Caminamos sobre escombros, cascotes
heridos de bala, carcoma y vejez. “Esas fachadas se hundieron esta semana pasada”, dice Domingo Serrano con evidente dolor. “Debo ser masoquista: todo lo del pueblo viejo me duele, pero sigo viniendo aquí”. Intenta sonreír, pero no le sale del todo. “En esa casa nací yo”, señala. No queda ni una piedra en pie.
Estamos en Belchite, rodando. Hace un año empezamos este documental, nuestra pequeña incursión en el inabarcable mundo de la guerra civil española. Somos demasiado jóvenes para no ver aquello como historia y poco más, aunque alguno de los protagonistas siga todavía vivo. Por eso tenemos que hacer esta pieza; porque tenemos las ruinas, la gente, la historia, a pocos kilómetros de mi casa de Zaragoza. Porque siento que, como documentalista y como español, en algún momento tengo que abordar la guerra, nuestra guerra. Porque no hacerlo sería una mala idea.
Puede que no haya otro sitio tan emblemático de lo que fue la guerra civil. Tanto la Pasionaria como las Brigadas Internacionales lucharon aquí. En ellas había un tal Robert Hale Merriman, que inspiraría el personaje de Robert Jordan en “Por quién doblan las campanas”, y Josif Broz, que años más tarde sería conocido en su Yugoslavia natal como Tito... Es, además, extrañamente, una batalla reivindicada por ambos bandos: los republicanos la ganaron, pero la resistencia tenaz de los belchitanos fue lo que impidió la toma inmediata de Zaragoza, lo que permitió a las tropas nacionales descender desde el País Vasco y reforzar la defensa de la ciudad. Hay quien dice que la guerra se decidió aquí.
Pero los belchitanos no peleaban por sus ideas, sino por su vida: “Belchite tuvo la mala suerte de que la línea del frente cayó justo aquí. Lógicamente, cuando te están disparando, tú también disparas para defenderte”, nos dice Domingo. Por eso, muchos republicanos de Belchite empuñaron las armas contra sus compañeros ideológicos por pura supervivencia: sabían, intuían, que si el pueblo era tomado, los fusilamientos se harían sin importar la adscripción política de cada uno, como efectivamente ocurrió.
Las ruinas gritan de agonía. La torre de la iglesia de San Martín se mantiene en pie a pesar de los cañonazos, del tiempo y del Barón de Munchausen*. Algunos vienen a grabar psicofonías. Los ruidos del pasado, argumentan, se hallan estratificados en las paredes de las casas, y de lo que se trata es de hallar el punto correcto en el que colocar el micrófono. Pero pocos belchitanos se lo creen. Desde luego, ninguno de los que hemos preguntado.
[*En 1988, Terry Gilliam rodó en el Pueblo Viejo la secuencia de la batalla contra los turcos de su película “Las aventuras del Barón Munchausen”. Todo el pueblo participó en el rodaje de un modo u otro. La gente todavía habla de ello con cariño.]
No sé si las voces de los muertos se pasean entre estas casas, pero sí lo hace la melancolía. Los edificios se desploman por el paso, y el peso, de los años. La memoria de la guerra civil, que tan lejana, tan ajena nos parece a los de mi generación, se muere en Belchite. “Esta iglesia no la tiró la guerra, sino el tiempo”, dice Domingo, frente a la fachada de San Agustín.
Y esa es otra de las grandes manipulaciones de Belchite: Franco decidió mantener el Pueblo Viejo tal y como quedó tras la guerra, como ‘testimonio vivo de la barbarie republicana’. En los años cincuenta se construyó la parte nueva y todos los vecinos se fueron mudando a medida que se iban haciendo las casas. Pero “durante quince años, la gente vivió todavía en el pueblo viejo, y aquel cuya vivienda estaba mal, pues arregló lo que pudo y siguió habitándola”, nos comenta Domingo. Se calcula que hasta un setenta por ciento de la destrucción que presenta el pueblo viejo se ha producido después de la guerra. “Hubo un saqueo consentido. La gente se llevaba puertas, ventanas, ladrillos, sin que nadie hiciera nada”, dice.
Por eso, la pelea de Domingo durante casi la mitad de su vida ha sido la conservación de lo que queda. Durante sus dos décadas como alcalde, intentó varias iniciativas encaminadas a la estabilización de las ruinas y a la creación de un pueblo-museo de la guerra civil. Desideologizado. Hizo lo que pudo, pero hay tanto por hacer...
Y no hay unanimidad al respecto. Muchos prefieren olvidar. Lo de otros es simple indiferencia. “Yo tiraría todo esto y haría un camino llano para que pudieran pasar los tractores”, comenta Ángel Ortín, un vecino octogenario. No hay la más mínima ironía en sus palabras. Tampoco dolor: no perdió a nadie en la guerra. Su sugerencia no se debe, como en otros casos, a la necesidad personal de olvidar: la que nos da es la que él piensa que es la solución más práctica para el pueblo.
¿Por qué cree que es tan importante la conservación de estos restos?, le pregunto a Domingo. “Para que la historia no se repita”, responde sin dudar. “Una imagen vale más que mil palabras. Si un chaval de escuela viene a este lugar, no hace falta que nadie le explique lo que es la guerra, porque ya lo está viendo", dice. "La guerra es Belchite”.
Espero que me podáis contar en persona vuestras experiencias, antes de que te vayas. Un abrazo, amigo!
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