”, porque “el café es un lugar de hombres”.
Pero lo verdaderamente bonito es que Kahloucha recoge el espíritu de los cineastas pioneros de barraca. Tras terminar una película, Kahloucha la proyecta en un bar, cobrando una pequeña entrada. Cada estreno es un acontecimiento: el café se abarrota, nadie quiere perdérselo. Las carcajadas son constantes, la gente se divierte de lo lindo de ver a Kahloucha en paños menores. Pero en las caras de algunos niños vemos la fascinación por la película, por la narración audiovisual. Si el cine es magia, está en ese bar.
Y si alguien no puede asistir a la proyección, podrá alquilar la película en casette por el módico precio de un dinar y medio (unos ochenta céntimos de euro). Con lo que se recauda, se financia la siguiente película. Pero también Kahloucha se enfrenta al problema de la piratería: algunos vecinos se quedan la película más tiempo del permitido, y la copian, para venderla después por su cuenta. "Yo invierto mucha energía en estas películas. No me parece justo", dice Kahloucha, con expresión desolada.
Hace años, Francis Ford Coppola afirmó que el video iba a suponer la democratización del cine. Aquí está Kahloucha para darle la razón. Olé por él.
jeje
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