"Un encuentro casual vale por mil citas"
Proverbio árabe
Dicen que entre dos seres humanos, cualesquiera y dondequiera que se hallen en el globo terráqueo, hay un máximo de seis grados de separación: alguien conoce a alguien que conoce a alguien que… y así, hasta no más de seis personas. Incluso hay una película sobre este tema.
Yo me lo creo a pies juntillas. La primera vez que me pasó, yo tenía apenas veintiún años, y me acababa de enamorar. Ella no me quería y yo estaba destrozado, así que me fui a la estación de autobuses de Méndez Álvaro, en Madrid, y pregunté a qué hora salía el siguiente bus para Varsovia. Y me fui. De la validez de ello como terapia emocional hablaré en otra ocasión. Lo importante es que andaba yo por Cracovia haciendo fotos, cuando a través de mi obturador veo aparecer a Esteban Villarejo, un compañero de la facultad y el colegio mayor, que hace un año que está de Erasmus en Bélgica y de quien no sé nada desde que se marchó. Dado el talante español (que uno escucha hablar mejicano en un semáforo en Londres y ya se alegra), y los precios del vodka y la cerveza en Polonia, os podéis imaginar la celebración del reencuentro. Sólo diré que duró dos días.
Los años pasaron: seguí viviendo en Madrid, tuve otros amores, viajé mucho por África del Norte, y en los campos de refugiados saharauis de Tindouf conocí a un médico colombiano llamado Víctor, que es un sinvergüenza (con cariño) muy simpático, clavadito a Mahmud Ahmadineyad. Nos caímos bien, y durante un par de años, cada vez que pasaba por Madrid nos llamaba a mí y a mis compañeros de piso. Después le perdí la pista.
Y empecé a dar vueltas por el mundo: El Cairo, Sofía, El Cairo de nuevo, y después Bangkok, donde acababa de instalarse otro amigo periodista, Ángel Villarino. Al poco de llegar a Tailandia, un encuentro fortuito en Khao San Road con una pareja de mochileros españoles que acababan de venir de Laos nos convenció de darnos una vuelta por aquel país. Nunca he hablado de ese viaje, pero fue memorable. Subimos hasta la frontera con China, y allí, en una aldea polvorienta llamada Luang Nam Tha, nos topamos con nada menos que cuatro grupos de españoles que andaban haciendo trekking. Hasta ese momento, descontando los dos mochileros de Khao San, no habíamos visto a ningún español en el Sudeste Asiático: al parecer, estaban todos en Luang Nam Tha.
Uno de los grupos era especialmente interesante: era un trío de chavales que acababan de terminar el instituto o el módulo de FP, y estaban viajando por Asia antes de decidir qué hacer con sus vidas. Cada uno explicó sus peripecias, y uno de ellos, Ibrahim, medio español medio palestino, me dijo: “Ah, mi hermana vive en El Cairo”. Hablando, descubrimos que yo la había conocido la noche en que ella llegaba, que era justo el día antes de que yo me fuese.
Regresé a Bangkok, y durante el año siguiente me pasó de todo, como sabéis los que habéis seguido mi blog. Para redondear mis magros ingresos periodísticos, me puse a dar clases de español en un centro privado, donde trabajaba un chico tailandés a quien todo el mundo llamaba Pepe, con el que hice intercambio de conversación thai-castellano. Viajé, tuve visitas… Regresé a Madrid para hacer alguna gestión, y una tarde, tomando un café en un bar de Latina, encuentro a unos viejos amigos que están con un pequeño grupo de gente. Entre ellos, una cara conocida que sin embargo no ubico.
- Yo te conozco.
- Yo a ti también.
Durante unos minutos, pensamos en qué circunstancias podemos haber coincidido. Ni la facultad, ni la ciudad de origen, ni el barrio. Ni siquiera la edad: yo le saco ocho años.
- Te conozco… de Laos. – balbuceo de repente.
Es Ibrahim.
Y la vida siguió dando vueltas. Pepe se marchó a vivir a Eslovaquia, y en mi camino se cruzó Estambul. Pero pocas semanas antes de irme, estaba yo en el barrio árabe de Bangkok, y de repente, a cuatro metros de mí, veo pasar el rostro familiar de Ahmadineyad. “No puede ser”, pensé. Pero por si acaso.
- ¡Víctor!- grité.
Y entonces, la figura se vuelve con expresión alucinada. Sí, es Víctor, el médico colombiano que conocí en Argelia, que acaba de llegar de trabajar con una minoría étnica en Birmania, y que no entiende quién carajo puede llamarle por su nombre en una ciudad asiática en la que no conoce a nadie…
Y hace unos días, caminando a la sombra de la torre de Gálata, me doy de bruces con Pepe, el tailandés que habla español y vive en Eslovaquia, que está de turismo unos días por acá, y que tampoco tiene ni idea de que yo me acabo de mudar a Estambul. Y aún hay quien dice que el mundo es grande. En fin: frente al desequilibrio económico y al que el Aserejé suene en cada rincón del planeta, algún aspecto positivo tenía que tener la globalización.
Ahora, acaba de pasar por esta ciudad mi viejo amigo Alberto Sastre, compañero de andanzas en El Cairo (que es también de Zaragoza, y ambos estamos seguros de que nos habíamos visto en una ocasión anterior). Alberto ha estado viviendo una temporada en Marruecos, donde se encontró con un joven cooperante llamado Ibrahim, quien le contó que en Laos había conocido a un periodista majete llamado Dani que le había recomendado estudiar árabe en Siria… Y Esteban, aquel viejo amigo que me encontré en Cracovia, es ahora mi jefe en ABC. Y aunque la ruleta sigue girando, tengo la sensación de que, de algún modo, el círculo se cierra.
mmm es como una melodía que se repite, no? En fin, como siempre: qué envidia!
ResponderEliminarY yo que soy un pelín cuadriculao, y que pienso que al azar hay que agarrarlo de los pelos, pero el cabrón se empeña en darnos en las narices... y que siga así.
ResponderEliminarAlberto Sastre
Coño Dani, esta es muy buena...
ResponderEliminarTremenda entrada Dani!
ResponderEliminarAún así, permíteme dos observaciones como "viejo amigo" que soy y sin ánimo de desmerecer tan sublime historia: Ibrahim se llama en realidad Abraham (vaya a ser que lo lea por una de estas casualidades/encontronazos de la vida...) y aquel bar sigue siendo Lavapiés (los de Jaén podemos llegar a ser muy territoriales, incluso con los barrios de adopción...)
Fuerte abrazo compa! y fuerte envidia sana!