miércoles, 2 de noviembre de 2011

El cadáver de Gadafi

Después de tantos meses de revuelta armada en Libia (por no llamarla guerra civil), uno esperaría alegrarse de la muerte de un canalla del calibre de Gadafi. Primero, porque esto supone el triunfo inmediato del bando rebelde que, siempre lo he sostenido, estaba en su derecho legítimo a rebelarse contra la dictadura. Algo que no invalida el que la OTAN decidiese hacer causa común con ellos por sus propios intereses: el triunfo de Gadafi hubiera resultado mucho peor. Y segundo, porque en el fondo hay algo de justicia poética en el tirano asesinado por la rabia del pueblo, al estilo de Mussolini.

Pero no está siendo así. Será tal vez ese rechazo instintivo que me provocan los linchamientos. Y
el que, si uno se considera un demócrata, asume que habría sido mejor capturarle vivo, igual que habría sido mejor atrapar con vida a Osama Bin Laden, para que pudiese sentarse ante un tribunal a rendir cuentas por sus crímenes.

Pero ya hace años capturamos con vida a otro tirano sanguinario llamado Saddam Hussein, y le hicimos un juicio, y aquello tampoco tuvo mucho que ver con la justicia. A Saddam se le liquidó lo más rápido posible y sin muchas preguntas, para que no revelase demasiado sobre aquella década en que las potencias occidentales le suministraban armamento a precio
de saldo. Incluyendo, claro, las armas químicas con las que gaseó a los kurdos en 1988, por lo que luego –quince años después- se le demonizó.

Y
Gadafi tenía para contar. En un juicio habríamos oído innumerables testimonios sobre el apoyo del régimen libio al terrorismo, sobre la matanza de la prisión de Abu Salim, sobre el atentado de Lockerbie, sobre la brutal represión durante cuatro décadas. Pero el otrora “líder de la revolución libia”, con su reconocido dominio escénico, podría haberse desmarcado hablando del pacto que tenía con Italia para asesinar a inmigrantes subsaharianos, de las fiestas salvajes de Berlusconi, de los islamistas torturados para suministrar información a la CIA, de los oscuros negocios con diversos gobiernos europeos. O de las alegaciones de que financió la campaña electoral de Sarkozy. O, ya puestos, de las recepciones en el Palacio de la Zarzuela, de la entrega de las llaves de oro de Madrid por Alberto Ruiz Gallardón, o de su jaima instalada en el Palacio de El Pardo, que no son hechos ilegales pero cuyo recuerdo debe poner nervioso a más de uno…

No pretendo insinuar que los rebeldes que acabaron con
Gadafi hubiesen recibido instrucciones de evitar que llegase vivo a los tribunales. No, mi instinto –a falta de mayores datos- me dice que es algo mucho más primario que todo eso: un grupo de combatientes se topa con el dictador, le acorrala, le lincha. Todo muy mussoliniano. Pero más de una cancillería habrá respirado sabiendo que esa bomba de nitroglicerina llamada Gadafi ha sido silenciada para siempre.

Si
Gadafi hubiese capitulado, como sus vecinos autócratas, la revolución libia podría haber sido un bonito episodio de la historia contemporánea. Pero eligió morir matando, y mientras tanto los rebeldes han asesinado a demasiados presuntos colaboracionistas y trabajadores inmigrantes cuyo único crimen era tener la piel negra, y las bombas de la OTAN han volado demasiados edificios de viviendas. Ahora, ante la perspectiva de hacerse con el poder, las diferentes facciones victoriosas empiezan a apuntar sus fusiles unas contra otras.

Las imágenes del
cadáver de Gadafi no me producen sino un extraño hastío. No sé, será que la guerra de Libia está durando demasiado. Y que, al final, es igual de asquerosa que todas las demás guerras.


Un extraño atardecer en Libia


Cae el sol, y observo a un grupo de jóvenes rebeldes libios que celebran una victoria menor con disparos al aire. Estamos en julio, y el final de Gadafi parece ya inexorable, cuestión, como así será, de apenas unas semanas. Pero eso no impide que su ejército castigue a las poblaciones rebeldes. Aquí, cada noche los cohetes atormentan las cimas de las montañas Nafusa, destrozando los nervios de sus habitantes. Y los míos, de paso.

Como todos, o casi, me he enamorado un poco de los rebeldes. En febrero, al principio de la insurrección en Libia, viajé a Bengasi. Allí, en la pared del cuartel general de los alzados, figuran los bellos principios de esta revolución: “Libertad, democracia, dignidad, tolerancia, elecciones libres, unidad, igualdad para todos”. Esos fueron días bonitos, cuando los rebeldes avanzaban sin obstáculos hacia Trípoli, parecía que Gadafi estaba condenado a caer sin gran resistencia, y la OTAN todavía no había introducido la dosis de “realpolitik” que vendría después.

Pero hemos llegado al verano, y he vuelto para ver cómo andan las cosas por el frente occidental. Con OTAN o sin OTAN, me conmueve el enorme apetito de libertad que tienen los libios. “Hurreya”, “libertad”, la palabra sagrada, estampada en los muros, pronunciada con devoción por estos improbables guerreros que, en muchos casos, no saben luchar, pero ofrecen sus torsos aulladores a las baterías enemigas, el remedo de un culto mistérico en el que los hombres se sacrifican a este nuevo dios, a la idea que, sin duda, más mártires ha creado a lo largo de la historia.

Pero esta guerra se vuelve cada vez más sucia y desagradable, y el amor es ciego sólo durante un tiempo. Con Gadafi ya fuera de la ecuación, todas las incógnitas sobre el futuro están abiertas. El asesinato del comandante militar rebelde Abdel Fatah Younes a manos de otros insurrectos, y la ejecución sumaria de decenas, tal vez centenares de leales al dictador, apuntan a un baño de sangre ya iniciado, a un brutal y cainita ajuste de cuentas anestesiadas, pero no eliminadas, por cuatro décadas de dictadura. O, peor, a una lucha por el poder entre facciones rebeldes a quienes lo único que une entre sí es el odio a Gadafi y cuya alianza no sobrevivirá al régimen. Hay demasiadas armas, demasiados milicianos en Libia, y algunos le han cogido gusto al poder inmediato que emana de la boca de un fusil.

Y súbitamente, como un mazazo, en aquel atardecer de julio en las montañas Nafusa, me asalta la idea de que la palabra “libertad” tiene un significado concreto, único, para cada ciudadano de este país. Creer que en Libia brotará de la nada una democracia liberal no es sino el delirio de un loco. Muy lejos quedan los principios revolucionarios, aplastados por el peso de las ejecuciones sumarias, que se han llevado por delante la tolerancia de los asesinos y la dignidad y la igualdad de los asesinados, que ya nunca votarán en unas hipotéticas elecciones libres.

Veo, al fondo, a la columna de mujeres que, apenas unos minutos y en grupo, salen de casa para ir al mercado, cubiertas hasta los ojos por el “hayek” -el velo integral tradicional de esta región norteafricana-, e intuyo que su situación personal no mejorará mucho con el nuevo gobierno de la “Libia libre”. Y rezo porque no estemos creando un nuevo Afganistán al sur del Mediterráneo।



viernes, 13 de mayo de 2011

La enésima tarde de fuego



Los atenienses están tan acostumbrados a los disturbios que apenas aprietan el paso cuando suenan las escopetas de gas lacrimógeno y las parábolas de humo cubren el cielo: se limitan a colocarse en la nariz el pañuelo o bufanda que casi todos llevan, y a quitarse de en medio con discreción. Las protestas, a decir verdad, no son tan grandes: unas dos mil personas que protestan en círculos en los alrededores de la céntrica plaza de Syntagma. Alrededor, algunos contenedores ardiendo, el tráfico ausente, y unas pocas decenas de encapuchados que trabajan cuidadosamente, como concienzudas hormigas visionarias, para convertir el adoquinado en proyectiles. Nada que la ciudad no vea al menos una vez al mes.

Hoy era inevitable que la protesta del día desembocase en combates callejeros. Más que reivindicar nada, los manifestantes querían venganza: ayer, durante la huelga general, un policía antidisturbios apaleó a un joven con una barra de hierro, enviándole al hospital. Así que, a ambos lados de las barricadas improvisadas con mobiliario urbano, todos dan por hecho, por distintas razones, que el enfrentamiento es legítimo. “Han enviado el país al infierno, y cuando protestamos, nos apalean”, me dice, apretando los dientes, un estudiante de ciencias políticas llamado Spiros. “Deberías salir de aquí”, me aconseja, antes de colocarse el pañuelo y adentrarse en el humo.

A los manifestantes griegos no les gustan los periodistas. A los fotógrafos los toleran, debido, tal vez, al talante anarquista de los que practican esa profesión, y también porque éstos aceptan que hay reglas: se pueden mostrar los destrozos, pero no las caras de quien los hace, para evitar que la policía utilice las fotografías para identificarles. Los cámaras de televisión, asociados irremisiblemente con el poder, no tienen más remedio que colocarse tras la línea de los antidisturbios.

La noche ha caído, y la línea del frente parece establecida en la plaza de la universidad, en la Avenida Venizelos, en cuyo centro languidece una acampada de refugiados afganos que solicitan asilo político, y que se han esfumado en cuanto han comenzado los disturbios. Allí, encuentro un excelente observatorio en lo alto de las escalinatas de la Biblioteca Nacional, el edificio adyacente a la universidad, donde, sorprendentemente, no hay nadie. El gas lacrimógeno no llega hasta aquí arriba, y, apoyado contra una columna, sentado –casi tumbado- en la barandilla de mármol, puedo ver sin visto, y esperar el tiempo que haga falta.

Porque lo que viene ahora es una guerra de desgaste. “¡A ver qué dura más, si nuestra paciencia o vuestro gas lacrimógeno!”, grita, en inglés, un tipo con un marcado acento francés: el movimiento anarquista griego tiene muchos admiradores. Para ambos bandos es ya poco más que un juego, una especie de gimnasia marcial con la que los más curtidos se mantienen en forma y los novatos aprenden a desenvolverse. En la acera, un veterano enseña a otro manifestante más joven a partir las baldosas en pequeños trozos: las piedras grandes y pesadas son difíciles de lanzar; las verdaderamente eficaces, las que parten cráneos y atemorizan a la policía, son las que te caben en un puño cerrado.

La manifestación, poco a poco, se disuelve sola: los manifestantes deben regresar a sus casas, a su vida diaria. Los que quedan tienen, probablemente, poco más que hacer. Uno de ellos azuza a su perro, un precioso mastín marrón, contra la policía. De vez en cuando vuela una piedra, suena un petardo, un bote de gas surca el aire, pero todos saben que los disturbios han terminado. Se reabre el tráfico en la avenida, y los afganos vuelven a salir de entre los arbustos.

Pero los más militantes se resisten, e intentan volver a cortar la circulación apilando varios buzones en la calzada. Los antidisturbios disparan nuevos gases, y los conductores sortean los buzones como pueden. Y entonces tiene lugar el que, con toda seguridad, es uno de los mayores dramas del día: el perro, enloquecido por los gases, se lanza contra los coches, golpeando las puertas con las patas delanteras e intentando morder las ruedas en marcha. Y ocurre lo inevitable: uno de los vehículos le atropella. Su dueño, gritando, levanta en brazos al mastín, que aúlla dolorido, y se retira hacia el jardín.

Y, en este punto, la policía hace lo que puede considerarse más sensato de todo: se retira despacio, para que su presencia no sea vista como una provocación. Y funciona: los jóvenes se quitan las capuchas y salen por las esquinas de la plaza, caminando tranquilamente junto a unos antidisturbios que se mueren de ganas de zurrarles la badana, pero que están maniatados por la presunción de inocencia. La avenida está cubierta de piedras, de botellas, convertida en un camino de cabras como por arte de magia. Y los coches pasan sobre ellas removiéndolas, empujándolas, aplastándolas. Y el sonido de las piedras chocando con el asfalto, como de una tronera, de un primitivo y absurdo bombo de la lotería, nos llega en el espacio abierto de la plaza, martilleándonos con la idea de que algo va terriblemente mal en Grecia.


lunes, 9 de mayo de 2011

"Los salafistas rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego"


Reportaje mío desde El Cairo, publicado en ABC el 9-05-2011, aunque solamente en la versión papel



"Los salafistas rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego"


Los ataques contra cristianos coptos disparan la tensión religiosa en Egipto

Daniel Iriarte - El Cairo

La iglesia de Mar Mina es un edificio de cinco plantas que saluda, ahora ennegrecido, la entrada al barrio de Imbaba, en el noroeste de El Cairo. El mobiliario, incluyendo el altar, ha sido reducido a cenizas, pero eso no impide que se celebre una ceremonia religiosa en el segundo piso, en honor de los caídos la noche anterior. Horas antes, varios centenares de islamistas (hasta quinientos, según algunos testigos) asaltaron el lugar empuñando machetes y palos, cócteles molotov y algunas pistolas.

Todos los testimonios coinciden en que los atacantes eran “salafistas”, islamistas radicales que quieren imponer su versión “purificada” del islam. Al parecer, estaban convencidos de que los cristianos retenían por la fuerza a una joven que se habría convertido recientemente a la religión musulmana para casarse. Los enfrentamientos entre los salafistas, por un lado, y los vecinos del barrio y el ejército, por el otro, se saldaron con una docena de muertos y casi dos centenares de heridos.


El pequeño Abderrahman jugaba en la calle cuando empezó todo. “Grupos de barbudos llegaron en moto, rompieron la puerta de la iglesia y le prendieron fuego”, relata. El guardia de seguridad murió en el incendio. Según los testigos, otro de los parroquianos, aterrorizado por las llamas, se mató al arrojarse por una ventana. Pocas horas después, la iglesia de la Virgen María, en el mismo barrio, era también pasto de las llamas.


El hecho de que Abderrahman, musulmán, nos hable frente a Mar Mina, dentro del perímetro de seguridad establecido por el ejército, es un indicador de que los atacantes no han conseguido su propósito de provocar una ruptura religiosa. “Todos los vecinos ayudaron a apagar el fuego, tanto cristianos como musulmanes”, indica Nabil, otro de los testigos presentes. Pero la ya muy dañada convivencia entre ambas confesiones pende de un hilo. Aquí, frente a Mar Mina, la tensión es enorme.


“¡Los que han hecho esto no son egipcios! ¡Son los locos esos que van a Afganistán!”, le asegura un hombre al reportero de ABC. “¿Tú qué vas a decir? ¡Eres musulmán! ¿Acaso no son de tu misma religión los que nos han atacado?”, le espeta otro. Al primero se le saltan las lágrimas. “¡Vosotros sois mis vecinos, mis hermanos!”, les grita, antes de retirarse, para evitar problemas.


Estos no tardan en llegar: alguien, un musulmán, hace un comentario ofensivo desde una furgoneta, y recibe como respuesta con una lluvia de piedras arrojadas por un grupo de jóvenes coptos cuya ira es patente. Al otro lado de la barrera policial, otros reaccionan lanzando sus propios proyectiles. Por un momento parece que el enfrentamiento es inevitable, hasta que los soldados dispersan a los revoltosos disparando al aire y ampliando su perímetro.


Sin embargo, el rencor contra las fuerzas de seguridad está muy extendido entre la comunidad copta. Cuando varios camiones de la policía antidisturbios aparecen para desplegarse en el área, son recibidos con abucheos. “El ejército no puede protegernos, está con los musulmanes”, asegura Emad Aguib, un ingeniero de treinta años.


Por ese motivo, ayer por la tarde se produjeron varias manifestaciones, entre ellas una que reunió a un centenar de personas frente a la embajada estadounidense, “para pedir a la comunidad internacional que intervenga para proteger a los coptos”. Por su parte, el Gran Muftí Ali Gomaa, uno de los principales líderes espirituales del islam suní, pidió “que los egipcios se mantengan hombro con hombro para prevenir tensiones”.


La quema de las iglesias de Imbaba culmina una larga lista de incidentes religiosos que en las últimas semanas parecen haberse multiplicado, y que algunos achacan a una estrategia deliberada de confrontación por parte de los salafistas. Otros acusan a elementos del régimen del derrocado presidente Hosni Mubarak de orquestar los ataques, para demostrar que el país necesita de un poder fuerte que evite que se suma en el caos.


La tensión, en todo caso, sigue creciendo: ayer provocó también una gran pelea entre cristianos y musulmanes en la calle Ramsés, en el centro de El Cairo, entre otros incidentes. La situación ha sido considerada lo suficientemente grave como para que el nuevo primer ministro, Essam Sharaf, cancelase un viaje oficial a Bahrein y convocase una reunión gubernamental de urgencia para discutir el asunto. El ejército ha anunciado que los 190 detenidos en los enfrentamientos de Imbaba serán sometidos a un juicio militar.


lunes, 28 de marzo de 2011

"Una cosa es estar en contra de la intervención occidental, y otra apoyar a un dictador criminal como Gadafi"


Aquí la entrevista que me hicieron el otro día en Rebelión, sobre la situación en Libia.


"Una cosa es estar en contra de la intervención occidental, y otra apoyar a un dictador criminal como Gadafi"


José Daniel Fierro
Rebelión

Daniel Iriarte es documentalista y periodista freelance radicado en Estambul. Colabora con Video Journalist Movement y es analista para Libia y Egipto del portal Mediterráneo Sur. Las últimas semanas las ha pasado recorriendo el Líbano, Túnez, Egipto y Libia, donde ha recogido testimonios y abundante material gráfico sobre las revueltas que están tenido lugar en el norte de África. Conversamos con él sobre la situación de Libia.

- Durante las últimas semanas has estado trabajando en el norte de África ¿que diferencias ves entre las revoluciones tunecina y egipcia y la que está teniendo lugar en Libia?

En el caso tunecino y egipcio, la mayoría de la gente salió a la calle porque para ellos el gobierno, en esencia, significaba que un policía les podía parar en cualquier momento, quedarse con su salario de ese día, e incluso arrestarles y torturarles sin ningún motivo. De hecho, en Egipto la revolución ha perdido casi todo su impulso desde que el ejército se hizo con el poder, a pesar del papel claramente contrarrevolucionario que éste está jugando. La mayoría de los egipcios de a pie creen que, caído el presidente Mubarak y disuelto el Amn Dawla (la seguridad estatal, el organismo encargado de la represión de la disidencia interna), y llamados al orden los policías, el problema está resuelto. Con el ejército no se meten, porque esta institución es percibida como honesta y neutral. Pero es simplemente porque, mientras el egipcio corriente veía claramente la corrupción y la brutalidad de la policía y el Amn Dawla, el ejército no necesita mancharse las manos con pequeñas corruptelas, puesto que tiene montada una estructura económica y corporativa muy poderosa, que incluye cientos de compañías, y por supuesto la ingente ayuda militar estadounidense.

En Libia es diferente, el nivel socioeconómico es mucho mayor. La frustración allí viene del hecho de que los altos cargos del régimen, especialmente la familia Gadafi, vive en un lujo escandaloso, mientras la mayoría de la gente pasa escaseces (aunque, desde luego, la carestía no es comparable a la del resto de África del Norte; podríamos asemejarla a la de una clase baja en España). También el nivel educativo es relativamente alto, lo que hace que los libios sean bastantes conscientes de las injusticias económicas y políticas del régimen.

- El levantamiento en Libia ¿ha contado con ayuda extranjera o ha sido un levantamiento popular como en sus países vecinos?

Creo que, en un primer momento, el levantamiento en Libia fue genuinamente nacional. Tú visitas Bengasi o Tobruk y te sorprende el odio y el resquemor acumulado contra los Gadafi. La región oriental, especialmente Bengasi, ha sido bastante castigada por el régimen en la última década, así que allí sólo fue necesario que el levantamiento cobrase fuerza –como el de ahora en Siria- para que la gente se lanzase a apoyarlo. Muchos libios confiaban en que Seif El Islam, el hijo de Gadafi llamado a heredar el gobierno, iba a cambiar las cosas llegado el momento, pero al cerrar filas detrás de su padre y hacer un llamamiento a la masacre de los alzados, hizo que muchísima gente se uniese a los rebeldes.

Pero eso fue al principio. Cuando yo estuve allí, a principios de marzo, se hablaba de instructores británicos entrenando a los rebeldes, aunque ningún periodista ha podido confirmar esa información. Y ahora ya ha quedado claro que el ejército egipcio está suministrando armas al gobierno rebelde, armas que, en último término, provienen de los estadounidenses.

- ¿Qué puedes contar del Consejo Nacional Libio? ¿Existen movimientos de izquierda o algún tipo de organización que aglutine a los rebeldes?

El Consejo Nacional Libio agrupa principalmente a antiguos miembros del régimen de Gadafi que se han pasado al otro bando. Por ejemplo, Mustafá Abdeljalil, que lidera el Consejo, era el Ministro de Justicia, y el general Abdul Fatah Yunis era Ministro del Interior. Ambos dimitieron cuando Gadafi ordenó masacrar a los manifestantes. Y como ellos, numerosos mandos del ejército y elementos de la administración y la diplomacia.

En ese sentido, es difícil hablar de “izquierda” en el movimiento rebelde (mientras que sí hay unos sectores izquierdistas claros en las revoluciones egipcia y tunecina), puesto que el régimen ha liquidado sistemáticamente toda oposición durante las últimas cuatro décadas. Ni izquierda ni derecha, lo único que se toleraba en el país era la “Tercera Teoría Universal”, una síntesis entre socialismo e islamismo desarrollada por Gadafi en el Libro Verde. Los únicos opositores con algún tipo de bagaje ideológico están en el exilio –y por tanto, sin fuerza real- o “enterrados bajo las arenas”, como dicen en Libia para hablar de los desaparecidos políticos.

El principal motor ideológico de los rebeldes es el nacionalismo. No obstante, el programa de los rebeldes es sencillo, para aglutinar al mayor número de seguidores posible, pero tiene ciertos tintes progresistas: piden libertad, democracia, dignidad, elecciones libres, una Libia unida con Trípoli como capital, e igualdad para todos.

Ahora bien, también hay un componente islamista en cierto sector de la resistencia. Libia es un país bastante conservador, y capitalizar el descontento e instrumentalizar el islam es fácil. En la ciudad de Derna, en el este, entre Tobruk y Bengasi, se está creando algo que huele a emirato salafista, y que no conviene perder de vista. No hay duda de que muchos de los que ahora combaten contra Gadafi son islamistas radicales.

- ¿Cuáles son las demandas de los rebeldes, están a favor de la intervención extranjera?

El este de Libia está plagado de carteles en los que se lee: “No a la intervención extranjera. El pueblo libio puede hacerlo solo”. Pero si en un primer momento parecía que iban a liquidar a Gadafi en dos tardes, finalmente la superioridad militar de éste y su rápido avance hacia el este ha hecho a muchos reconsiderar sus posturas. En principio, apoyaron la zona de exclusión aérea y los bombardeos contra las tropas de Gadafi. Ahora bien, cuando yo estuve allí, por todas partes te decían: “No vamos a dejar que soldados extranjeros pongan un pie en Libia”. La mayoría de los comandantes rebeldes son antiguos soldados de Gadafi que se han pasado al otro bando, y cuyas credenciales nacionalistas son impecables. Una intervención terrestre sería un desastre, puesto que muchos rebeldes, o bien se pasarían a las tropas de Gadafi, o comenzarían a combatir a los soldados occidentales por su cuenta.

- ¿Crees que Occidente ha puesto en marcha esta intervención militar para salvar la vida de los civiles libios?

Nadie se cree que el interés para intervenir sea humanitario: sólo hay que ver a los gobiernos de Bahrein, Yemen o Siria masacrando a su propia población civil para que quede claro el doble rasero. El interés es el petróleo; pero en mi opinión, el objetivo no es tanto apropiarse de él –al fin y al cabo, el suministro a precios de ganga ya estaba asegurado con Gadafi- como impedir que se interrumpa el flujo.

Me explico: algunas de las principales refinerías que suministran crudo a Europa están en Bengasi y Tobruk, en manos rebeldes, que hasta ahora se han cuidado mucho de que se mantenga el suministro. Las cancillerías europeas se dieron cuenta de que si Gadafi aplastaba a los rebeldes, el flujo peligraba, aunque sólo fuese porque aquellos que administran las refinerías iban a huir o ser represaliados. Además, después de que los gobiernos europeos, especialmente el francés, cruzasen la línea al enfrentarse abiertamente a Gadafi, éste iba a estar en una posición muy ventajosa si reconquistaba el este del país y se hacía con el control de la totalidad del petróleo libio. Por eso se intervino en aquel momento, para impedir que cayese Bengasi.

Y, de hecho, en ese sentido Europa tiene muchos más intereses que Estados Unidos, que tiene mucho menos que perder –y que ganar- en todo este asunto, y eso explica las vacilaciones iniciales de la Administración Obama.

- ¿Oponerse a la intervención es dar la razón a Gadafi? ¿Qué queda de ese líder independiente y antiimperialista?

Una cosa es estar en contra de la intervención occidental, y otra apoyar a un dictador criminal como Gadafi.

El problema es que Gadafi ha sabido vender durante décadas su etiqueta de “líder independiente y antiimperialista”, pero sus propias acciones demuestran que esto es falso. Tras unos primeros pasos progresistas –la nacionalización del petróleo y el desmantelamiento de las bases británicas, por ejemplo-, el resto de su trayectoria ha sido bastante poco afortunada. Por ejemplo, su intervencionismo en África –como su intento de anexión de la Franja de Auzu, en el Chad, o el envío de paracaidistas para defender al dictador ugandés Idi Amín Dadá- sólo puede ser calificado de “imperialista”, por muy “líder africanista” que él mismo se defina.

Gadafi tuvo la suerte de que la Administración Reagan le eligiese como malo oficial, lo que le absolvió a ojos de gran parte de la izquierda mundial. Pero es algo difícil de sostener: yo he visitado las mazmorras subterráneas de Bengasi tres días después de que las abrieran, y encontraron a varios supervivientes, prisioneros políticos. Es un lugar espantoso: un agujero de dos por tres metros, con el agua hasta las rodillas, en la que se metía a una treintena de personas que ni siquiera podían sentarse, dormían apoyados los unos contra los otros. Y estas mazmorras están a apenas cincuenta metros del palacio de Gadafi.

Sinceramente, defender a un régimen así no me parece nada “progresista”. Puede alegarse el “desarrollo” del país, pero el gran drama es que, siendo Libia un país riquísimo, el loco de Gadafi ha gastado el dinero del petróleo a manos llenas en mansiones para los suyos y en financiar grupos armados y cruzadas “antiimperialistas” por todo el mundo. El nivel de desarrollo no se corresponde para nada con la verdadera riqueza del país, y en ese sentido, lo doloroso es que incluso las petromonarquías del Golfo han sabido repartir mejor las riquezas petrolíferas.

- ¿Cómo crees que va a evolucionar la situación en Libia? ¿qué influencia puede tener la intervención y la postura de Gadafi sobre el resto de países árabes que se encuentran inmersos en sus propias rebeliones?

Insisto en que no me creo los motivos humanitarios, pero en mi opinión, la intervención occidental no tiene por qué ser negativa… por ahora. De no haberse producido, los rebeldes habrían sido aplastados y habríamos tenido un gran desastre humanitario y una ola de represión genocida. Al lanzar una guerra total, no es que Gadafi hubiese dejado muchas opciones: o se le permitía aplastar a los rebeldes, o se intervenía.

Ahora bien, el problema es que esta intervención abre demasiadas incógnitas. En primer lugar, corre el peligro de estancar el conflicto y convertirlo en una larga y sangrienta guerra civil. En segundo lugar, aunque por ahora, por la información que tenemos, los ataques aéreos parecen estar siendo bastante selectivos, en realidad no sabemos cuánta población civil está muriendo por esta causa. Y en tercer lugar, no creo que la guerra pueda ganarse sólo con bombardeos aéreos, lo cual implicará que tarde o temprano, o bien se deje la operación a medias, o se lance una invasión terrestre, lo cual ya he dicho que sería un gran desastre.

La paradoja es que, de no haberse producido la intervención, el resto de gobiernos autoritarios del mundo árabe hubieran entendido no sólo que cuentan con luz verde para aplastar salvajemente las protestas de sus propios pueblos, sino que es la única manera verdaderamente efectiva de acabar con las manifestaciones. Ben Alí y Mubarak no fueron lo suficientemente duros y cayeron, Gadafi optó por la mano dura y casi gana. Pero ahora, quiero creer que los dictadores se lo pensarán dos veces, aunque sólo sea porque corren el riesgo de que muchos de sus compatriotas se echen a la calle a la espera de que vengan los occidentales a salvarles.


martes, 15 de marzo de 2011

Los viejos métodos no se olvidan fácilmente



Crónicas de la revolución árabe (V) - Egipto


LOS VIEJOS MÉTODOS NO SE OLVIDAN FÁCILMENTE

El ejército egipcio tortura en plena calle a los delincuentes comunes que arresta

Daniel Iriarte - El Cairo

Jueves, 10 de marzo de 2011

Siete y media de la mañana. Los vecinos de Garden City, un barrio residencial de clase alta en el centro de El Cairo, se despiertan al escuchar gritos de dolor. En la calle, un soldado aprieta una porra eléctrica contra el torso desnudo de un hombre arrodillado.

“Es un ladrón. Le hemos encontrado tres mil libras egipcias [unos 360 euros, una pequeña fortuna en Egipto], dos teléfonos móviles y un machete de treinta centímetros”, aseguran los vecinos, arremolinados en torno al retén militar que custodia el barrio.

Tal vez. Pero eso difícilmente explica por qué, con el hombre inmovilizado –lleva las manos atadas a la espalda-, los soldados siguen aplicándole descargas eléctricas. El hombre grita y suplica clemencia. No la hay. Le pasan la porra por el pecho, el cuello, la cara, incluso la boca.

Desde que la policía se retirase de las calles de El Cairo poco antes de la caída del presidente Hosni Mubarak, la delincuencia común se ha incrementado sensiblemente, especialmente los asaltos armados. Los militares se han hecho cargo de la seguridad pública. A su manera, como podemos constatar.

Los soldados llevan al hombre a un callejón, cuyo acceso cierran con una reja. Uno de ellos empuña un látigo, con el que golpea al presunto criminal en las piernas y en la espalda. Las marcas de los golpes y los cortes empiezan a aflorar en su piel. El hombre, arrodillado, llora de dolor. Otro oficial de seguridad, vestido de civil, se acerca con un jarro de agua y lo derrama sobre el delincuente. El soldado vuelve a utilizar la porra eléctrica, cuyo efecto se multiplica por el líquido.

Esto no es un interrogatorio, sino un castigo ejemplarizante. Es el método normal del ejército de tratar a los detenidos. La noche anterior, otras dos personas han corrido la misma suerte en este mismo checkpoint.

La agonía se prolonga durante una hora. Después, los militares traen a otros arrestados -un total de siete-, todos ellos muy jóvenes, y los agrupan en el callejón, semidesnudos. Sollozan, trémulos de miedo y frío. Los montan en una camioneta y se los llevan.

No sabemos a dónde, pero sí sabemos a qué.


Túnez recupera la libertad de expresión


Publicado originalmente en Mediterráneo Sur el 15-03-2011

Crónicas de la revolución árabe (IV) - Túnez

Túnez recupera la libertad de expresión




Daniel Iriarte - Túnez

"¿Qué periódico es el más independiente?” le preguntamos al quiosquero. “Bueno, cualquiera, ahora todos escriben lo que les viene en gana”, nos responde. Ciertamente, los mismos diarios que hace apenas dos meses publicaban poco más que un detallado registro laudatorio de las actividades del presidente Zine el Abidine Ben Ali y su esposa, Leïla Trabelsi (con profusión de fotos de ambos para acompañarlo), se refieren ahora a ellos como “el dictador y su pareja” o “los saqueadores de Túnez”.

“Se está dando un fenómeno curioso: cada día hay un periódico que da la mejor información. El problema es que no se sabe cuál va a ser”, dice Mario, un profesor universitario italiano que reside en Túnez desde hace más de una década.

“Incluso La presse, un diario que ha estado siempre muy cercano al gobierno, trae algunos días reportajes que están muy bien. El resultado es que cada día acabamos comprando todos los periódicos, por si acaso ”, nos cuenta.

En diciembre de 2010, Túnez todavía ocupaba el puesto 164 de 178 en materia de libertad de expresión, según la clasificación de Reporteros Sin Fronteras. Ben Alí se permitía incluso la ironía de organizar congresos mundiales sobre la sociedad de la información, como el que acogió en 2005.

Ahora, la censura ha desaparecido, aunque no legalmente: la normativa sobre prensa y publicaciones no ha sido reformada. Pero sin nadie que se ocupe de hacer cumplir las restricciones, periodistas y editores se han lanzado a publicar sin cortapisas.

Frente a la librería Al Kitab, en la avenida Habib Burguiba, se arremolina un grupo de gente; y cuando este grupo se retira, otro ocupa su lugar. Es así desde hace semanas. En su escaparate hay expuestos una serie de libros hasta ahora imposibles de encontrar en Túnez. “No me consta que se estén publicando obras literarias que antes estuviesen prohibidas, pero tenemos muchos ensayos políticos”, dice Zead Hafhouf, empleado de la librería.

El libro más popular, nos cuenta, es La regente de Cartago, de los periodistas franceses Catherine Gradet y Nicolas Beau, sobre el imperio económico y los tejemanejes políticos de Leïla Trabelsi. Editado en Francia, era imposible de encontrar en Túnez, salvo en escasísimas ediciones clandestinas.

Otro de los libros más demandados es “Nuestro amigo Ben Alí. El reverso del milagro tunecino”, también de Nicolas Beau. Pero cuando uno pide un ejemplar, se lleva una sorpresa. “Son sólo muestras, no son para la venta”, nos dice Hafhouf.

Lo importante es mostrar que, aquí y ahora, ha llegado la libertad, que los libros franceses contrarios al régimen ya pueden leerse libremente, aunque no se puedan comprar todavía. El rosario de títulos tiene a los peatones boquiabiertos: Economía política de la represión en Túnez, Europa y sus déspotas, Cuando el pueblo resiste

“Ya no hay que presentar a la censura por adelantado la lista de títulos que vas a publicar, así que muchos editores lo están aprovechando”, asegura Hafhouf. Algunos han sabido ver la oportunidad, como el politólogo Mohamed Kilani, quien, a falta de una editorial, se autoeditó el libro La revolución de los valientes, que es el segundo más vendido estos días.

“El motivo de este ‘boom’ editorial es obvio, ¿no?”, dice Hafhouf: “La gente quiere leer y escribir lo que no ha podido en estos años”, afirma. La multitud frente a la librería da prueba de ello.