domingo, 18 de enero de 2009

Me dicen el Clandestino


Hace unos meses, durante cinco minutos, entré ilegalmente en Birmania (podría escribir Myanmar… pero, ¿para qué?). Estábamos rodando en Payathonzu, en el Desfiladero de las Tres Pagodas, donde hay un puesto fronterizo. Surrealismo asiático en plena gloria: la barrera de la frontera, altamente fortificada, vigilada por guardias armados y cámaras de video. Diez metros más allá, una simple valla de madera, con gente saltándola alegremente. Y, rizando el rizo, entro en una tienda en busca de un cuarto de baño, y la vendedora me dice que en esa puerta no, que eso es Birmania. Me rasco la cabeza y pregunto: “O sea, que si cruzo ese umbral, ¿estoy en Birmania?” Responde bastante gráficamente, señalando con el dedo al suelo de su tienda: “Esto, Tailandia. Eso [y lo levanta hacia la puerta], Birmania”. Por supuesto, hay posibilidades que uno no puede resistir, así que me metí, pisé la raya, respiré el aire de Birmania y me volví para adentro. Cuando mis compañeros de rodaje se enteraron, corrieron a hacer lo mismo…

La historia es una chorrada (la cuento más que nada por entretener), pero pone de manifiesto algo importante: la porosidad de la frontera tailandesa, que se extiende a lo largo de dos mil kilómetros, hasta Ranong. Se habla mucho de la “Fortaleza Europa”, pero en eso los tailandeses no tienen nada que envidiarnos: se calcula que hay más de cinco millones de trabajadores extranjeros en Tailandia, de los cuales la gran mayoría son irregulares. El sistema los necesita: son mano de obra barata y sin derechos, que es exactamente lo que requiere el país para mantener el nivel de desarrollo del que disfruta. Los inmigrantes hacen los trabajos denominados “3D”: Demanded, Dirty and Dangerous. No es que los obreros nacionales tengan muchas más garantías, pero al menos son tailandeses en la ultranacionalista Tailandia. La caricatura de la izquierda que pinta al malvado capitalista como un corrupto hombre de negocios completamente indiferente al sufrimiento de sus trabajadores es pavorosamente cierta aquí: sólo hay que ver las barracas en las que viven hacinados los trabajadores de cualquier obra, sean birmanos, camboyanos, filipinos o thais.

Hace unos meses supe de la historia de Thit, una mujer birmana que entró clandestinamente en Tailandia con su marido en busca de trabajo. No era una refugiada política, sino una inmigrante económica ilegal, por lo que no podía reclamar ningún tipo de papeles. Podía considerarse afortunada de haber encontrado un trabajo en una planta de reciclaje en Mae Sot, por supuesto sin contrato y por un sueldo de 35 euros al mes. Pero en marzo tuvo un accidente en el que perdió un brazo. Ahora no puede trabajar. Su marido insiste en que ella debería volver a Birmania, pero su jefe se ha negado a pagarle ningún tipo de compensación. No tiene dinero para hacer el viaje de vuelta. La Red Tailandesa de Protección de Derechos del Trabajo está intentando conseguirle una compensación, pero sin mucho éxito. Lo dicho: es una inmigrante ilegal. Si denuncia, la detienen.

Los tailandeses son muy conscientes de esta paradoja: en noviembre del año pasado el gobierno aprobó una ley que en teoría debería garantizar ciertos derechos a los trabajadores irregulares. Pero este es un país en el que los que deben hacer cumplir la ley son muchas veces los primeros en romperla: si el inmigrante va a la policía, lo mínimo que le puede pasar es que ésta le extorsione. Ayer el International Herald Tribune reveló dos, no uno sino dos, casos que ponen los pelos de punta. En el primero, se ha descubierto que en los últimos años muchos campesinos camboyanos han caído en manos de traficantes de hombres que les ofrecían un trabajo en Tailandia, para acabar como mano de obra esclava en los barcos de pesca tailandeses que operan en el mar del Sur de China, a veces durante años. Al que intentaba escaparse, le pegaban un tiro.

Pero es el segundo el que más me ha impactado, el que ha puesto una arruga más de amargura en mi boquita de piñón: se ha desvelado que en los últimos meses el ejército tailandés ha capturado a unos mil inmigrantes ilegales de la minoría Rohingya, venidos en pateras desde Birmania y Bangladesh. El mes pasado, en uno de los últimos pero no el único caso, los militares devolvieron a estos inmigrantes al mar, sin motor, y con sólo cuatro bidones de agua y dos sacos de arroz. A cuatro de ellos los tiraron por la borda con las manos atadas para “animar” a los demás a subir a los botes. Dos centenares de ellos fueron rescatados por la marina india en el mar de Andamán, y otros cien llegaron a Aceh (Indonesia) pero el resto continúan desaparecidos en alta mar. Los militares tailandeses, por supuesto, lo niegan.

Es de esperar que un ejército se comporte de forma brutal en situación de guerra. Pero, ¿por qué esta crueldad? No son enemigos, no han violado y torturado a su gente. Ni siquiera hay dinero de por medio. Algunos mandos han hablado de la “posibilidad” de que estos inmigrantes “musulmanes” se uniesen a la insurgencia islamista del sur, pero esta excusa parece destinada más bien al consumo interno, a calmar las conciencias de soldados analfabetos que tal vez no entienden por qué deben enviar a estas gentes de vuelta al mar, a una muerte casi segura.

Recuerdo el viaje de vuelta de Payathonzu a Sangkhlaburi, en una camioneta, rodeados de birmanos mon que residen a ambos lados de la frontera. Cada pocos kilómetros había un control militar destinado a localizar inmigrantes ilegales. El miedo entre los mon era palpable; el respeto, el nerviosismo con el que obedecían las órdenes de los soldados hacía sospechar que el trato hubiera sido muy distinto de no haber habido tres turistas blanquitos en el mismo camión. A nosotros ni siquiera nos pidieron el pasaporte: nos saludaron con una sonrisa.

No olvidemos que en Tailandia siempre seremos farang. Si se da el caso de que somos europeos, americanos, australianos, pero sin dinero, pasaremos a ser considerados farang ki-nok, “extranjeros de mierda de pájaro”. Pero, según me explicaron hace un tiempo, las minorías étnicas no son farang, ni siquiera en la modalidad ki-nok. Para ellos, creo, tienen una palabra todavía peor.


4 comentarios:

  1. hola Dani: me ha gustado tu blog. ¡Hala! aquí me tienes colgada leyendo tus cartas. Sigue escribiendo. Hablamos pronto. Un beso

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  2. Hola petanco, enhorabuena por el blog, te ha quedado muy bien presentadito y veo que tienes intencion de actualizarlo a diario. Nos vemos pronto...

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  3. Es increible cómo se repiten estas historias, las mismas estructuras de desigualdad y de injusticia de continente a continente.
    Y aquí, panem et circenses.
    Mudarris Kaslan

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