jueves, 20 de mayo de 2010

Atenas se apaga, arde Bangkok


Cuando llego a Atenas, allí están barriendo los escombros, en plena resaca de los disturbios. Mientras tanto, la otra punta del mundo se incendia, y no estoy allí.

Esta vez no me lamentaré por escrito, como en el pasado. Me consuelo pensando que con Tailandia siempre ocurre lo mismo: uno ve un autobús ardiendo y se imagina la hecatombe, y lo que la cámara no muestra es que a dos metros de allí la vida thai continúa con perfecta normalidad.

En esta ocasión, sin embargo, sé que es diferente. Sé que esta vez el centro de Bangkok ha sido arrasado, que medio centenar de personas han muerto, que se ha impuesto el toque de queda. También, sé, claro, que mis amigos periodistas andan caminando entre barricadas y cascotes, observando de cerca la debacle de Tailandia.

Se supone que las zonas de guerra, de tragedia, deben ser lugares deprimentes. Lo es Irak, lo es Argelia, lo es el Cáucaso. Pero en los años 70 se dio un extraño fenómeno: las guerras de Indochina. A pesar de toda su extrema crueldad y deprimencia, eran –todos los testimonios apuntan a ello- experiencias fascinantes para un periodista. Era posible montar en los helicópteros, ambos bandos te consideraban neutral (en lugar de cortarte el gaznate, como ahora, en cuanto hay radicales islámicos de por medio), y gran parte de lo que ocurría en el mundo, desde las decisiones políticas en Washington hasta las bombas de extrema izquierda en Berlín, dependían de lo que estaba ocurriendo ante tus ojos en aquella alejada península tomada por la jungla. Michael Herr, uno de los grandes cronistas de aquella guerra, escribió aquella línea memorable de “no tuvimos infancias felices, pero tuvimos Vietnam”.

Y estaba aquel agujero llamado Saigón. Uno iba al frente de Bien Hoa a tomar fotos o a recoger material para una crónica, y después se volvía a desahogarse a Saigón, la ciudad donde todo era posible.

Estos días, Bangkok, si la conozco lo suficiente, se parece a aquel Saigón. Hago el diagnóstico a cuarenta mil kilómetros de allí, pero me juego un brazo a que los night clubs del Soi Cowboy no han cerrado, a que los falsificadores de la calle Khao San siguen vendiendo carnets de funcionario de la ONU a seis euros, y que los taxistas aún te llevan gratis al Spicy. Si el Spicy ha cerrado estos días, es que Bangkok, mi Bangkok, ha muerto. Pero, carajo, sé que eso es imposible.

Y también, aunque nadie me lo ha dicho, sé que mi viejo camarada Gaspar Canela está viviendo sus días de vino y rosas entre los francotiradores y el humo de neumáticos quemados. Va al frente aunque nadie se lo pida, quiere vivirlo todo, quiere sentir lo que sienten los tailandeses asediados que esperan el asalto inminente del ejército. Y después, con el paisaje del cielo iluminado por las llamas que se divisa desde su casa, o en el taxi que le lleva al Spicy, se emborracha de vida y ron, de esa manera que sólo permite Bangkok.

Y me produce una gran melancolía no estar allí, tomando a Gaspar, a Ángel, a Pablo y a todos los viejos amigos, del hombro, decidiendo que no hay que asomar la cabeza tras la esquina si no queremos que nos vuelen la cabeza, abriendo la puerta del taxi que nos llevará al Spicy, cantando viejas canciones bucaneras agarrados a las caderas de mujeres que en cualquier momento nos pueden robar las carteras, o el corazón. Así que brindo por vosotros, compañeros. Imaginad que estoy allí, a vuestro lado, y dedicadme un pensamiento antes de adentraros en el humo, o en la negrura de aquel bar.

Sí, habrá otras guerras, pero no serán en Bangkok.


2 comentarios:

  1. Un saludo Dani!

    la cosa ha sido peor de lo que lo se ve desde lejos. La Tailandia que mucha gente tiene en la imaginacion, esta cambiando.

    Bangkok todavia huele a humo. Esto puede que no haya hecho mas que empezar.

    Un saludo bajo el toque de queda...

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  2. Te hemos echado de menos. Pero mucho me temo que vamos a tener oportunidad de "repetir" en el futuro. Como dice, Pablo, puede que no haya hecho más que empezar.
    Un abrazo, compinche.
    Ángel

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