viernes, 19 de junio de 2009

Un día largo


Está siendo uno de esos días que uno recuerda toda la vida: por la mañana, Gaspar y yo nos hemos colado en una fábrica para ver cómo viven los trabajadores inmigrantes. Después, hemos ido al Puente de la Amistad, a una manifestación que se supone va a cruzar la frontera con Birmania (aunque ni lo hará, ni la veremos).


Llevamos unos días intentando ir al campo de refugiados de Mae La. El problema es que el acceso está prohibido a periodistas, así que uno debe ingeniárselas de forma heterodoxa. Hay ONGs y organizaciones políticas que pueden meternos, pero piden 100 dólares por cabeza, “por transporte y traducción”, y, se entiende, un soborno para los guardias de la puerta. Pero eso difícilmente entra en el presupuesto de un freelance que cobra por pieza, no por los gastos, y además, dicen, no nos aseguran que podamos filmar dentro.


En este campamento, más de 40.000 ciudadanos de Birmania, la mayoría de ellos de etnia karen, sobreviven de la ayuda humanitaria. Un campo de refugiados es por definición algo temporal, pero algunas de estas personas llevan casi veinte años aquí, sin esperanzas de mejora. En teoría no pueden salir, pero muchos se escapan cada día para ir a trabajar a las fábricas de Mae Sot, que se aprovechan de esta mano de obra desesperada. Para poder salir tienen que pagar un soborno a los guardias de la puerta. Se da la circunstancia de que oficial encargado de ese campamento es el único responsable policial que ha rechazado un ascenso en toda la historia de Tailandia. El motivo es obvio: las ganancias obtenidas de los sobornos son muy superiores a los potenciales beneficios de ascender en el escalafón.


Al parecer, hay otro modo de entrar. Tom, un voluntario estadounidense cincuentón que se aloja en el mismo hotel que nosotros –y de quien algunos cooperantes creen que es un agente de la CIA-, nos dice que el problema es la puerta principal, pero que hay varios accesos laterales al campo. Podemos viajar hasta allí en songkeow (literalmente, “dos bancos”, las camionetas de transporte entre ciudades en la Tailandia rural, en cuya parte trasera hay dos bancos para sentarse, de ahí el nombre), y bajarnos justo antes de llegar al campamento, bordearlo y entrar por una de las puertas laterales.


Como cada día, llueve a raudales. Pero estamos en racha, y Gaspar insiste en que debemos intentar lo del campamento. Tomamos, pues, un songkeow.

- ¿Mae La?

- Sí, Mae La.
Durante el camino, pienso que ésta es la peor idea que hemos tenido en mucho tiempo: no vamos a poder entrar, y vamos a tener que esperar una hora bajo la lluvia hasta que pase la camioneta que nos lleve de vuelta a Mae Sot.

Llegamos a un cruce de carreteras. El chófer nos indica que por ese camino se va a Mae La. En la esquina hay un checkpoint de soldados.
- Vamos a empezar a andar como si no pasase nada. - dice Gaspar. Tomamos el sendero que lleva hacia la jungla. Los soldados no se mueven.
Llevamos un impermeable de plástico barato comprado en el 7Eleven, más una bolsa de basura que un verdadero chubasquero, pero eso no impide que nos mojemos brazos, pantorrillas y cabeza. Al menos la cámara está protegida, pienso.

Caminamos un kilómetro por la carreterita de la jungla, sin que aparezca nada en el horizonte. De repente, una moto. Hacemos gestos para que pare.
- ¿Mae La?, preguntamos. Asiente con la cabeza: va a llevarnos hasta allí. Nos montamos los tres en la moto, estilo sudasiático. La lluvia me golpea en la cara; mis gafas están empapadas y no veo nada. Si la moto patina en un charco, se me ocurre, nos matamos. La moto serpentea por la carretera hasta llegar a una aldea. Pagamos a nuestro improvisado taxista, y nos adentramos en la localidad. Preguntamos a los vecinos:
- ¿Mae La?

- Sí, Mae La.

- ¿Birmanos?

Nos miran estupefactos. Nuestro tailandés no da para más (¿cómo carajo se dice “campo de refugiados”?). Aquello parece una aldea bastante corriente. Al final, abordamos a una chica que parece espabilada:
¿Hay alguien aquí que hable inglés?
- Sí, haa-lii.

Le grita algo a una vecina: Haa-lii? Sí, está en casa. La chica nos lleva hasta la puerta.
Haa-lii resulta ser Harry, un norteamericano de los Cuerpos de Paz -¿otro agente de la CIA?-, que nos explica que aquello es la aldea de Mae La, no el campo de refugiados. No está muy lejos, como a diez kilómetros de allí, aunque lo de la entrada va a ser complicado. Pero viene con nosotros hasta la entrada de la aldea, donde una pareja de moto-taxistas se protege de la lluvia bajo una choza, y negocia el que nos lleven hasta el campamento.

Las motos salen zumbando por el sendero de la jungla hasta la carretera principal, bordean el checkpoint, aceleran. Y a estas alturas, me importa poco la lluvia, me importa poco entrar o no en Mae La, me importa poco el que la moto pueda patinar e irse a la cuneta en cualquier momento: el aire fresco me llena los pulmones, frente a mí está la muralla verde de la jungla, y me siento más vivo que nunca.


Entonces, deja de llover, y en un extremo de la carretera aparece el campamento de Mae La… Situado entre montañas, en un paisaje idílico, parece más una aldea tradicional que un campo de refugiados. La puerta está abierta. Pero nada más entrar, dos policías, ocultos en una esquina, se levantan y nos expulsan de malos modos. Seguimos con el plan previsto: bordeamos el campamento en dirección oeste, y allí encontramos un agujero en el alambre de espino, por el que nos colamos. Sacamos las cámaras y hacemos nuestro trabajo.


3 comentarios:

  1. Los días largos como el que cuentas acaban siendo alicientes... una vez estás dentro hay que sacar las historias y no siempre es fácil! Ánimos!

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  2. Joder Dani, me muero de envidia y de intriga...

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