viernes, 13 de mayo de 2011

La enésima tarde de fuego



Los atenienses están tan acostumbrados a los disturbios que apenas aprietan el paso cuando suenan las escopetas de gas lacrimógeno y las parábolas de humo cubren el cielo: se limitan a colocarse en la nariz el pañuelo o bufanda que casi todos llevan, y a quitarse de en medio con discreción. Las protestas, a decir verdad, no son tan grandes: unas dos mil personas que protestan en círculos en los alrededores de la céntrica plaza de Syntagma. Alrededor, algunos contenedores ardiendo, el tráfico ausente, y unas pocas decenas de encapuchados que trabajan cuidadosamente, como concienzudas hormigas visionarias, para convertir el adoquinado en proyectiles. Nada que la ciudad no vea al menos una vez al mes.

Hoy era inevitable que la protesta del día desembocase en combates callejeros. Más que reivindicar nada, los manifestantes querían venganza: ayer, durante la huelga general, un policía antidisturbios apaleó a un joven con una barra de hierro, enviándole al hospital. Así que, a ambos lados de las barricadas improvisadas con mobiliario urbano, todos dan por hecho, por distintas razones, que el enfrentamiento es legítimo. “Han enviado el país al infierno, y cuando protestamos, nos apalean”, me dice, apretando los dientes, un estudiante de ciencias políticas llamado Spiros. “Deberías salir de aquí”, me aconseja, antes de colocarse el pañuelo y adentrarse en el humo.

A los manifestantes griegos no les gustan los periodistas. A los fotógrafos los toleran, debido, tal vez, al talante anarquista de los que practican esa profesión, y también porque éstos aceptan que hay reglas: se pueden mostrar los destrozos, pero no las caras de quien los hace, para evitar que la policía utilice las fotografías para identificarles. Los cámaras de televisión, asociados irremisiblemente con el poder, no tienen más remedio que colocarse tras la línea de los antidisturbios.

La noche ha caído, y la línea del frente parece establecida en la plaza de la universidad, en la Avenida Venizelos, en cuyo centro languidece una acampada de refugiados afganos que solicitan asilo político, y que se han esfumado en cuanto han comenzado los disturbios. Allí, encuentro un excelente observatorio en lo alto de las escalinatas de la Biblioteca Nacional, el edificio adyacente a la universidad, donde, sorprendentemente, no hay nadie. El gas lacrimógeno no llega hasta aquí arriba, y, apoyado contra una columna, sentado –casi tumbado- en la barandilla de mármol, puedo ver sin visto, y esperar el tiempo que haga falta.

Porque lo que viene ahora es una guerra de desgaste. “¡A ver qué dura más, si nuestra paciencia o vuestro gas lacrimógeno!”, grita, en inglés, un tipo con un marcado acento francés: el movimiento anarquista griego tiene muchos admiradores. Para ambos bandos es ya poco más que un juego, una especie de gimnasia marcial con la que los más curtidos se mantienen en forma y los novatos aprenden a desenvolverse. En la acera, un veterano enseña a otro manifestante más joven a partir las baldosas en pequeños trozos: las piedras grandes y pesadas son difíciles de lanzar; las verdaderamente eficaces, las que parten cráneos y atemorizan a la policía, son las que te caben en un puño cerrado.

La manifestación, poco a poco, se disuelve sola: los manifestantes deben regresar a sus casas, a su vida diaria. Los que quedan tienen, probablemente, poco más que hacer. Uno de ellos azuza a su perro, un precioso mastín marrón, contra la policía. De vez en cuando vuela una piedra, suena un petardo, un bote de gas surca el aire, pero todos saben que los disturbios han terminado. Se reabre el tráfico en la avenida, y los afganos vuelven a salir de entre los arbustos.

Pero los más militantes se resisten, e intentan volver a cortar la circulación apilando varios buzones en la calzada. Los antidisturbios disparan nuevos gases, y los conductores sortean los buzones como pueden. Y entonces tiene lugar el que, con toda seguridad, es uno de los mayores dramas del día: el perro, enloquecido por los gases, se lanza contra los coches, golpeando las puertas con las patas delanteras e intentando morder las ruedas en marcha. Y ocurre lo inevitable: uno de los vehículos le atropella. Su dueño, gritando, levanta en brazos al mastín, que aúlla dolorido, y se retira hacia el jardín.

Y, en este punto, la policía hace lo que puede considerarse más sensato de todo: se retira despacio, para que su presencia no sea vista como una provocación. Y funciona: los jóvenes se quitan las capuchas y salen por las esquinas de la plaza, caminando tranquilamente junto a unos antidisturbios que se mueren de ganas de zurrarles la badana, pero que están maniatados por la presunción de inocencia. La avenida está cubierta de piedras, de botellas, convertida en un camino de cabras como por arte de magia. Y los coches pasan sobre ellas removiéndolas, empujándolas, aplastándolas. Y el sonido de las piedras chocando con el asfalto, como de una tronera, de un primitivo y absurdo bombo de la lotería, nos llega en el espacio abierto de la plaza, martilleándonos con la idea de que algo va terriblemente mal en Grecia.


lunes, 9 de mayo de 2011

"Los salafistas rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego"


Reportaje mío desde El Cairo, publicado en ABC el 9-05-2011, aunque solamente en la versión papel



"Los salafistas rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego"


Los ataques contra cristianos coptos disparan la tensión religiosa en Egipto

Daniel Iriarte - El Cairo

La iglesia de Mar Mina es un edificio de cinco plantas que saluda, ahora ennegrecido, la entrada al barrio de Imbaba, en el noroeste de El Cairo. El mobiliario, incluyendo el altar, ha sido reducido a cenizas, pero eso no impide que se celebre una ceremonia religiosa en el segundo piso, en honor de los caídos la noche anterior. Horas antes, varios centenares de islamistas (hasta quinientos, según algunos testigos) asaltaron el lugar empuñando machetes y palos, cócteles molotov y algunas pistolas.

Todos los testimonios coinciden en que los atacantes eran “salafistas”, islamistas radicales que quieren imponer su versión “purificada” del islam. Al parecer, estaban convencidos de que los cristianos retenían por la fuerza a una joven que se habría convertido recientemente a la religión musulmana para casarse. Los enfrentamientos entre los salafistas, por un lado, y los vecinos del barrio y el ejército, por el otro, se saldaron con una docena de muertos y casi dos centenares de heridos.


El pequeño Abderrahman jugaba en la calle cuando empezó todo. “Grupos de barbudos llegaron en moto, rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego”, relata. El guardia de seguridad murió en el incendio. Según los testigos, otro de los parroquianos, aterrorizado por las llamas, se mató al arrojarse por una ventana. Pocas horas después, la iglesia de la Virgen María, en el mismo barrio, era también pasto de las llamas.


El hecho de que Abderrahman, musulmán, nos hable frente a Mar Mina, dentro del perímetro de seguridad establecido por el ejército, es un indicador de que los atacantes no han conseguido su propósito de provocar una ruptura religiosa. “Todos los vecinos ayudaron a apagar el fuego, tanto cristianos como musulmanes”, indica Nabil, otro de los testigos presentes. Pero la ya muy dañada convivencia entre ambas confesiones pende de un hilo. Aquí, frente a Mar Mina, la tensión es enorme.


“¡Los que han hecho esto no son egipcios! ¡Son los locos esos que van a Afganistán!”, le asegura un hombre al reportero de ABC. “¿Tú qué vas a decir? ¡Eres musulmán! ¿Acaso no son de tu misma religión los que nos han atacado?”, le espeta otro. Al primero se le saltan las lágrimas. “¡Vosotros sois mis vecinos, mis hermanos!”, les grita, antes de retirarse, para evitar problemas.


Estos no tardan en llegar: alguien, un musulmán, hace un comentario ofensivo desde una furgoneta, y recibe como respuesta con una lluvia de piedras arrojadas por un grupo de jóvenes coptos cuya ira es patente. Al otro lado de la barrera policial, otros reaccionan lanzando sus propios proyectiles. Por un momento parece que el enfrentamiento es inevitable, hasta que los soldados dispersan a los revoltosos disparando al aire y ampliando su perímetro.


Sin embargo, el rencor contra las fuerzas de seguridad está muy extendido entre la comunidad copta. Cuando varios camiones de la policía antidisturbios aparecen para desplegarse en el área, son recibidos con abucheos. “El ejército no puede protegernos, está con los musulmanes”, asegura Emad Aguib, un ingeniero de treinta años.


Por ese motivo, ayer por la tarde se produjeron varias manifestaciones, entre ellas una que reunió a un centenar de personas frente a la embajada estadounidense, “para pedir a la comunidad internacional que intervenga para proteger a los coptos”. Por su parte, el Gran Muftí Ali Gomaa, uno de los principales líderes espirituales del islam suní, pidió “que los egipcios se mantengan hombro con hombro para prevenir tensiones”.


La quema de las iglesias de Imbaba culmina una larga lista de incidentes religiosos que en las últimas semanas parecen haberse multiplicado, y que algunos achacan a una estrategia deliberada de confrontación por parte de los salafistas. Otros acusan a elementos del régimen del derrocado presidente Hosni Mubarak de orquestar los ataques, para demostrar que el país necesita de un poder fuerte que evite que se suma en el caos.


La tensión, en todo caso, sigue creciendo: ayer provocó también una gran pelea entre cristianos y musulmanes en la calle Ramsés, en el centro de El Cairo, entre otros incidentes. La situación ha sido considerada lo suficientemente grave como para que el nuevo primer ministro, Essam Sharaf, cancelase un viaje oficial a Bahrein y convocase una reunión gubernamental de urgencia para discutir el asunto. El ejército ha anunciado que los 190 detenidos en los enfrentamientos de Imbaba serán sometidos a un juicio militar.