martes, 20 de enero de 2009

El Soi 103/1


Salgo de casa rumbo a una cita a la que nunca acudiré. En mi calle, el Soi 103/1, se está celebrando una fiesta: el hijo de Nittaya, la del restaurante, se casa la semana que viene. Están todos allí: los conductores de moto-taxi que tantas veces me han llevado hasta la parada del Skytrain, la familia del restaurante, y Khun Wattana, mi casero, que siempre se las arregla para colarme diez euros más en la factura. Abordado por Nittaya, en cuyo local como a menudo, acepto tomar una cerveza. Wattana me sienta a su mesa, con los motoristas.

Khun Wattana es un tipo curioso: mitad chino, mitad tailandés, de cabello entrecano, crespo como si hubiese metido los dedos en un enchufe, con un bigotito a lo Fu-Manchú, la camisa de manga corta metida por dentro de los pantalones, y un medallón protector colgando sobre el pecho. Es incapaz de permanecer treinta segundos en el mismo espacio, salvo que esté sentado, y aún así no consigo verle en la silla más que unos pocos minutos. Cuando viene a cobrarme el alquiler, reconozco sus saltitos en la escalera segundos antes de que llegue: “tap-tap-tap-tap-tap”.

- El mes que viene le pagaré tarde, porque voy a estar en India-, le digo, por ejemplo.

- Okeyokeyokeynoploblem-, responde.

- Y tengo un problema con el grifo-, le comento.

- Ohyesyesyesnoploblemnoplobloem, tomorrow, ¿okey?-, responde.

Y toma el dinero de mi mano, y se lanza otra vez escaleras abajo: “tap-tap-tap-tap-tap”. El que mañana tenga arreglado el grifo o no dependerá de la fase lunar.

Esta noche, Khun Wattana está eufórico. Me sirve otra cerveza, con hielo, por supuesto, como se toma en Tailandia, y se va corriendo a saludar a uno de los parientes: “tap-tap-tap-tap-tap”.


Deambula por allí también el hombre gordo que siempre intenta hacerme comprar cosas en el barrio, de una forma u otra, mediante gestos, frases cortas y las cuatro palabras que conoce en inglés: que coma en el restaurante de sus amigos, que coja la moto con uno de sus vecinos en lugar de ir en autobús, que compre los trastos en la ferretería de la esquina. A veces, el tipo llega al extremo de revisar mi bolsa de la compra.

- Pero, ¡cómo! ¿Café? ¡Con lo bueno que lo hacen en este restaurante!


La chica que hace los cafés, hoy lo averiguaré, se llama Paa. Es una regordeta simpática, más lista que el hambre. En un pueblo español, sería la típica mesonera de lengua vivaz, no demasiado atractiva pero que lleva a los muchachos de calle por su descaro y alegría.


[El restaurante y la parada de moto-taxis flanquean el extremo de la calle, uno frente a la otra. Los motoristas se han hecho un enorme banco de madera donde, descalzos, reposan, juegan a las damas e incluso duermen. Si aparece un cliente, uno de ellos, al que le toque, se bajará de un salto, se calzará, y en menos que canta un gallo tendrá la moto lista para el viajero.

Hay una parada de moto-taxis prácticamente en cada soi. Los de mi callejón están picados con los del soi de enfrente, porque, se quejan éstos, siempre intentan quitarles los clientes.

- ¡Y son unos ladrones! Esos de allí, esos de allá, y los de allá también. Siempre intentan cobrar 50 baht hasta el Skytrain, pero el precio es 40. ¡Tienes que venir aquí, con nosotros!-, me dicen.

Y para evitar favoritismos, me voy salomónicamente en autobús siempre que puedo, excepto en horas de atasco.]


El caso es que siempre he pensado que Wishai, uno de los conductores de moto-taxi, está enamorado de Paa, por la forma en la que la trata: la mira, le sonríe, la hace reír. Y ella se deja cortejar, pensaba yo. Pero hoy, Wishai ha traído a su novia, una peliteñida de rubio con rizos que sería bastante atractiva de no haberse arreglado de esa manera. Wishai, solícito, no deja de servir comida en un plato que, por arte de magia, ha aparecido delante de mí, mientras su compañero Uthit se ocupa de que mi vaso nunca esté vacío.

Uthit es menudo, chupado y calvo, pero tiene una de las sonrisas más francas y contagiosas que he visto nunca. Se ve a la legua que es buena persona. Hoy ha venido con su señora y el zagal, un pillastre de siete años llamado Tim, que está empeñado en la práctica poco budista de putear a un gato. Esta noche le perdono a Uthit todas las veces que ha intentado cobrarme de más en la carrera.


Y junto a mí está A-bang-lek, que desde que descubrió que soy español siempre ha sido muy amistoso conmigo (nuestro primer encuentro coincidió, más o menos, con la victoria de España en la Eurocopa). Hoy, mediante el poco tailandés que sé y un cuarto de traducción que hace Khun Wattana entre idas y venidas, descubro su historia: nació apenas a unos metros de donde estamos ahora, pero en su juventud viajó por toda Tailandia, porque era luchador de muay thai. Tuvo que dejarlo por una lesión en la nariz –que se empeña en mostrarme y hacerme palpar-, pero su cuerpo sigue siendo vigoroso, y desde entonces conduce motos.

- Si uno intenta irse sin pagar, ¡zas! – y hace el gesto de partir una crisma. Creo entender que participa en carreras ilegales, apostando mucho dinero. Es musulmán, a pesar de lo cual ataca a la cerveza con el mismo brío que el resto de comensales.


Y las tres cervezas se convierten en cinco, y las cinco en siete. Y entonces, como en un sueño, un elefante, un ejemplar magnífico con motas rosadas en la trompa, aparece desde el fondo del callejón: sus dueños se han enterado de que hay una fiesta, y vienen a probar suerte.

- Chang! Chang! – alborotan los niños.

A-bang-lek me tiende una mazorca para que se la dé, y el elefante la toma con suavidad, y después me da un golpecito en el hombro.

- Te está dando las gracias-, me explica Wishai con una sonrisa.


Y al poco, consigo zafarme de la hospitalidad de Nittaya, Wishai, A-bang-lek, Paa y los demás, que amenaza con tumbarme –qué espectáculo, el farang del barrio, como una cuba-, y me voy a dar un paseo a ver si me despejo, que la temperatura es perfecta esta noche.


Cuando vuelvo, la música es apenas un murmullo. Nittaya recoge lo que queda de la fiesta, mientras un niño y varios borrachos duermen con la cabeza apoyada en las mesas. Unos metros más allá, Paa, cuya silueta se recorta a la luz de la farola, charla con un muchacho que ha estado lanzándole sonrisas toda la noche. De repente, ella le toma la mano. No se besarán, porque el afecto en público es tabú en Tailandia, pero el significado es el mismo.


Y yo me enamoro de este callejón para siempre.


3 comentarios:

  1. Me parece estar viendo a Paa y a los demás riéndose, cuando el 6 de agosto, nos despedíamos de tí en la esquina del callejón. Un besico.

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  2. Muy bien Dani. Te sigo a diario. Me resultan todos los artículos superinteresante y a la vez siento esas situaciones que relatas como si yo estuviera también allí. Siento envidia sana. Besicos

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  3. Mi sombrero ya no está en mi cabeza, mi corazón ya no está en mi pecho, mi amigo ya no está tan lejos...

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