miércoles, 17 de junio de 2009

Menos que gente


Zoe Zoe, pequeño pero bravo, dando la cara...

En la sede de la asociación de trabajadores Yaung ChiOo, entrevistamos a varios inmigrantes birmanos, el puñado escaso que se atreve a acercarse allí a denunciar su situación. Sin la ayuda de los activistas de Yaung ChiOo, este reportaje sería imposible, porque los trabajadores desconfían de los advenedizos. Y porque hablan en birmano.

Aye Aye es joven, atractiva, pero sus manos muestran lo duro que trabaja. Llegó a Tailandia en 2005, por cuestiones económicas. A diferencia de la mayoría de los trabajadores ilegales, habla tailandés. Pero eso no supone ninguna diferencia a la hora de ser explotada: “Gano unos 2.500 baht -53euros- al mes. A veces, si hay mucho trabajo, alcanzo los 3.000 baht -63 euros-, pero no es lo normal”. Con la combinación de ese sueldo y el de su marido –cuando éste lo tiene-, debe mantener a tres críos.


A la motivación económica, el menudo Zoe Zoe añadió la política. “En Birmania no hay libertad”, dice con una mueca, mostrando sus dientes rojos por el consumo de betel. Era estudiante de segundo año de geología, cuando un profesor empezó a criticar los libros que él y unos amigos estaban leyendo. Les amenazó con la expulsión. “Entonces me di cuenta de que allí no estábamos aprendiendo nada, solamente nos sentábamos en una silla a escuchar tonterías. Y me vine a Tailandia”, cuenta. Cruzó la frontera en coche, en un camino que él sabía sólo de ida. No le costó encontrar trabajo en un taller de costura: en Mae Sot hay más de 200 fábricas , la mayoría de ropa, que se aprovechan de esta mano de obra barata y sin derechos.

A partir de aquí, las historias de ambos, como las de otros inmigrantes a los que entrevistamos y que se niegan a mostrar su rostro en cámara, se parecen como gotas de agua. Demasiado para que no sean ciertas: hacinamiento en barracones donde el espacio de cada uno apenas alcanza los cinco metros cuadrados, turnos interminables –“de ocho de la mañana a diez de la noche. A veces, nos obligan a quedarnos hasta medianoche”, asegura Zoe Zoe-, abusos.


“Nunca me han pegado, pero el mánager nos insulta con frecuencia”, dice Aye Aye. Nos explican que, como no tienen papeles, el patrón se queda con una parte de su salario para pagar a la policía, y con otra "en concepto de alojamiento”.
Cuando un inmigrante tiene un accidente, se le despide sin contemplaciones, y no se le paga ninguna indemnización. En Tailandia no hay sanidad pública, por lo que la hospitalización es muy cara, así que “el empleador les lleva al hospital psiquiátrico, donde sólo tienen que pagar 30 baht al día”, explica Zin Zin, responsable de Yaung ChiOo.

El que protesta, sufre las consecuencias. Zoe Zoe es más espabilado que la mayoría, así que intentó organizar a los compañeros. Una vez, montó una huelga para pedir un aumento de sueldo y el acceso a agua potable durante las horas de trabajo –increíblemente, al parecer, no tenían-. El propietario de la fábrica vino desde Bangkok, y accedió a las reclamaciones. Pero el gerente estaba furioso, y una noche, en un callejón junto a la fábrica, unos matones apalearon a Zoe Zoe. “Intentaron abrirme la cabeza con una barra de hierro. Me protegí con el brazo, y me lo rompieron”, explica. “Estuve tres meses sin poder trabajar. Cuando volví a la fábrica, me dijeron que ya no había trabajo para mí”. Ni siquiera le pagaron el último mes, comenta con una sonrisa amarga.


Pero las cosas pueden ir aún más lejos: los asesinatos de trabajadores son moneda corriente, especialmente en las granjas de las afueras de Mae Sot, donde el ochenta por ciento de los trabajadores son ‘sin papeles’. “Normalmente, uno o dos inmigrantes son asesinados cada mes”. Nos hablan de varios casos, que siguen un mismo modus operandi: un patrón a quien no le gusta un trabajador –porque protesta, porque es muy vago, porque le ha ofendido-, y que decide liquidarlo, a veces a la vista de otros trabajadores –hay que mantener la autoridad, claro-. El asesino sabe que no le va a pasar nada: “No me consta que nunca, jamás, se haya detenido a un patrón por uno de estos crímenes”, asegura Zin Zin. En Mae Sot, se dice, todo lo que hace falta para hacer desaparecer a un birmano son cinco litros de gasolina y una caja de cerillas.


Yaung ChiOo es una gota de esperanza en un océano de explotación y abuso. Zoe Zoe, desde su paliza, colabora activamente con ellos. “No quiero que a otros les pase lo que a mí”, afirma. Pero ni siquiera esta organización puede hacer nada contra los asesinatos. “A nosotros sólo nos contactan los familiares para organizar los funerales, pero no podemos ir más allá. Nosotros demandamos a empleadores que abusan de los trabajadores. Hasta el momento hemos ganado 147 juicios”, dice Zin Zin. No es demasiado, teniendo en cuenta que Yaung ChiOo existe desde hace casi diez años.


¿Quiénes son los propietarios de estas fábricas y granjas? Tailandeses ricos, chinos de China y de Taiwán. ¿Y los clientes? “Algunas grandes firmas, como Nike, Adidas y Camel hacen sus encargos de ropa a las fábricas de aquí”, dice Zin Zin. Gaspar les interroga al respecto, porque es probable que se trate de las imitaciones baratas que se venden en los mercadillos de media Asia. Pero ellos insisten en que no: “Aquí se hace el grueso de las piezas, y se llevan a Bangkok, donde se les da el acabado antes de venderlas”. Eso es lo que hace tan difícil comprobar si la acusación es cierta. Tal vez Zin Zin sea un activista ideologizado, intentando hacer su historia más tragable. O tal vez la mala fama de las multinacionales sea por cosas como ésta.


En todo caso, dos días después Gaspar y yo nos colamos en una fábrica. Es domingo, y desde que la crisis ha reducido el nivel de pedidos, los domingos no se trabaja. Pero la imagen de las naves vacías es idéntica a la que hemos visto en fotos, en las que se ven a un centenar de personas manipulando prendas, trabajando de pie las horas que sean necesarias. Los trabajadores, no obstante, están allí, descansando, fumando, existiendo, en los barracones en los que también viven el resto de los días. La luz de los fluorescentes apenas ilumina los pasillos estrechos; a ambos lados se abren pequeños espacios separados por telas de plástico. Algunos inmigrantes intentan personalizar el suyo, convertirlo en algo parecido a un hogar, poniendo una foto, un templo para los espíritus, una alfombra barata.



El barracón de las mujeres es algo mejor, pero no demasiado: hay una especie de literas de tres metros cuadrados, espacios que se han transformado en las pequeñas casitas de cada chica, a veces de toda una familia. Los bebés corretean, las mujeres cosen, charlan, cocinan en un hornillo rudimentario –recemos por que no haya un incendio cualquier día-. Sacamos las cámaras, forzando la luz. Algunos trabajadores están inquietos, pero nadie dice una palabra agresiva o fuera de tono. Unos pocos sonríen, pero, sospecho, es por pura educación.


Intentamos hablar con el dueño de la fábrica, pero está en Bangkok. Tratamos de explicarle a la amable pero atónita secretaria, en mal tailandés, que somos dos periodistas que estamos intentando hacer un reportaje sobre el cierre de fábricas por la crisis económica. Ella llama por teléfono a su jefe, y la primera pregunta nos cae a bocajarro, lo único que le interesa saber al patrón: “¿Sóis de una ONG?”. Le decimos que no. La muchacha nos dice que llamemos el lunes, que el jefe estará de vuelta. Pero para entonces ya estaremos en Bangkok.


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(EPÍLOGO: Dos días después, uno de mis amigos en Bangkok, un sudafricano, me comenta algo que ha oído en las noticias de su país sobre España, sobre un boliviano que perdió un brazo en una máquina de hacer pan, y su jefe se deshizo de él como un fardo. Al parecer, en mi país también abusan de los trabajadores inmigrantes…)

2 comentarios:

  1. ... y lo peor es que lo del boliviano amputado sucedió el mismo día en que el Real Madrid pagó 96 millones de euros por Cristiano Ronaldo, al que abonará 9 millones netos por temporada. A veces me pregunto como Terzani si deberíamos valorar a un sistema, no sólo por los rendimientos que genera, sino por el tipo de ser humano que produce.
    En fin, dudas de un conservador.
    Sienpre con cariño.

    Saúl

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  2. Hombre, me imagino que sería al revés, reflexionar qué tipo de ser humano es el que produce y cuál el que permite, que perpetúa este tipo de sistema. Un abrazo!

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