martes, 1 de septiembre de 2009

Miedo de una cuerda


Estoy haciendo un reportaje sobre qué piensan los turcos sobre la UE. Entro a preguntar en una librería regentada por una pareja de hippies. Al principio son muy simpáticos, pero cuando saco la cámara de video, sus rostros se tornan lívidos. Mi traductor les explica que soy periodista, que si les puedo hacer una pregunta sobre la Unión Europea, pero ellos contraatacan: que quién soy yo, que para quién trabajo, que les enseñe el carnet de prensa. Al final, salgo de allí sin nada, bastante desconcertado.

- Probablemente son comunistas a los que la policía ha apaleado más de una vez – explica mi traductor.

Un hombre al que ha mordido una serpiente tendrá miedo de una cuerda, reza un proverbio kurdo. Turquía está cambiando mucho, y a mejor. Pero hay cambios que van muy despacio.

Kurdos


Acudimos a la sede del DTP, un partido de base kurda, a pedir una entrevista con el presidente. El lugar está apenas doblando la esquina de mi casa. El tema kurdo es una cuestión sensible en Turquía: hace unos años, cuando Andrés –el de la agencia EFE aquí, que se está convirtiendo en mi nuevo compañero de fechorías- vivía en ese mismo edificio, los ultranacionalistas atacaron la sede con un cóctel molotov. Por si acaso, intentamos pasar desapercibidos.


Allí, por supuesto, nadie habla inglés. A base de cuatro palabras de turco, mímica y mucha disposición por parte de nuestros interlocutores, conseguimos medio hacernos entender. Al poco, una muchacha, estudiante de bellas artes, aparece para, con más voluntad que idioma, hacer de traductora.

Mientras esperamos, nos hacen pasar a un comedor en el que una mujer prepara una sopa de yogur en una gran cazuela. En la tele tienen puesto Roj TV, el canal del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (el PKK, que la UE y los EE.UU. consideran un grupo terrorista). Roj TV se emite desde Copenhague, porque en Turquía está prohibida, pero puede verse a través de satélite (en el Kurdistán turco, me han dicho, la gente prácticamente no ve otra cosa). En la pantalla, videoclips celebrando a los guerrilleros kurdos, los famosos peshmergas (“los que enfrentan a la muerte”). En uno de ellos, extraño, una bella joven se encarama a lo alto de una montaña y cruza los brazos. “Es un homenaje a una mujer que se inmoló para protestar por la captura de Abdulá Öcalan”, explica la traductora.

Los hombres se interesan por nosotros. “Somos periodistas”, decimos. “Ah, dos periodistas estuvieron aquí hace unos días”, nos cuentan. “Vascos”. Del Gara, al parecer. (Hay quien afirma que el DTP es la Batasuna del PKK. El paralelismo es tal vez forzado, pero lo cierto es que un representante del movimiento abertzale y otro del Sinn Fein acuden cada año a los congresos del DTP).

Nos empiezan a preguntar por el problema vasco. Explico que es una situación diferente al tema kurdo: que el País Vasco es una región muy rica, que allí existe una policía y un parlamento autonómicos, que la gente puede estudiar el vasco y utilizarlo de forma oficial… En España tenemos democracia plena, afirmo. Algunos se ríen, escépticos. Están pensando, supongo, en la detención de militantes, en la ilegalización de Batasuna, en que no vaya a celebrarse ningún referéndum de independencia. Me siento ridículo: ellos ya han oído la versión de otros que afirman estar oprimidos, y lo que yo les cuento les suena a lo que han escuchado tantas veces de las bocas de los turcos. Les hablo de la disolución de ETA político-militar, de la organización estatal de España por autonomías, del peso político de los partidos nacionalistas. Los jóvenes se levantan y se van: no me creen, sin duda. Pero un hombre en la cincuentena se queda mirándome, pensativo*.

Poco a poco, los varones se retiran y el comedor es tomado por las mujeres, que también se acercan, curiosas. “Cuatro de mis hijos han muerto luchando por el PKK”, explica una de ellas. “Tengo problemas con mi marido: yo apoyo al PKK, y él no”, nos dice. Otra se levanta y empieza a entonar canciones kurdas, que los demás acompañan con palmas. En un momento dado, se arranca con una canción lastimera, y los demás se callan. “El es himno nacional kurdo”, dice un muchacho, el ‘Ey Reqîb’ (‘Ey, enemigo’).

Salimos de allí bien alimentados, saludados por fornidos apretones de manos y ligeros pellizcos femeninos en los brazos, y con una promesa de entrevista. El propietario del bakkal de la esquina me reconoce al salir. Frunce el ceño, me parece advertir.

Al día siguiente vuelvo a la sede para la entrevista. Esta vez me acompaña Seren, una chica kurda a la que he fichado como traductora. Al pasar por el bakkal, el tendero nos lanza una canción que se me antoja un desafío. Seren sonríe. “Es una vieja canción política kurda”, me dice. Sin duda es una provocación, pero no contra mí.


(*Los líderes del DTP saben esto. Hace un par de años, ante el ataque de un ultranacionalista que negó que el conflicto se fuese a solucionar dando más derechos a los kurdos, alegando el caso vasco, Ahmet Türk, el presidente del partido, le respondió: "Si los kurdos tuviesen los mismos derechos que los vascos, hace tiempo que se habría acabado el conflicto").