domingo, 30 de agosto de 2009

Casualidades


"Un encuentro casual vale por mil citas"

Proverbio árabe

Dicen que entre dos seres humanos, cualesquiera y dondequiera que se hallen en el globo terráqueo, hay un máximo de seis grados de separación: alguien conoce a alguien que conoce a alguien que… y así, hasta no más de seis personas. Incluso hay una película sobre este tema.

Yo me lo creo a pies juntillas. La primera vez que me pasó, yo tenía apenas veintiún años, y me acababa de enamorar. Ella no me quería y yo estaba destrozado, así que me fui a la estación de autobuses de Méndez Álvaro, en Madrid, y pregunté a qué hora salía el siguiente bus para Varsovia. Y me fui. De la validez de ello como terapia emocional hablaré en otra ocasión. Lo importante es que andaba yo por Cracovia haciendo fotos, cuando a través de mi obturador veo aparecer a Esteban Villarejo, un compañero de la facultad y el colegio mayor, que hace un año que está de Erasmus en Bélgica y de quien no sé nada desde que se marchó. Dado el talante español (que uno escucha hablar mejicano en un semáforo en Londres y ya se alegra), y los precios del vodka y la cerveza en Polonia, os podéis imaginar la celebración del reencuentro. Sólo diré que duró dos días.

Los años pasaron: seguí viviendo en Madrid, tuve otros amores, viajé mucho por África del Norte, y en los campos de refugiados saharauis de Tindouf conocí a un médico colombiano llamado Víctor, que es un sinvergüenza (con cariño) muy simpático, clavadito a Mahmud Ahmadineyad. Nos caímos bien, y durante un par de años, cada vez que pasaba por Madrid nos llamaba a mí y a mis compañeros de piso. Después le perdí la pista.

Y empecé a dar vueltas por el mundo: El Cairo, Sofía, El Cairo de nuevo, y después Bangkok, donde acababa de instalarse otro amigo periodista, Ángel Villarino. Al poco de llegar a Tailandia, un encuentro fortuito en Khao San Road con una pareja de mochileros españoles que acababan de venir de Laos nos convenció de darnos una vuelta por aquel país. Nunca he hablado de ese viaje, pero fue memorable. Subimos hasta la frontera con China, y allí, en una aldea polvorienta llamada Luang Nam Tha, nos topamos con nada menos que cuatro grupos de españoles que andaban haciendo trekking. Hasta ese momento, descontando los dos mochileros de Khao San, no habíamos visto a ningún español en el Sudeste Asiático: al parecer, estaban todos en Luang Nam Tha.

Uno de los grupos era especialmente interesante: era un trío de chavales que acababan de terminar el instituto o el módulo de FP, y estaban viajando por Asia antes de decidir qué hacer con sus vidas. Cada uno explicó sus peripecias, y uno de ellos, Ibrahim, medio español medio palestino, me dijo: “Ah, mi hermana vive en El Cairo”. Hablando, descubrimos que yo la había conocido la noche en que ella llegaba, que era justo el día antes de que yo me fuese.

Regresé a Bangkok, y durante el año siguiente me pasó de todo, como sabéis los que habéis seguido mi blog. Para redondear mis magros ingresos periodísticos, me puse a dar clases de español en un centro privado, donde trabajaba un chico tailandés a quien todo el mundo llamaba Pepe, con el que hice intercambio de conversación thai-castellano. Viajé, tuve visitas… Regresé a Madrid para hacer alguna gestión, y una tarde, tomando un café en un bar de Latina, encuentro a unos viejos amigos que están con un pequeño grupo de gente. Entre ellos, una cara conocida que sin embargo no ubico.
- Yo te conozco.
- Yo a ti también.
Durante unos minutos, pensamos en qué circunstancias podemos haber coincidido. Ni la facultad, ni la ciudad de origen, ni el barrio. Ni siquiera la edad: yo le saco ocho años.
- Te conozco… de Laos. – balbuceo de repente.
Es Ibrahim.

Y la vida siguió dando vueltas. Pepe se marchó a vivir a Eslovaquia, y en mi camino se cruzó Estambul. Pero pocas semanas antes de irme, estaba yo en el barrio árabe de Bangkok, y de repente, a cuatro metros de mí, veo pasar el rostro familiar de Ahmadineyad. “No puede ser”, pensé. Pero por si acaso.
- ¡Víctor!- grité.
Y entonces, la figura se vuelve con expresión alucinada. Sí, es Víctor, el médico colombiano que conocí en Argelia, que acaba de llegar de trabajar con una minoría étnica en Birmania, y que no entiende quién carajo puede llamarle por su nombre en una ciudad asiática en la que no conoce a nadie…

Y hace unos días, caminando a la sombra de la torre de Gálata, me doy de bruces con Pepe, el tailandés que habla español y vive en Eslovaquia, que está de turismo unos días por acá, y que tampoco tiene ni idea de que yo me acabo de mudar a Estambul. Y aún hay quien dice que el mundo es grande. En fin: frente al desequilibrio económico y al que el Aserejé suene en cada rincón del planeta, algún aspecto positivo tenía que tener la globalización.

Ahora, acaba de pasar por esta ciudad mi viejo amigo Alberto Sastre, compañero de andanzas en El Cairo (que es también de Zaragoza, y ambos estamos seguros de que nos habíamos visto en una ocasión anterior). Alberto ha estado viviendo una temporada en Marruecos, donde se encontró con un joven cooperante llamado Ibrahim, quien le contó que en Laos había conocido a un periodista majete llamado Dani que le había recomendado estudiar árabe en Siria… Y Esteban, aquel viejo amigo que me encontré en Cracovia, es ahora mi jefe en ABC. Y aunque la ruleta sigue girando, tengo la sensación de que, de algún modo, el círculo se cierra.

lunes, 17 de agosto de 2009

Morir en la mili


Hoy, ABC publica un
reportaje mío sobre el servicio militar en Turquía. Por cuestiones de espacio, ha habido que reducirlo mucho. Aquí va la versión completa (y con palabrotas):

"CUANDO ACABA LA MILI, PIENSAS: HE SOBREVIVIDO"

El ejército turco emplea a jóvenes del servicio militar en verdaderas operaciones de guerra

D. IRIARTE - Estambul

Özcan tiene lágrimas en los ojos cuando comenta que la semana que viene empieza su servicio militar. En Turquía, es obligatorio para todos los hombres: cinco meses para aquellos que han terminado la universidad, quince para los demás. La diferencia con otros países es que aquí esto puede significar, literalmente, ir a la guerra, sea en Afganistán –donde Turquía mantiene un pequeño contingente-, o más probablemente, al sureste del país, participando en la ofensiva contra la guerrilla del PKK.


Hace año y medio, Taner estuvo destinado en Hakkari, una conflictiva región en la frontera con Irak. “Yo no tenía miedo de las minas antipersona”, asegura, “pero otros estaban aterrorizados”. Tal vez con razón. Hace meses que el PKK mantiene un alto el fuego unilateral, pero las minas no entienden de treguas: en los últimos seis meses, casi treinta soldados han muerto por la explosión de un artefacto colocado por la guerrilla kurda. También Taner tuvo su experiencia al respecto: “Un día, en la aldea de Geçitli, un oficial pisó una mina. La explosión hirió a dos reclutas, cuatro korucu –miembros de las milicias rurales kurdas progubernamentales, armadas por el ejército-, a dos oficiales y al hijo de uno de ellos. El crío y su padre quedaron bastante malheridos”, cuenta.

Mursal es kurdo, y eso le supuso un panorama bien diferente cuando le enviaron a la región de Van en 2007. “La relación con la población local era muy buena, porque yo era kurdo. Los aldeanos nos traían comida, pero algunos reclutas dudaban en comérsela, pensaban que a lo mejor estaban intentando envenenarnos”, explica. “Cuando el PKK nos atacaba, no había problemas con mis compañeros, porque estábamos todos en la misma trinchera. Pero cuando me tocaban las guardias, los otros desconfiaban, porque no sabían si les iba a traicionar frente a los guerrilleros”.

Según las organizaciones de derechos humanos turcas, estos soldados pobremente entrenados, sometidos a mucha tensión, son los responsables de numerosos abusos contra la población local kurda. Pero no es el caso de Taner y Mursal. “Yo no vi nada de eso. Éramos una tropa de veinte soldados, en pueblos muy pequeños, así que intentábamos llevarnos bien con los lugareños”, cuenta Taner. Tampoco Mursal muestra mayor acritud: “A veces, bajo el fuego, a algún soldado se le escapaba un comentario despectivo hacia los kurdos, pero era por los nervios. Al fin y al cabo, yo estaba allí metido con ellos”.

“Por la noche oíamos disparos. No eran ataques, creo que era el PKK intentando asustarnos”, cuenta Taner. El regimiento de Mursal, en cambio, sí era atacado con cierta frecuencia: “Nunca nos enfrentaron en campo abierto, por suerte, pero los disparos contra nuestro cuartel eran bastante frecuentes”.

Existen, además, otros peligros insospechados. A finales de 2007, un grupo de reclutas fue capturado por el PKK. Tras ser liberados, declararon que se les había tratado bien, y se publicaron fotografías en las que se les veía contemporizando con los peshmergas kurdos. Demasiado para el establishment nacionalista: se inició un proceso judicial, especialmente contra uno de ellos de origen kurdo, por "traición". Doğu Perinçek, el líder del Partido de los Trabajadores -una organización ultranacionalista- llegó a declarar que "ojalá esos soldados hubiesen muerto. Si hubiesen llegado en ataúdes no hubiésemos sufrido tanto daño moral".

Interrogado sobre el sentido del deber, Mursal dice: “El servicio militar es una total pérdida de tiempo. Si no fuese porque el gobierno te obliga, no hubiera ido”. De repente, se arranca con una queja lastimera: "Siempre ha sido así. Mandaron reclutas a Corea, la guerra del Golfo... Nuestras vidas no valen nada. A los que mandan sólo les interesan las medidas políticas, pero no les importa el llanto de una madre". Taner se lo toma con resignación: “Bueno, al principio piensas, ¿qué hago aquí? Pero tienes que vivir con ello, convivir con otros en la misma situación que tú. Una vez que todo acaba”, explica, “te relajas y piensas: he sobrevivido”.

Pero algunos no lo hacen, y eso explica la angustia de Özcan. Para evitar fugas, el gobierno turco sólo comunica el destino a los reclutas cinco días antes del inicio del servicio. Aún así, muchos intentan escaparse. En las carreteras entre grandes ciudades existen numerosos controles de policía que chequean la identidad de todos los jóvenes viajeros. Si descubren que no han hecho el servicio militar, se les envía directamente al cuartel, sin pasar por casa. ¿Sabe Özcan dónde le van a mandar? “Aún no, pero estoy seguro de que me van a joder”, afirma.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Lamento a propósito de un traficante de armas



Al hilo de la actualidad, y de la nostalgia, recupero un viejo texto que escribí en Bangkok hace un año y medio:

Han detenido a Victor Bout en un hotel de Bangkok. La historia es excitante: un súper-traficante de armas (al que hace años que le sigo la pista, por mera curiosidad: hasta he escrito sobre él en La Clave) capturado en la ciudad del Sudesde Asiático en la que resido...

Sucede que hace pocas semanas que vi, también en Bangkok, "The Lord of War", la película que presuntamente se basa en la vida de Bout. Y aunque este gran cabrón está sin duda mejor entre rejas, no quería dejar de dedicarle unas líneas. Por la leyenda.

La acusación internacional que en 2003 hizo famoso a Bout le describía así: "Hombre de negocios, comerciante y transportista de armas y piedras preciosas. Traficante de armas en contravención de la resolución 1343 de las Naciones Unidas. Apoyó al régimen del expresidente Charles Taylor en su esfuerzo por desestabilizar Sierra Leona y obtener acceso ilícito a [minas de] diamantes". Además de Taylor, que ahora enfrenta un juicio internacional, fue amigo personal del afgano Massoud, del angoleño Savimbi o del zaireño Mobutu (a quien ayudó a escapar del país tras el triunfo de Laurent Kabila). Habla seis idiomas con fluidez, la mayoría de los cuales los aprendió "viajando", según dice.

Vástago de una familia rusa en Tayikistán, ávido lector de los clásicos rusos (¿y acaso no es la suya una tragedia dostoievskiana?), estudió en el Instituto Militar Soviético para lenguas extranjeras, y después se graduó en economía. Sirvió en la aviación militar soviética, y fue destinado a Mozambique durante los dos últimos años de la guerra civil, y después a Angola. Cuando la URSS se disolvió en 1991, Bout tenía 24 años.

Poco después hizo su primer gran negocio: compró tres cargueros Antonov por 120.000 dólares, e inició una línea de transporte de largo recorrido desde Moscú. Al año siguiente se trasladó a los Emiratos Árabes Unidos, y en pocos años la suya ya era la primera compañía aérea del país. Importaba gladiolos de Sudáfrica por 2 dólares y los vendía a 100. "Mejor que imprimir dinero", según su asistente personal, el sirio-americano Richard Chichakli.

Y en el emirato de Sharjah, descubrió que desde allí podía volar a sitios como la República Centroafricana o Liberia sin que nadie le hiciese preguntas. Y decidió llevar a África lo que África pedía en ese momento. No eran gladiolos.

Entró en contacto con los traficantes de armas Alexander Islamov y Leonid Minid, y les ofreció sus aviones para llevar su producto a donde necesitaran. "No es asunto mío qué hay en la carga", decía en aquella época. Pero no tardó mucho en darse cuenta de que el verdadero negocio lo hacían los que sí sabían qué había en los containers, y decidió realizar sus propios envíos, controlando todas las fases del proceso.

A partir de ese momento, Bout vendió armas en Somalia, Sierra Leona, Congo, Liberia, Colombia, Irak, Afganistán, a todo aquel que pudiese pagarlas, incluyendo a Al Qaeda, según la revista Time. Se cuenta -en un episodio que ya es parte del folclore de los traficantes de armas- que en 1995 uno de los envíos de Bout a Afganistán (que estaba armando a las tropas de Rabbani y Massoud) fue capturado por los talibanes, que retuvieron a la tripulación en Kandahar durante casi un año. Hasta que un día, los pilotos -hombres duros como el acero estalinista- redujeron a sus captores, atravesaron el aeropuerto hasta el avión de Bout, despegaron bajo un intenso fuego antiaéreo y consiguieron regresar a Sharjah. Pero, al parecer, la realidad es algo más compleja: los pilotos habrían sido rescatados por la inteligencia rusa, que utilizaba a Bout para armar a la Alianza del Norte contra los "Freedom Fighters" devenidos en talibanes (y en aquella época todavía aliados de los EE.UU., recordemos).

Los aviones de Bout también transportaron cascos azules a Somalia y Timor Oriental, y a paracaidistas franceses durante el genocidio de Ruanda, porque sus tarifas eran muy competitivas. Durante la llamada "guerra mundial africana" (los conflictos del África central en los que cada país intervino a placer en el estado vecino), el nombre de Bout empezó a sonar insistentemente entre mercenarios, fuerzas de pacificación y combatientes irregulares. Los periodistas empezaron a preguntarse quién era ese misterioso "hombre de negocios ruso" que volaba en sus Ilyushin (aviones capaces de aterrizar en casi cualquier parte) y del que todo el mundo hablaba. Pagaba 10.000 dólares por viaje a sus pilotos, quienes a menudo tenían que aterrizar en pistas de tierra bajo fuego intenso. Para 2000, era imposible ignorar la importancia de Bout. "Se había convertido en el McDonalds del tráfico de armas", afirma Alex Vines, de Amnistía Internacional.

Fascinado por su propia leyenda, a veces -muy pocas- concedía alguna entrevista para puntualizar algún dato, como su supuesta pertenencia al KGB, que desmintió. Y llegó el 11-S: "Un día me desperté y era el segundo después de Osama", explicaba Bout. Como en la película, en la vida real también tenía su némesis: el investigador belga Johan Peleman, quien proveyó a las Naciones Unidas de la mayor parte de la información disponible sobre Bout. Pero a pesar de pender sobre él una orden de busca y captura internacional, habiendo sido perseguido por la administración Clinton y las autoridades belgas y calificado públicamente de "Mercader de la Muerte" por el primer ministro británico Peter Hain, Bout residía tranquila, aunque secretamente, en Moscú, al parecer tolerado, si no protegido, por un gobierno Putin a quien le era más útil un Bout suelto y operando fuera del país que uno capturado en Rusia y reclamado internacionalmente.

"La muerte no tiene que ver con las armas. Tiene que ver con los hombres que las usan", afirmó en una ocasión. Lo que Bout evitaba comentar era que muchos de esos países en los que negociaba estaban bajo un embargo de Naciones Unidas, lo que convertía su negocio en ilegal.

El pasado jueves, a los 40 años, Bout fue capturado en un hotel de Bangkok mientras negociaba una venta de armas a las FARC.

Así que, perdonadme, pero ese lamento al que hace referencia el título no es por los huesos de Bout, a quien, opino, le sentaría estupendamente una bala entre ceja y ceja. Es por todos aquellos que se mataron con las armas que Bout llevó a África, a Afganistán, a todos esos lugares malditos de estos últimos años. Quizá pocas de esas personas fuesen verdaderamente inocentes. Pero sigue siendo una historia triste.

Sí, es cierto: si no fuese Bout, habría sido otro el que hubiera puesto el fusil en sus manos. Pero fue Bout.

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Hoy, Victor Bout ha vuelto a burlar a la justicia, evitando la extradición, al parecer por la presión de Rusia ante el gobierno tailandés. Ese interés induce a sospechar que Bout sigue siendo un hombre del espionaje ruso. Bout podría salir en libertad en 72 horas. En fin, el mundo es como es...

Tarlabaşı


Vivo en un antiguo barrio de minorías, testimonio del pasado cosmopolita de Estambul –antaño armenios y griegos, hoy gitanos e inmigrantes, amén de gente de clase popular-. Ahora, la degradación de la parte norte lo ha llenado de yonquis, prostitutas y buscavidas. Pero está tan céntrico que el proceso de expulsión de los elementos marginales –tal y como lo entienden aquí los constructores, es decir, incluyendo a los pobres- ya ha empezado. En unos años, esto será una barriada de carísimos apartamentos en una de las zonas más exclusivas de Estambul, con la ayuda de la autoridad y la imprescindible corrupción.

El bulevar Tarlabaşı -la calle principal de la zona, y donde está también el Instituto Cervantes- es la línea que separa el Estambul respetable del portuario: a un lado, los cafés de moda. Al otro, los burdeles, los moteles por horas, los travestis en busca de clientes. Comparados con los bellos kathoey de Tailandia, estos pobres diablos ajados por las lágrimas y la incomprensión sólo pueden inspirar lástima. Y rodeándolos, una maraña de chulos bigotudos y de aficionados al sexo de pago de este jaez que, no obstante, hacen gala de una homofobia feroz.

Ha habido una epidemia de robos en pisos de extranjeros en Cihangir, un barrio de clase media al otro lado de la colina de Beyoğlu, y los extranjeros de la zona se inquietan. Pero los que vivimos en Tarlabaşı estamos a salvo.
- Los ladrones seguro que son de nuestro barrio, pero se van a robar a otro sitio – dice José, un compañero que vive a dos calles de mi casa.
En realidad, es la presencia permanente de gente lo que nos blinda contra los asaltos. En el barrio del pobre no hace falta policía, porque no hay secretos.


Mi calle, de todas formas, no es la jungla que podría pensarse. Vivo en Simitçi Sokak, “el callejón de los rosquilleros”, en lo alto de una cuesta que, callejeando, nos lleva a un antiguo embarcadero comercial en donde hoy sólo se puede tomar un ferry de improbable destino. En la esquina, una mujer carda lana a bastonazos para rellenar algún colchón. Hay mercados, balonazos, discusiones entre vecinos, niños que se desgarran los pulmones llamando a una madre que les ignora mientras, como quien no quiere la cosa, torturan a un pobre perro. La ropa cuelga, mediterránea, de las ventanas de un lado a otro de la calle. La presencia de ratas la hermana con otras ciudades de similar signo decadente.
- Nunca he visto una rata en Estambul. – comenta optimista Mónica, una amiga que lleva un par de años en la ciudad, frente a mi ventana.
- Pues yo ya he visto dos en una hora.
Debe ser cosa de este barrio.

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Juan Goytisolo, al parecer, escribe en alguna parte que los turcos dicen “Palavra”, casi como en español. Pero en turco significa ‘mentira’: los marineros españoles solían cerrar negocios ‘dando su palabra’, que luego nunca cumplían. A fuerza de uso, los turcos terminaron por mostrarse pragmáticos en su escepticismo: “Evet, evet, palavra” (“Sí, sí, ‘palabra’”). Es a esa clase de gente, claro, aquellos que hacen tratos subrepticios amparados por la oscuridad, a quienes pertenece Tarlabaşı. Pero también a los propietarios de los bakkal, los hombres que se sientan en los cafés y las mujeres que lo hacen a la puerta de las casas, los jóvenes que crecen juntos hermanados por una misma calle. La gente corriente que conforma una ciudad.

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He organizado una fiesta de inauguración en mi casa, en la que cometo la hazaña de invitar a más gente que metros cuadrados tiene el apartamento. Unas pocas horas antes, un apagón deja a todo el barrio sin luz. Al parecer, es algo bastante frecuente, y no sólo en esta zona de Estambul. Salgo a comprar velas –la fiesta se celebrará igualmente- y a cenar algo en un restaurante callejero; y a medida que se acerca la noche, la sensación de acechanza se agudiza, como si al caer el sol fuesen a salir los vampiros. En el cruce, los semáforos han dejado de funcionar por el apagón, y entonces percibo el potencial de caos que tiene esta ciudad, a medida que los coches desbocados calle abajo se abalanzan unos contra otros en el remolino de la encrucijada, semejando peces de un estanque asiático que se amontonan, compitiendo por el pan que les arrojamos. No quisiera estar en Tarlabaşı el día del apocalipsis atómico.

Pero al cabo de un rato, la luz regresa. Y la vida sigue.