sábado, 7 de marzo de 2009

Lluvia en Kowloon

El haberme pasado toda mi vida adulta chupando millas cada vez que el tiempo y el dinero me lo permitían tiene su lado bueno y su lado malo. Uno regresa a Bangkok, a El Cairo, a Tánger, a Phnom Penh, y es como un acto reflejo: las cosas suceden de forma automática, suave, sin tener que pensarlas. Pero a veces hay ciudades nuevas, y entonces me entra el, llamémosle, “pánico al lugar desconocido”. ¿Qué haré al llegar? ¿Encontraré un hotel? ¿Me perderé? Hong-Kong, por algún motivo, me asustaba más que otros sitios. Tal vez era el peso mitológico de China, o esa conciencia de gran ciudad. Miedo irracional: no sabía nada de Hong-Kong, y uno teme lo que desconoce.

Pero la llegada resultó sorprendentemente fácil: todo está en inglés además de en chino, y el sistema de transportes está muy bien organizado. Tenía una dirección a la que acudir –lo más importante de todo-, y un autobús desde el aeropuerto que me dejó en la misma puerta.

La Mirador Mansion, donde aterricé, es una estructura compleja, terrorífica. Es como una corrala de cemento descascarillado, un laberinto de patios interiores, de viviendas amontonadas comunicadas por un sistema de terrazas, de escaleras ilógicas, de pasarelas alargadas donde se aprovecha hasta el último centímetro. De los balcones cuelga la ropa húmeda de la colada de los vecinos. Los pisos bajos están tomados por los sastres indios, los comerciantes pakistaníes, las tiendas de mochilas, de teléfonos móviles, de pornografía de los chinos del continente. En los alrededores, las prostitutas indias exhiben sus encantos en silencio. En las paredes de baldosa hay pegatinas alertando contra los posibles carteristas. En el ascensor, un póster enorme de la policía de Hong Kong aconseja apoyar la mochila contra la puerta de la habitación, para evitar que te roben mientras duermes.

Me alojo en una pensión que, para los estándares de la zona, parece próspera. Mi habitación no supera los cuatro metros cuadrados –cinco si contamos el baño-ducha-: apenas una cama, un pasillo de un palmo de ancho, un pequeño mueble con un teléfono, y una tele extraplana adosada a la pared. Si quieres verla, tienes que ponerte de pie, apoyado contra la puerta. Pero el cuarto está limpio, y los que regentan la pensión –una china de pelo corto llamada Lisa, y un hombre mayor que no me queda claro si es su padre o su jefe- son muy amables.

Llueve. Eso me libera de la tiranía de la cámara, pero también me deja huérfano de actividad. He ido al museo, y me he enterado de cómo este antiguo peñasco que no era más que una aldea de pescadores se convirtió en una de las grandes metrópolis mundiales en tan sólo siglo y medio. La exhibición se me antoja un encaje de bolillos para conciliar el pasado británico sin ofender la legitimidad de su pertenencia a China (por ejemplo, todos los elementos negativos -como la prohibición de circular por la noche sin una autorización, que afectó a los ciudadanos chinos hasta los años 50-llevan el adjetivo “británico” en un lugar u otro. Cuando esa misma autoridad –británica- hizo algo positivo, como una reacción rápida ante una catástrofe, la responsabilidad es atribuida ambiguamente al “gobierno”, sin más), pero eso no quita que sea una de las más espectaculares y didácticas que haya visto nunca.

Regreso a la costumbre, abandonada desde que llegué a Asia, de comer de supermercado mientras viajo. Pero dado que no encuentro “supermercados” tal y como yo los concibo (sí veo, en cambio, tiendas de comida china: aletas de tiburón en salazón, pieles de serpiente, ginseng, bacalao seco, millones de cosas que no logro identificar), al final la cosa se reduce a unos sándwiches del 7 Eleven.

Segundo día: sigue lloviendo. Intento trabajar en el cuarto durante un rato, revisando cintas, tomando notas. La habitación no es de aquellas que inviten a quedarse en ella. No aguanto más y salgo a la calle. Ya es de noche. El titular del South China Morning Post anuncia que el gobierno ha prohibido los cigarrillos electrónicos. La lluvia es fina, pero suficiente para empapar al que camine al descubierto. Las cornisas guían mi camino. Estoy en Kowloon, en el área que pertenece al continente, y no en la propia isla de Hong Kong. Hace frío, y yo estoy frustrado y aburrido. Pienso en aceptar una invitación a una casa de masajes. Pienso en meterme en una mezquita. Pienso tantas cosas absurdas…

De repente, doblo una esquina, y entre edificios entreveo algo que me deja boquiabierto. Me arriesgo bajo la lluvia y salgo al paseo marítimo. Enfrente, la línea costera de la isla de Hong Kong. 180 grados de rascacielos iluminados.

Por un rato, deja de llover.

4 comentarios:

  1. No comas de supermercado, que hay restaurantes de comida china baratísimos. Detrás de la Mansion, en la calle que sale de Tsim Tsa Tsui por la izquierda (dejando la Mansion a tu espalda) hay un restaurante de noodles con la fachada verde, muy pequeño. Es limpio y los noodle están buenísimos. No cuesta más de 2 euros el plato.

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  2. me pasa siempre, aún cuando cuentas momentos más duros o menos agradables pienso: joder qué envidia. Te estás convirtiendo en un poeta, aunque no te olvides al antropólogo y danos pronto una de tus teorías, alguna anécdota de los habitantes de Hong Kong...

    Un abrazo, amigo!

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  3. Dani, soy Jose de la facultad. Si tienes un rato algún día, escríbeme a weezermij@gmail.com y me cuentas cómo te va todo. Veo que bastante bien, y me alegro.
    Un abrazo bien grande!
    J.

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  4. Vamos, todo un poeta ambulante te veo!

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