miércoles, 2 de noviembre de 2011

Un extraño atardecer en Libia


Cae el sol, y observo a un grupo de jóvenes rebeldes libios que celebran una victoria menor con disparos al aire. Estamos en julio, y el final de Gadafi parece ya inexorable, cuestión, como así será, de apenas unas semanas. Pero eso no impide que su ejército castigue a las poblaciones rebeldes. Aquí, cada noche los cohetes atormentan las cimas de las montañas Nafusa, destrozando los nervios de sus habitantes. Y los míos, de paso.

Como todos, o casi, me he enamorado un poco de los rebeldes. En febrero, al principio de la insurrección en Libia, viajé a Bengasi. Allí, en la pared del cuartel general de los alzados, figuran los bellos principios de esta revolución: “Libertad, democracia, dignidad, tolerancia, elecciones libres, unidad, igualdad para todos”. Esos fueron días bonitos, cuando los rebeldes avanzaban sin obstáculos hacia Trípoli, parecía que Gadafi estaba condenado a caer sin gran resistencia, y la OTAN todavía no había introducido la dosis de “realpolitik” que vendría después.

Pero hemos llegado al verano, y he vuelto para ver cómo andan las cosas por el frente occidental. Con OTAN o sin OTAN, me conmueve el enorme apetito de libertad que tienen los libios. “Hurreya”, “libertad”, la palabra sagrada, estampada en los muros, pronunciada con devoción por estos improbables guerreros que, en muchos casos, no saben luchar, pero ofrecen sus torsos aulladores a las baterías enemigas, el remedo de un culto mistérico en el que los hombres se sacrifican a este nuevo dios, a la idea que, sin duda, más mártires ha creado a lo largo de la historia.

Pero esta guerra se vuelve cada vez más sucia y desagradable, y el amor es ciego sólo durante un tiempo. Con Gadafi ya fuera de la ecuación, todas las incógnitas sobre el futuro están abiertas. El asesinato del comandante militar rebelde Abdel Fatah Younes a manos de otros insurrectos, y la ejecución sumaria de decenas, tal vez centenares de leales al dictador, apuntan a un baño de sangre ya iniciado, a un brutal y cainita ajuste de cuentas anestesiadas, pero no eliminadas, por cuatro décadas de dictadura. O, peor, a una lucha por el poder entre facciones rebeldes a quienes lo único que une entre sí es el odio a Gadafi y cuya alianza no sobrevivirá al régimen. Hay demasiadas armas, demasiados milicianos en Libia, y algunos le han cogido gusto al poder inmediato que emana de la boca de un fusil.

Y súbitamente, como un mazazo, en aquel atardecer de julio en las montañas Nafusa, me asalta la idea de que la palabra “libertad” tiene un significado concreto, único, para cada ciudadano de este país. Creer que en Libia brotará de la nada una democracia liberal no es sino el delirio de un loco. Muy lejos quedan los principios revolucionarios, aplastados por el peso de las ejecuciones sumarias, que se han llevado por delante la tolerancia de los asesinos y la dignidad y la igualdad de los asesinados, que ya nunca votarán en unas hipotéticas elecciones libres.

Veo, al fondo, a la columna de mujeres que, apenas unos minutos y en grupo, salen de casa para ir al mercado, cubiertas hasta los ojos por el “hayek” -el velo integral tradicional de esta región norteafricana-, e intuyo que su situación personal no mejorará mucho con el nuevo gobierno de la “Libia libre”. Y rezo porque no estemos creando un nuevo Afganistán al sur del Mediterráneo।



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