viernes, 20 de febrero de 2009

El Tercer Mundo y los cajeros automáticos


El 25 de junio de 1967, el británico John Sheperd-Barron estaba cagando cuando se le ocurrió la idea de una máquina que permitiría retirar dinero en cualquier lugar, y el importe sería después remitido electrónicamente a la cuenta bancaria de uno. Unos meses después se inauguraba el primer cajero automático. Lo que Sheperd-Barron no sospechaba es que su invento iba a tener tanto éxito que, cuando éste falla, a algunos se nos iba a complicar la vida.

Durante años me he mofado de la historia de aquel sueco que llegó a los campos de refugiados saharauis en Tindouf y preguntó dónde estaba el cajero. Pero un tiempo después, en Argelia, iba a encontrarme en las mismas. Estaba con un amigo (no diré su nombre, porque sospecho que tiene una reputación que mantener), y ambos habíamos gastado ya el dinero que habíamos cambiado al llegar. Yo había visto cajeros por ahí, así que no me preocupaba demasiado. Pero, ay, los cajeros argelinos operan sólo dentro del sistema bancario nacional, así que no es posible retirar dinero con una Visa o una Mastercard. No quiero recordar la cara de imbéciles que se nos quedó cuando lo descubrimos (esa noche tuvimos que aventurarnos a cruzar el barrio más peligroso de Argel para comprar un mísero plátano para cenar con los cuatro dinares que nos quedaban). Al final, en un hotel de cinco estrellas, nos permitieron hacer un pago con tarjeta, reembolsándonos la cantidad y con una comisión escandalosa.

Desde entonces, antes de cada viaje me aseguro de que en el país donde voy haya cajeros internacionales. Asia, en ese sentido, suele ser benevolente: hasta en China funcionan con este sistema (es más: el pasado enero, en Berlín, vi que en la mayoría de los hoteles aceptaban ya las tarjetas de crédito chinas. Los chinos prosperan, y están empezando a viajar mucho…). En Nepal hay un ATM en cada esquina, y todos aceptan Visa. Pero a veces, eso da igual: seguimos en el Tercer Mundo.

Ayer me disponía a sacar dinero del cajero. Introduzco mi pin, la cantidad, y cuando estoy a punto de retirar el dinero, ¡zas!, corte de luz. El cajero se apaga y de allí no sale absolutamente nada. No obstante, después comprobaré en mi cuenta que el dinero ha sido cobrado. ¿A quién reclamar, cuando en el teléfono de atención al cliente no responde nadie; cuando lo hacen, la señorita no habla ni una sola palabra de ninguno de los idiomas de la Cristiandad; y cuando además me marcho al día siguiente? Y además, ¿cómo probar lo que ha sucedido? Técnicamente, yo he retirado ese dinero…

Ocurre que estoy intentando además hacer una gestión en un ministerio –donde, qué sorpresa, tampoco cogen el teléfono nunca-, así que cada media hora paso por una cabina a telefonear. Y cada vez, de paso, intento lo del servicio técnico del cajero. Al final, un tal Mister Shambu Thapa responde en inglés. Le explico la situación, el tipo lo comprende a la primera, comprueba mi número de tarjeta y las circunstancias, y me dice que en efecto, ha habido un problema, y que me reingresará el dinero en unos días.

Estilo propio para crear problemas, estilo propio para resolverlos. Aunque me parece que la comisión no me la va a devolver nadie…


jueves, 19 de febrero de 2009

El Yeti


Salgo de Pokhara en un avión de Yeti Airlines. En el aeropuerto hojeo un libro del alpinista tirolés Reinhold Messner, titulado “Mi búsqueda del Yeti”. A los diez minutos estoy tan enganchado que me lo acabo comprando (auténtico ‘libro Iriarte’, como véis…). Y me ha fascinado tanto la historia, que os la voy a contar ahora.

Empecemos por el personaje. En palabras del también alpinista Jon Krakauer, “Messner es al alpinismo lo que Michael Jordan al baloncesto”. Puede que más: Messner fue la primera persona que subió el Everest sin oxígeno (en 1978), la primera en subirlo sin oxígeno y en solitario (en 1980), la primera que coronó los catorce ‘ochomiles’ (las cumbres de más de ocho mil metros de altitud) del mundo. Entre otras animaladas, se ha cruzado caminando y sin compañía Groenlandia, la Antártida y el desierto de Gobi. Habla al menos media docena de idiomas, entre ellos urdu, nepalí, y a estas alturas debería dominar ya el tibetano. Incluso mi admirado Werner Herzog le hizo un documental en 1984: Gasherbrum (The Dark Glow of the Mountains).Ahora vive en un castillo en los Alpes italianos. Vamos, que no le ha ido del todo mal en la vida.

Messner se crió en los Alpes, así que lleva la montaña en el alma. Su primer viaje al Himalaya fue en 1970, en una ascensión al Nanga Parvat en la que murió su hermano Günter y él perdió siete dedos del pie. A pesar de eso, se empeñó en volver a la región dos veces al año, a seguir escalando. Messner, según cuenta, no creía en el Yeti: durante dieciséis años escuchó en boca de los sherpas historias sobre el ‘hombre salvaje’ que vivía en las montañas, era capaz de levantar un yak, y secuestraba mujeres con las que, ocasionalmente, tenía hasta descendencia. Apenas les prestaba atención, pues la experiencia le había demostrado que “cuando preguntaba por detalles, los amigos se convertían en conocidos de amigos, los años en décadas y las aldeas en regiones”. La típica leyenda (iba a escribir “urbana”, ups).

¿El Yeti? No, Reinhold Messner...

Hasta que, en 1986, en el Tíbet oriental, Messner se encontró con una misteriosa criatura. Acababa de pasar por una extraña aventura en la que, en compañía de su novia Sabine –quien, por cierto, estaba buenísima-, había ayudado a escapar a un guerrillero tibetano de las tropas chinas, y se encontraba medio huyendo, medio escalando en una región casi deshabitada. Era de noche, y Messner estaba desesperado por acabar aquella cara de la montaña y encontrar un refugio donde descansar. Así lo cuenta él:

“De repente, silencioso como un fantasma, algo grande y oscuro se movió treinta pasos más arriba. Un yak, pensé. Entonces, silencioso y con ligereza, corrió a lo largo del bosque, desapareciendo, reapareciendo, tomando velocidad. Ni ramas y arbustos detuvieron su avance. Eso no era un yak.
La figura reapareció en un claro a diez yardas durante unos segundos. Entonces, se giró y se esfumó en la oscuridad. Yo había esperado escuchar algún ruido, pero no se produjo. El bosque permaneció en silencio: ni una rama rota, ni una piedra desprendida. Yo tendría que haber escuchado al menos unas suaves pisadas en la hierba”.

Messner se cagó de miedo, claro. Pero descender era imposible, y acampar allí se le antojó suicida con un Yeti en las cercanías, así que decidió continuar la marcha.
“Entonces escuché una especie de silbido, similar a las llamadas de alerta de las cabras montesas. Por el rabillo del ojo, vi el perfil de una figura de pie entre los árboles en el filo de un claro. La figura se mantuvo allí, en silencio, desapareciendo durante unos instantes sólo para reaparecer en otro lugar a la luz de la luna. Oí de nuevo el silbido, y por un instante vi ojos dientes. La criatura estaba cubierta de pelo, se mantenía sobre dos cortas patas y tenía poderosos brazos que colgaban casi hasta las rodillas. Su cuerpo parecía mucho más pesado que el de un hombre de su tamaño, pero se movió con tal agilidad y energía hacia la cumbre que me sentí aliviado y estupefacto a la vez”.

Después de eso, Messner decidió investigar el asunto. Se dio cuenta de que, para los sherpas y los nepalíes, el Yeti era una criatura mítológica, un monstruo sobrenatural además de un ogro con el que asustar a los niños traviesos, pero que para los tibetanos era algo perfectamente real y cotidiano. Algo con lo que convivían diariamente.
Los tibetanos, descubrió, llamaban al Yeti Chemo. Durante años, a cada persona que se encontraba, Messner le preguntaba por un yeti, chemo, dremo, shumo, migyu o migiö, dependiendo de la lengua materna de la persona con la que hablaba. Muchos tibetanos habían visto chemos. Las descripciones coincidían entre ellas, además de con lo que Messner había visto. El alpinista empezó a pensar que el famoso Chemo podía tratarse de un rarísimo animal de la familia de los osos, pero que no había sido clasificado zoológicamente todavía.

El chemo, según todos los indicios, es una especie de oso cabezón, muy poderoso (puede llevarse en volandas una vaca pequeña, por ejemplo), increíblemente inteligente, nocturno, capaz de caminar sobre dos patas (lo que explicaría muchas cosas) e incluso de arrojar piedras con las patas delanteras (¡!). Los tibetanos hablan de él con veneración y respeto, un animal mucho más temible que un oso normal, pero, según Messner, para nada como algo sobrenatural.

Poco a poco, empezó a trascender la noticia de que el famoso Reinhold Messner había visto un Yeti. Un día, durante una conferencia de prensa en Katmandú, un periodista indio le preguntó directamente sobre el asunto: ¿Es verdad que ha visto un yeti?
- Bueno, sí, pero no en esta expedición. Y eso no tiene nada que ver con lo que…

Craso error. Desde entonces, Messner empezó a ser asociado con la ‘búsqueda del Yeti’: los científicos le consideraban un chiflado, los chiflados le escribían para explicarle sus teorías, y lo peor, sus logros deportivos quedaban empañados por que ‘tampoco esta vez había conseguido una prueba de la existencia del Yeti’

Entonces (y ésta es mi parte favorita de la historia), un hombre llamado Ernst Schäfer le escribió una carta. Schäfer era un renombrado experto alemán en cultura tibetana en los años 30, hasta que, al principio de la Segunda Guerra Mundial, se le había puesto al cargo de la Operación Tíbet. La intención de ésta era convertir a Schäfer en una especie de “Lawrence del Himalaya”, incitando a tibetanos y afganos a la rebelión contra los británicos. Pero el plan fue cancelado, y la expedición fue refedinida como Operación Legado Ancestral. Himmler le asignó a Schäfer la improbable misión de encontrar alguna evidencia del origen nórdico-ario de la raza germana, probando que los alemanes venían directamente de los cielos, o, en su defecto, del lugar más cercano: el Himalaya.
Schäfer era un nazi convencido: visitó el campo de exterminio de Dachau para observar cómo los seres humanos reaccionaban a la congelación. Parece, empero, que no se creía ni una sola de las teorías del alucinado Himmler. Aún así, aceptó el encargo como medio de financiar la expedición.

Schäfer había llegado a conclusiones muy parecidas a las de Messner: las diferentes descripciones que los lugareños daban del chemo (Schäfer también había dando con este término), variaciones de color y tamaño, se corresponderían con diferentes estadios de desarrollo en la vida de un mismo animal. Incluso, Schäfer se jactaba de haber abatido numerosos chemos en los años que pasó en el Himalaya. Pero, a diferencia de Messner, Schäfer pretendía que se trataba de el chemo era un oso tibetano corriente.

Messner se dio cuenta de que tenía que probar la existencia del animal llamado chemo, y su vinculación con la leyenda del Yeti. Al fin y al cabo, la palabra ye-ti en tibetano significa literalmente “oso de las nieves” (y fue un periodista norteamericano en los años 20 quien lo tradujo erróneamente como “abominable hombre de las nieves”, dando origen a la actual imagen que en Occidente se tiene de la criatura). Messner buscó por todo el Himalaya, rastreó supuestas momias de Yeti en remotos monasterios de Nepal y Bhután -que resultaron ser más falsas que el amor de Dinio-, incluso tomó fotografías de numerosas huellas de chemo. Para mediados de los 90, Messner había logrado reunir decenas de pruebas al respecto, desde los testimonios de cientos de personas que habían tenido encuentros con ellos hasta su vinculación con ciertos rituales en perdidos monasterios de lamas, pasando por una zarpa, e incluso un ejemplar disecado.
Al final, en 1997, de nuevo en el Tíbet oriental, encontró a una familia de rastreadores de chemos, y les acompañó durante semanas. Y el propio Messner logró avistar a estos raros animales en tres, cuatro, media docena de ocasiones.

Entonces, un día, en Austria, se encontró en una recepción con el Dalai Lama, a quien ya conocía de ocasiones anteriores. Hablaron sobre el mito del Yeti. El Dalai Lama sabía de la existencia de los chemos como algo real.
- ¿Cree usted, entonces, que el chemo y el yeti son la misma cosa?

- Estoy convencido de ello.
Y entonces, el Dalai Lama, sonriendo, con un gesto suave, se llevó el dedo a los labios, indicándole que eso era un secreto entre ambos.

Para entonces, Messner ya se había dado cuenta de que poco importaban los resultados de su investigación: el mundo necesitaba al Yeti. Dijera lo que dijera el alpinista, la gente no estaba dispuesta a escuchar: preferían mantener su imagen de un antropoide salvaje habitando las montañas entre Pakistán y Vietnam, tal vez un tipo de Neanderthal que había sobrevivido al auge del Homo Sapiens, o incluso un Gigantopithecus. El potencial mítico de la criatura, su carga erótica (el yeti macho secuestra mujeres, el yeti hembra secuestra hombres), permanecería intacto a pesar de todo. Al fin y al cabo, lo máximo que Messner podía aspirar a demostrar era la existencia de un animal llamado chemo. Siempre habría quien prefiriese pensar que el yeti no era lo mismo que el chemo. Y, tal vez, desde un punto de vista antropológico, no lo sea.


Y cierro con estas palabras del poeta sherpa Milarepa (1040-1123), que he encontrado en otra parte:

“Lo que aparece como un monstruo / lo que es llamado monstruo / lo que reconocemos como un monstruo / está dentro del mismo ser humano / y desaparece con él".

miércoles, 18 de febrero de 2009

Gurkhas




El kukri nepalí, el cuchillo más famoso del mundo, junto con el kriss malayo, la katana japonesa y la cimitarra árabe (que me perdonen los fans de la Tizona…). En manos de un gurkha entrenado, es más peligroso que secuestrar al hijo de Charles Bronson…

Muchos guesthouses en Pokhara están regentados por antiguos gurkhas. Desgraciadamente, el mío no, y no tengo tiempo de ponerme a buscar a uno por ahí, pero de todas formas, como los blogs están para escribir lo que a uno le parezca, os hablaré de gurkhas igualmente.

Tienen fama de ser los mejores soldados del mundo. Desde luego, eso es lo que opinan todos los oficiales británicos que han combatido con ellos. El Imperio Británico los enroló como mercenarios a principios del siglo XIX para luchar en sus guerras coloniales, y desde entonces no han dejado de participar en todas las guerras en las que se han visto metida Su Graciosa Majestad, desde el Motín de los Cipayos (lo que los nacionalistas indios denominan “la Primera Guerra de Independencia”) hasta Kosovo o Afganistán, pasando por las Malvinas, las dos Guerras Mundiales, e incluso la tropa expedicionaria anti-bolchevique enviada a Rusia en 1920. En total, más de 45.000 gurkhas han muerto y 150.000 han sido heridos luchando bajo la Union Jack.

En las montañas de Gorkha, en las colinas entre Katmandú y Pokhara, la miseria es extrema, y la única oportunidad de prosperar que tienen los varones jóvenes es ingresar en la carrera militar. Los británicos, empero, sólo aceptan unas decenas de voluntarios cada año, lo que hace que la competencia sea feroz. Los gurkhas son bajitos (durante la Primera Guerra Mundial, se tuvo que prohibir a los oficiales altos mandar pelotones de gurkhas: las trincheras que estos cavaban eran tan bajas que los británicos estaban sufriendo decenas de bajas a manos de los francotiradores alemanes), leales hasta la muerte con los oficiales que les comandan, pero despiadados con sus enemigos. Son la clase de soldado que se queda defendiendo una posición hasta que es lanceado por la carga enemiga, dando tiempo a toda la oficialidad a retirarse prudentemente y vivir para luchar otro día. Saben caminar silenciosamente, manejar el cuchillo a discreción, matar cuando se les ordena. Están tan bien considerados como infantería que en la actualidad hay pelotones de gurkhas sirviendo no sólo en el ejército británico sino también en el indio, y en la policía de Singapur.

Durante años se les ha utilizado para hacer el trabajo sucio de los ingleses, desde la contrainsurgencia en Malasia en los años 50 y la lucha contra los independentistas en Sarawak (Indonesia), hasta vigilar la frontera de Hong Kong, haciendo batidas para capturar inmigrantes ilegales de China. A finales de los ochenta, no obstante, empezó a vérseles como un anacronismo y a dudarse de su habilidad para participar en la guerra moderna, dominada por satélites, misiles y bombardeos aéreos. Sin embargo, durante la Guerra del Golfo, destacaron en una materia inesperadamente vanguardista: transmisiones y señales. El motivo es que los gurkhas están altamente motivados, no sólo para luchar, sino también para prepararse: según relatos de los oficiales al cargo de las escuelas de instrucción, los reclutas gurkhas son lo que estudian con un mayor interés. Para ellos, la alternativa es la miseria del campo nepalí.

Sin embargo, los gurkhas han estado siempre discriminados en salarios, pensiones e indemnizaciones, que suelen ser veinte veces inferiores a las de un militar británico del mismo rango. En 1995, el Sunday Express reveló la historia de Lachhiman Gurung un antiguo sargento gurkha condecorado con la Cruz Victoria (que sólo se concede en casos de heroísmo extremo) que no obstante vivía en la pobreza más absoluta tras su retiro en Nepal, lo que produjo un escándalo en Gran Bretaña. Se inició una campaña que pedía un retribución más justa para estos soldados que tan lealmente habían servido al país. En cierto momento, cosas de la vida, una abogada llamada Cherie Blair aceptó llevar el caso de unos gurkhas que reclamaban un pago más justo por sus servicios, contra… el gobierno de Tony Blair, que casualmente era el marido de Cherie.

El ministerio de defensa argumentaba que es imposible pagar lo mismo a un soldado nepalí que a un británico puesto que el nivel de vida en Nepal es mucho más bajo. Los gurkhas alegan que mantener unos estándares de calidad de vida similares a los de Gran Bretaña (sanidad, escolarización de los hijos) es en cualquier caso casi tan caro como hacerlo en el Reino Unido, donde de todas formas, además, muchos de ellos han trasladado a sus familias, donde los varones están acantonados. No sé cómo acabó la disputa jurídico-conyugal de los Blair, pero, poco a poco, los gurkhas han ido ganando batallas, esta vez en la arena política: primero fue la equiparación de la indemnización por fallecimiento en acto de servicio (algo que era poco más que simbólico, puesto que de todas formas en época reciente se producen muy pocas bajas de esta forma), y, en 2007, la de las pensiones. Aún así, la medida sólo afectaba a aquellos enrolados después de 1997, por lo que muchos veteranos, en un acto enormemente simbólico, se presentaron en el Ministerio de Defensa en Westminster (donde, por cierto, hay una estatua de un soldado gurkha) y devolvieron sus medallas*.

¿Quién creéis que ganaría, en una pelea entre un gurkha y Chuck Norris?


*La campaña en contra de la discriminación de los soldados gurkhas continúa todavía: véase http://gurkhajustice.org.uk


martes, 17 de febrero de 2009

Madre India


Está bien haber visitado Bangladesh y Nepal, porque eso me ha permitido comprender la importancia real de India como potencia regional. Sí, los productos chinos están en todas partes, pero la influencia india en el subcontinente va mucho más alla.

Lo de Bangladesh es normal, inevitable: eran el mismo país hasta 1947. Pero mientras Pakistán -me atrevo a aventurar, puesto que nunca he estado allí- se ha complacido en la diferencia con su archienemiga India, potenciando el carácter islámico y los elementos de sus fronteras noroccidentales (Afganistán e Irán), la cultura es la misma a ambos lados de la frontera bengalí. Los de la derecha -Bangladesh- son en su mayoría musulmanes, pero más enraizados en la tradición de coexistencia del islam indio que en las imposiciones del Oriente central. El idioma es el mismo, la música, la comida, son las mismas. Calcuta es la "ciudad perdida" de los bangladeshíes, a donde dirigen sus miradas -o sus pasos- cuando las cosas se ponen feas. Para el 2050 se calcula que habrá 35 millones de bangladeshíes viviendo en India.

Pero lo de Nepal es más impresionante aún. Nepal es el resultado de la influencia de dos colosos culturales, Tíbet-China e India. El mestizaje de ambos es lo que ha generado el carácter sincrético -si bien único- del país: si uno va de sur a norte irá viendo cómo cada vez es menos India y más China, y a la inversa. El valle de Katmandú, en el centro, tal vez sea el punto más original.
Hasta aquí la historia. Hoy día, dado que por el norte existe una formidable barrera natural llamada Himalaya, prácticamente todo viene de India, desde el petróleo hasta los condones. Los maoístas se revelan, y las armas les llegan de contrabando desde Assam. Casi todos los nepalíes (¿como los bangladeshíes? Tú dirás, Paco...) hablan o comprenden el hindi, al menos los que viven en núcleos urbanos, por la continua exposición a Bollywood y a la música india.

Pero India parece resistirse a aceptar ese papel. Según el Banco Mundial, los países de la SAARC (South Asian Association for Regional Cooperation) son los menos integrados económicamente del mundo, con sólo un 2 % del PIB generado por el comercio regional (en comparación, en el este de Asia -China y vecinos de abajo- es de más del 20 %). Hay un conflicto en Sri Lanka, e India al principio financia y adiestra a los Tigres Tamiles, después manda una fuerza de interposición y los combate, y desde que éstos liquidan al Primer Ministro indio Rajiv Gandhi en 1991, no hace nada, a pesar de que el flujo de refugiados tamiles hacia el sureste de India es dramático, y de que tiene un estado -Tamil Nadu- de población de esa etnia que amenaza con inflamarse. India se comporta con sus vecinos con la arrogancia del elefante entre conejos, ignorándolos, menospreciándolos, o, cuando le parece, imponiendo sus condiciones.

Aunque tal vez no tenga sentido hablar de India como tal. "Me hace mucha gracia esta gente 'shanti', europeos que se hacen un viaje de dos o tres meses por el país y luego vuelven diciendo que India les ha llegado a lo más hondo, que India es así o asá", me decía Awe, el aventurero holandés. "Me dan ganas de cogerles del cuello de la camisa y decirles: ¿Qué sabes tú de India? India es millones de cosas diferentes. Es inabarcable". Desde luego, en un país que tiene 17 lenguas cooficiales y 7 religiones mayoritarias (esto es, con un número de seguidores considerable. Y no cuento a los Hare Krishna...), forzosamente tiene que haber de todo, y cada uno es de su padre y de su madre.

Pensemos en Sikkim, que era nepalí hasta hace cuatro días, se lo anexionó el Congreso de Nehru y ahora es una parte integral de India, un tapón montañoso entre Nepal y Bhutan. Por eso, en el fondo percibo que probablemente hay menos diferencia entre Katmandú y Darjeeling de la que hay entre Mumbai y, pongamos, Goa. Esto son un millón de mundos y a la vez el mismo, y diferente del resto del planeta.

Tal vez es eso lo que lo hace tan fascinante.

El Annapurna


Esta mañana he estado filmando el Annapurna desde Sarangkot. Un taxista me ha llevado hasta allí (como véis, bastante fácil, aunque la alternativa era caminar durante dos días campo a través...). Y, capullo de mí, casi se me olvida sacar una foto... Menos mal que a la vuelta hemos podido parar en la cuneta.

El puntito rojo es mi taxi.




domingo, 15 de febrero de 2009

En los lagos de Pokhara




Hasta ahora, la única referencia que tenía de los lagos de Pokhara era la de la canción de los Héroes del Silencio, de la época en la que a Enrique Bunbury estaba empezando a írsele la pinza (otros dirán que comenzaba el camino hacia la genialidad…). En aquel entonces, Pokhara me sonaba a algo remotísimo, a misticismo, a la clase de lugar a la que uno llega haciendo un esfuerzo colosal y se encuentra a sí mismo en el camino. Luego resultó que bastaba con volar a Katmandú, tomar un autobús desde allí y alquilar un bote que te llevase al centro mismo de los lagos. Y compartir la misma experiencia con cientos de turistas más.

Admitámoslo: el tiempo de los exploradores ha terminado. Por muy remoto que sea el lugar en el que uno esté poniendo el pie, siempre ha habido un escandinavo (o un gallego) que ha llegado antes. La búsqueda de la autenticidad suele ser decepcionante. La mayoría de los sitios a los que uno puede dirigirse sin pasar las de Caín, o bien tienen una cierta infraestructura turística (es decir, que otros turistas han llegado antes), o son un coñazo, o más feos que el trasero de un macaco. Hablo por experiencia: Bangladesh, Albania, Mauritania…

En una ocasión leí un reportaje sobre Maalula, en las montañas de Siria, el único lugar del mundo donde se sigue hablando arameo, la lengua de Jesucristo. Cuando lo vi sobre el papel, pensé: Guau, ¿cómo carajo se ha enterado el periodista de esta historia? Pensaba que aquello debía ser el último confín del mundo. Pero años después descubrí que había un autobús directo desde Damasco, y que ir a Maalula era como ir de romería al pueblo de al lado…*

Está claro que visitar un templo camboyano no es lo mismo que descubrirlo entre la jungla (o saquearlo, como André Malraux), pero ¿mitiga eso la emoción de la piedra? Durante todo el tiempo que viví en El Cairo fui reticente a visitar las pirámides, por aquello del turisteo, pero al final fui a verlas. Por fortuna.

Se dice que Nepal tiene tres religiones: hinduismo, budismo y turismo. En ese sentido, esto está más que explorado: se mire donde se mire, hay un puesto de venta de recuerdos, una librería de trekking o una tienda de especias. Pero ojo, eso no significa que no sea uno de los mejores lugares del mundo para la aventura. La auténtica (“Ir, y que pasen cosas”), la de las gentes y los paisajes, la de las emociones. El peligro existe, es real y cierto cada vez que uno monta en un vehículo en este país, y desde luego cuando uno se enfrenta a la montaña. Si aceptamos que el mundo ha cambiado y que es como es, podemos seguir sintiendo. En Nepal -que por el momento viene siendo mi país asiático favorito- se puede pasear por la falda del Annapurna, y visitar aldeas remotas donde los locales te preguntan cuántos días te ha costado llegar caminando desde tu país. En Chitwan puedes montar en elefante y observar rinocerontes, cocodrilos y tigres. En el mismo paquidermo habrá al menos otros tres tipejos, pero ¿cambia eso algo? En Pokhara puedes alquilar un bote y remar hasta el centro de un lago rodeado por las montañas del Himalaya. Normalmente, las cumbres nevadas son altas, y hay que alzar ligeramente la vista para observarlas. Pero aquí, uno tiene que girar la bisagra del cuello un paso más. Y eso nunca dejará de ser impresionante.



*Lo que ahora me pregunto, en un debate que hemos mantenido con frecuecia Ángel Villarino y yo, es si el reportaje estaba escrito para dar esa impresión de inaccesibilidad, o fue simplemente mi propia reacción al leerlo… ¿Son los periodistas y los escritores de viajes unos fantasmones? Dejo la pregunta abierta. Aunque ya me estoy temiendo las respuestas…

Atrapados


Me levanto temprano para coger una furgoneta que, supuestamente, me llevará desde Lumbini a Katmandú. Me planto en la recepción del guesthouse, y el dueño me mira serio.
- La furgoneta ha salido ya.
- Estás de broma.
- Te dije que estuviese aquí a las siete. Son más de las siete.
- Son las siete y cuatro minutos.
De repente se echa a reír. Señala a la calle.
- La furgoneta está allí. De hecho no va a salir, porque todas las carreteras están cortadas.
Magnífica broma, entonces. Como el del chiste:
- Oye, que toda tu familia se ha matado en un accidente.
- …
- ¡Que no, hombre, que es coña, que sólo ha sido tu padre!
Al parecer, hay una huelga étnica: los Neri han convocado un paro general, para reivindicar la inclusión de sus derechos en la nueva constitución que se está redactando estos meses. Toda la región del Terai está paralizada.
- ¿Entonces? – pregunto.
- Mañana lo intentaremos otra vez. – dice Júpiter, que así se llama el hombre. A pesar de su extraño sentido del humor, es un buen tipo.

Así que no me queda otra que esperar un día más en este agujerucho donde no hay absolutamente nada que hacer. Para que os hagáis una idea, llegué a Lumbini el día anterior a las dos de la tarde, y a las cinco ya había terminado de rodar… Lumbini está en la frontera con India, y tiene interés porque es el presunto lugar de nacimiento de Siddharta Gautama, que después se convertiría en Buda, “el que ha alcanzado la iluminación” (y van…). Pero aparte del templo de Maya Devi construido allí, y una columna levantada por el emperador budista Ashoka, no hay nada que ver. Alrededor han surgido una miríada de templos pagados por aquellos países donde hay una importante población budista: Corea, Tailandia, Birmania, Vietnam… pero de escaso valor para mi video.

Camino por el pueblo, que son apenas dos calles polvorientas y una aldea tribal en uno de los extremos. La región del Terai es indistinguible de la India: las gentes son de piel oscura y ojos grandes, y muchos llevan el tika en la frente, la marca ritual roja propia del hinduismo. Hay búfalos por todas partes, y niños que corretean semidesnudos.


Lumbini: sería el pueblo de un "western" si no lo fuese de un "eastern"...

Como yo, hay dos docenas de turistas atrapados. Se establece una bizarra solidaridad entre nosotros: musitamos un saludo al cruzarnos, nos sonreímos, compartimos información.
- Tal vez podríamos ir caminando hasta Bhairawa y allí coger un autobús. Sólo está a veinte kilómetros.
- No funcionará. Todas las carreteras del Terai están cortadas. Aunque lleguéis allí no podríais salir hacia ninguna parte.


Vuelvo al guesthouse. Júpiter parece preocupado.
- Las últimas noticias son malas, amigo. Los huelguistas han quemado dos autobuses y un par de motocicletas que estaban intentando romper el cerco.
- Joder, cómo se las gastan aquí.
- Bueno, los últimos años nos han enseñado que aquí nadie le da nada al que pide las cosas con amabilidad.
Me lleva a un aparte.
- Amigo mío, estando así las cosas, la compañía dice que no se hace responsable de lo que pueda pasar. Y yo no puedo asumir la responsabilidad: si queman la furgoneta y la tengo que pagar yo, me arruinan.
- ¿Qué hacemos?
- Vamos a esperar noticias. A las seis hay un boletín en la radio. Veremos qué dicen entonces.

Los occidentales empezamos a ponernos nerviosos.
- ¿Es esto frecuente?
- Bastante. – responde Júpiter.
Mi problema es que al día siguiente mi novia llega a Katmandú, y ya está de camino: hemos quedado en el aeropuerto, y yo no tengo forma de avisarle de que estoy atrapado en el sur. Se lo explico a Júpiter.
- Bueno, hay un aeródromo en Bhairawa, y hay varios vuelos diarios a Katmandú. Puedo intentar reservarte una plaza.
- ¿Se puede llegar desde aquí al aeropuerto?
- Te pondré mi coche. Si eso no es posible, llamaremos a un motorista, o a un rickshaw. Pero debería poderse…
- Mmm… De acuerdo.

Hay un gabinete de crisis en la terraza del restaurante “Los tres zorros”. El grupo es de lo más heterogéneo: una británica profesora de inglés en China, un heladero francés que está camino del norte para irse a vivir a una granja naturista, una vasca que es la primera vez que sale de Europa y no sabe muy bien por dónde van los tiros, una australiana y una galesa que son pareja, un japonés vestido de Rambo que no habla una palabra de inglés pero dice a todo que sí, y un servidor. En la mesa de al lado hay un aventurero holandés que viaja con su novia. Han llegado hoy andando desde India.
- ¿Así que hay una huelga?
- Eso es. ¿Vosotros también estáis atrapados?
- Bueno, nosotros pensábamos quedarnos cinco o seis días por aquí, así que para entonces esperamos que la huelga haya terminado. ¡Pero vaya, estáis bien jodidos!
Él, me cuenta, trabaja seis meses en Holanda y los otros seis los dedica a viajar. Ahora está escribiendo una guía de viajes sobre India, y ha pasado a Nepal para enseñárselo a su novia.
- Yo ya he estado aquí varias veces, la primera hace doce años. Pero ella no, así que…

Yo creo haber resuelto mi problema, así que no intervengo en el gabinete de crisis. Al volver al guesthouse, Júpiter tiene noticias:
- Ahora han parado la huelga, pero mañana por la mañana comenzarán otra vez. Si queréis podemos intentar fletar la furgoneta mañana a las cinco, e intentar cruzar antes de que los huelguistas retomen el bloqueo. En el peor de los casos, si la huelga ha empezado otra vez, la furgoneta puede esperar allí hasta que paren otra vez por la noche, y llegar a Katmandú de madrugada.
Se genera un gran debate.
- ¡Es demasiado peligroso! ¿Y si nos atacan?
- ¿Cómo nos van a atacar? Como mucho pueden quemar la furgoneta, pero dudo que lo hagan con nosotros dentro…
Júpiter escucha con preocupación. Al final, se decide que esa misma noche saldrá un jeep, pero sólo con la mitad de ocupantes. La vasca, el heladero francés, la británica de China y el japonés están dispuestos a correr el riesgo. El precio es el doble que al principio.

Esa noche, mientras empaquetan las cosas en el jeep, el holandés y yo salimos a desearles suerte. Me he pasado el día hablando con la vasca y el francés, así que les tengo cierta simpatía… El jeep arranca y, lo más silenciosamente posible, con las luces apagadas, con el camino iluminado por la luna llena, se pierde en la noche.
Nos quedamos tomando una cerveza en la terraza, a la luz de una vela. El holandés desgrana una historia detrás de otra: India, Irak, Centroamérica. Me cuenta que cuando tenía veinticinco se dio la vuelta al mundo durante tres años, y desde entonces ha estado repitiendo lugares. Ahora tiene cuarenta y uno (me lo ha chivado su novia).
- Viajar es lo único en lo que soy bueno.
Al despedirme, le digo que si pasa por Tailandia me escriba un mail.
- Bueno, la verdad es que viví allí dos años… Era instructor de buceo.

Al día siguiente, Júpiter sigue preocupado: no ha podido comprar mi billete de avión.
- Todo el mundo está intentando salir de aquí por avión. Las compañías no están haciendo reservas. Hay que ir al aeropuerto para asegurarse allí una plaza en el vuelo.
En la sala hay una chica japonesa que ha intentando adquirir un billete con la mini-agencia de Júpiter, y está en las mismas que yo. Y entonces, un golpe de suerte: la muchacha se ha estado alojando estos pasados días en el templo japonés. Ahora, ante semejante panorama, los monjes han venido para escoltarla. Iremos en la camioneta del templo: la premisa es que los huelguistas no se atreverán a pegarle fuego al coche de un monje. Júpiter está tan preocupado por nosotros que decide acompañarnos. Su hermano de quince años se queda a cargo del hotel.
La chica, me dice, también tiene que llegar a Katmandú ese mismo día.
- Mi madre aterriza por la noche, y no hay quien pueda ir a recogerla. Es una ancianita, usted sabe.
En la calle, una espesa niebla mañanera lo cubre todo. Montamos en la camioneta. Uno de los monjes bendice nuestra partida con un abanico budista. Enfilamos la carretera. De entre el humo blanco van surgiendo figuras madrugadoras: un campesino en bicicleta, un santón barbudo, una mujer con un bebé a la espalda. Contenemos la respiración: en cualquier momento pueden aparecer los huelguistas y detenernos.

Al final, como casi siempre, en la realidad las cosas resultan menos dramáticas de lo que pintaban en nuestra imaginación. Los que presumiblemente son los piqueteros están sentados a un lado de la carretera, fumando. A su lado hay un grupo de bastones apoyados en una piedra. Levantan la vista mientras nos acercamos, pero no hacen ademán de levantarse. Cruzamos.

Llegamos al aeropuerto. Júpiter entra en el edificio. A los pocos minutos sale con expresión triunfante: tenemos plaza en el segundo avión, dentro de tres horas. Yo contengo un grito de júbilo. La sonrisa de la japonesa es tan amplia que dan ganas de abrazarla. Hasta el monje –Kenzo, se llama- está eufórico, aunque lo disimula con modales budistas.


Yo, Júpiter y el monje Kenzo, más contentos que un columpio. Y SÍ, estoy engordando...

Tres horas después, nuestro avión despega del aeródromo de Bhairawa.
- Siéntate en el lado de la izquierda – me ha dicho Júpiter a modo de despedida, mientras me guiñaba un ojo. Así lo he hecho, y entonces descubro por qué: a medida que nos elevamos, veo como sobre la capa de niebla van surgiendo, mágicamente, las cumbres blancas del Himalaya…




lunes, 9 de febrero de 2009

Postal desde el techo de un autobús nepalí


Llego a Bhairawa, donde tengo que cambiar de autobús para Lumbini. El trayecto es de sólo 22 kilómetros, pero el bus es público, tarda una hora y media en hacerlo y va abarrotado. Veo el percal y pregunto: “¿Puedo ir en el techo?” “Sin problema, sir”, dice el de las maletas. Así que me encaramo a las alturas…

Como bastante polvo, algo de sol y unos cuantos mosquitos, pero merece la pena: antes de darme cuenta estoy en Lumbini, lugar de nacimiento de Sidharta Gautama, que años más tarde será conocido como Buda…


Animalicos


El rinoceronte mira hacia aquí, y yo me cago de miedo, a pesar de que estoy subido al palanquín de un elefante. ¿Cómo me he metido en esto?

Estoy en Parque Real Nacional de Chitwan. Ayer contraté un día completo en el recinto –que es gigantesco-, con trekking por la mañana y cabalgata en elefante por la tarde. A las 6 de la madrugada, el encargado de mi guesthouse me despierta: los guías esperan fuera.

- ¿Cómo te llamas?
- Daniel.
Sus ojos brillan. Tiene esa mirada que sólo poseen los yonquis y los iluminados.
- Ese es un nombre de la Biblia.
- Exacto.
Él, me dice, se llama Nandu, y el otro Samundra. Ambos llevan largos bastones de madera.

Cruzamos el río Rapti en una canoa atestada de lugareñas, y nos adentramos en Chitwan. A los cinco metros, Nandu se para. Me mira con los ojos muy abiertos.
- Ok, sir. Antes de entrar quiero advertirle de que allí dentro hay muchos animales peligrosos.
¿Cómo de peligrosos?, pienso yo.
- Si nos encontramos con un oso, tenemos que quedarnos todos juntos. Para eso llevamos los bastones.
Ése es el motivo por el que ahora existe la obligación de ir con dos acompañantes. Mi guía es de 2003, y allí sólo se menciona la necesidad de uno. Al parecer, desde entonces los osos se han merendado a un par de turistas, y por eso el gobierno ha impuesto la pareja.
- Y lo mismo con los jabalíes. Si están con sus crías, las hembras de oso y jabalí son muy agresivas.
- Comprendo.
Hago ademán de seguir caminando, pero Nandu me coge del brazo.
- Si un rinoceronte nos ataca, tiene que ponerse detrás de un árbol, y si puede, trepar. Y si no es posible, corra en zigzag. El rinoceronte es un animal muy pesado y tiene dificultades para girar.
¿De qué me estás hablando?
- También hay serpientes. Sesenta y siete especies diferentes. Está la pitón, que cae de los árboles.
¿Qué?
- Y víboras.
Vaya.
- Y cobras.
Desde luego, me estás tranquilizando, amigo,
- Y…
- Vale, vale, ya entiendo – digo. Que se traduce en un “pisa-donde-tú-pisa-y-no-toco-nada”.

Entramos en la jungla. Los senderos están bien delimitados, así que no es difícil caminar.
- ¿Hacéis algo aparte de ser guías? – les pregunto. Samundra se encoge de hombros. Nandu me mira.
- Yo soy estudiante.
- ¿De qué?
- Teología.
- Ajá. ¿De qué religión?
- Cristiana.
- ¿Quieres ser cura?
- No. Quería saber más sobre el Dios verdadero.
Otro, pienso yo. Pero como guía, Nandu es excelente: conoce las plantas, reconoce las huellas de los animales, sabe rastrearlos. Vemos insectos, monos, pájaros, algunos ciervos. Encontramos una gigantesca boñiga en la que las moscas se están dando un festín.
- ¿Rinoceronte? – pregunto, no sin cierta alarma.
- No, elefante.

Seguimos caminando. De repente, Nandu levanta la mano para indicar que nos quedemos quietos. Él se acerca al río, y al poco me indica que me acerque en silencio. En la otra orilla, al sol, reposa un enorme cocodrilo de casi cuatro metros. Impresionante. Consigo varios planos buenos, con trípode y todo.
- ¿Podemos hacer que se mueva?
Hago además de tirarle una piedra, pero Nandu me detiene.
- No. – Hace una pausa dramática, y yo bajo la mano. – Muy peligroso. Come gente.
Y entonces me doy cuenta de que lo que yo he tomado por un inofensivo gavial del Ganges, que, según he leído en la guía, sólo se alimenta de peces y ranas, es en realidad un temible cocodrilo nilótico, capaz de cazar un ciervo adulto. Continuamos andando. Unos metros más adelante, otros dos cocodrilos se tiran al agua.
- Entonces, ¿pueden salir del río y arrastrarnos?
- Sí.
- ¿Y no te da miedo?
- No.
¿Lo dice para acojonarme? ¿Se ha puesto en manos de Dios?

Encontramos otro montón de excrementos.
- ¿Elefante? – pregunto yo.
- No, rinoceronte.
Ahora que me fijo, el otro era marrón, y éste es como más oscuro…

La caminata dura un total de cinco horas, y para cuando acaba estoy baldado, aunque satisfecho: tengo un material de primera para mi video.



Nandu (en el centro: apréciese la mirada), Samundra y un servidor, tras la caminata...

Por la tarde, Samundra viene a buscarme para llevarme al paseo en elefante. Me embuten en una barquilla de madera junto a una pareja de franceses y un cincuentón polaco al que le canta el alerón.

Montar en elefante es una de las experiencias más incómodas a las que uno pueda someterse por voluntad propia. La primera vez te hace ilusión, claro, pero después pierde todo el glamour: las piernas te cuelgan y no tienes dónde apoyarlas –calambres-, te vas dando golpes con la madera constantemente, y encima esta vez es difícil determinar quién huele peor, si el animal o mi compañero de viaje. Espachurrado contra la barandilla, empiezo a pensar que ésta ha sido un pésima idea. Nos acompañan otros seis o siete elefantes en condiciones semejantes. Estoy seguro de que no vamos a ver ni un triste bicho…

Pero Chitwan es mucho Chitwan, y al poco de entrar, una pareja de rinocerontes cruza el sendero delante nuestro. Los elefantes los siguen hasta un abrevadero. El andar del rinoceronte es majestuoso, pausado, de potencia contenida. La variedad asiática no tiene el cuerno tan pronunciado como la africana, pero no deja de ser una especie de tanqueta formidable.
La imagen es mágica: desde el elefante, a apenas tres metros, vemos cómo uno de ellos pasa a nuestro lado. Nos mira. Vuelve la cabeza. Y entonces, sin aviso previo, empieza a correr hacia uno de los elefantes. ¿Está embistiendo? Nuestro animal se asusta e inicia un giro en redondo, pero el mahut consigue calmarlo con un grito. El rinoceronte pasa trotando junto a otro elefante en retirada, seguido de su pareja, y ambos se pierden en la maleza.

Volvemos al pueblo. ¿Una turistada? Tal vez.¿Acaso hay otra forma de ver un rinoceronte en libertad? El corazón todavía no me ha vuelto a su sitio…

Y siempre podré decir que sé distinguir una boñiga de rinoceronte de una de elefante.



Elefante y mahut cruzando el río Rapti al amanecer, entre la niebla...

jueves, 5 de febrero de 2009

Camiones



Como a la mayoría de los críos, desde canijo me han fascinado los camiones. Son colosos de metal, poderosos, imparables, temibles. Pero, a diferencia de los tanques, los camiones son como un gigante bueno: están para ayudar a la gente, para transportarla, para llevarle cosas. En determinados terrenos, el camión es lo único que permite a las personas desplazarse de una aldea a otra, recibir noticias del exterior, suministros. Entonces, el camión simboliza el mundo exterior. Los camioneros, como los viejos marineros donde los hay, son altamente respetados y pueden aportar opiniones autorizadas: han visto lo que hay ahí fuera.

Cada país imprime una personalidad en sus camiones. En Mauritania son antipáticos, muy altos, de ruedas gigantescas que evitan que se queden atrapados en las arenas del Sáhara. En España jamás veremos un chasis rosa, pero es la norma en Tailandia, donde los camiones son alegres, tropicales, como el propio país. Muchos llevan en el guardabarros la foto de Serpico, como aviso a los policías corruptos. En India, acarrean muchas más cosas de las que caben en la parte trasera, y la carga sobresale por arriba, por los laterales, se descuelga hacia atrás.

En Nepal, los camiones tienen ojos. Me miran mientras desciendo el valle, camino de Sauraha, en el sur. Están pintados con colores alegres, con esvásticas, con las caras de los dioses: Durga, Parvati, Laxmi, Ganesh, Shiva. Algunos exhiben eslóganes en inglés: “YOU CAN LOVE ME”, “NEPAL IS GREAT”, o más mundanos, como “SOUTH AFRICA WORLD CUP 2010”. “PLEASE HORN FOR HAPPINESS” (“Por favor toca el claxon por la felicidad”), se lee en uno. Los otros le toman la palabra y se anuncian con grandes bocinazos: que nuestro humilde autobús se aparte, porque el todopoderoso camión va a pasar.

En las orillas vemos a los simples peatones, acostumbrados a hacer sus vidas al margen de las caravanas de acero que cruzan el valle en ambas direcciones. Estos juegan al badminton, aquellos toman una infusión mientras observan la carretera. Allá, unas trabajadoras del té se dirigen al campo con las cestas a la espalda, sujetas a la frente mediante una correa. Un grupo de niños observa la fila de vehículos con expresión entre aterrada y cautivada. ¿Qué piensan? ¿Tal vez alguno de ellos está decidiendo que algún día será el jinete de uno de estos monstruos de metal? Al fondo del cañón serpentea un río de aguas verdes. Junto a él, en la carretera, dos hileras de hormigas de colores: los camiones que suben, y aquellos que ya han llegado abajo.

El precipicio a nuestra derecha es considerable. Si una de esas moles se sale de la carretera, el conductor puede darse por muerto: si no lo aplastan las rocas, lo hará el metal. Por eso, todo el mundo conduce lo más alejado posible del abismo, con el resultado de que, la mayor parte del tiempo, todos los vehículos van por el mismo carril. Sólo cuando dos camiones se encuentran de frente, uno de los dos maniobra para acercarse al precipicio. El otro le saluda con un bocinazo que significa: “mala suerte, amigo. Esta vez te toca a ti apartarte”.

A veces, uno de estos camiones se estropea. Y entonces, el conductor detiene el vehículo y se arrastra debajo para repararlo, provocando atascos formidables, puesto que no hay una cuneta a la que llevarlo. Si la policía lo encuentra, se limitará a organizar el tráfico por el otro carril, dando paso ahora a unos, ahora a otros, que lo rebasan con indiferencia. “Mejor tú que yo”, parecen decir.

Pero el camionero nepalí, como el sahariano o el de Liberia, suele ser un mecánico magnífico: le va la vida en ello. Pronto, tal vez en unas pocas horas, el vehículo estará reparado, y, con un rugido de victoria, continuará su inexorable camino.

miércoles, 4 de febrero de 2009

La ciudad de las torres


Katmandú me recibe con un apagón. El taxi me deja frente al hotel que le he indicado, que resulta ser carísimo. Un hombre me habla de otro que parece mucho más cercano a mis pretensiones, así que le acompaño. El tipo mira constantemente hacia ambos lados de la calle, como nervioso. Y cuando quiero darme cuenta, estoy siguiendo a un tío del que no me fío para nada al interior del callejón más oscuro de Asia, donde además no se ve ni un alma.

- Amigo, estás loco si crees que voy a entrar ahí - le grito mientras ensayo una retirada. Y para evitar que me siga, me meto en un edificio en el que se lee GUESTHOUSE. Subo las escaleras, y veo un rótulo en el que pone KARAOKE, y un piso más arriba, MASSAGE. Y tal y como me temía, el lugar acaba siendo un burdel, o le falta poco. En el último piso hay un bar con billar, y sentadas en la barra, una pareja de bellas muchachas vestidas con saris me saludan sonriendo.


Vuelvo a la calle, y tras un par de tentativas en la penumbra encuentro una habitación que me gusta. Abro la ducha: fía. Se lo digo al hombre de la recepción, y dice que hay que dejar correr el agua durante un rato.

- OK, lo intentaré por la mañana- digo, sin mucha fe.

- No, no, ahora, ahora, - insiste-, ¡muy caliente!

El agua, según averiguaré después, la calienta el sol en unos tanques en el techo, y por eso sólo es posible ducharse al anochecer, a no ser que uno quiera arriesgarse a una pulmonía o sea ruso. Pero por la noche, efectivamente, está caliente. Muy caliente.



Thamel: callejuelas estrechas, tiendas de souvenirs, buscavidas, montañeros. Thamel es a Katmandú lo que Banglamphu a Bangkok, o Colaba a Mumbai: el epicentro mochilero. Nepal lleva sesenta años recibiendo turistas –un tipo concreto de turistas, además-, y se nota. Las tiendas venden ropa de escalada, prendas de lana de yak, bolsos étnicos hechos a mano, cuchillos curvos de esos que usan los soldados gurkhas y los cazavampiros. Los precios son competitivos, aunque no una ganga. Los vendedores son conscientes del poder adquisitivo de los neo-hippies, y saben mantenerse firmes en el momento adecuado.


A pocas decenas de metros empieza la verdadera Katmandú: el suelo de baldosas es sustituido por el asfalto y el barro, la polución ahoga los olores, la gente ya no se siente forzada a sonreír. Pequeños grupos de niños esnifan pegamento bajo los arcos, mujeres en cuclillas rompen ladrillos para la construcción –se construye por todas partes-, hay mutilados que mendigan en las esquinas, pero sin la agresividad que exhiben en India.


Katmandú es rabiosamente auténtica: las mujeres, incluso las que visten a la occidental, lo hacen en vivos colores. Los rickshaws y las motos pasan en todas direcciones, constantemente, evitando apenas a los peatones.

Cada pocos metros hay una plaza, un extraño espacio cuadrado embozado entre edificios de ladrillo desnudo, presidido por un pequeño templete hinduista. Y torres, por todas partes: de madera, de cemento, cuadrangulares, octogonales, templos de tres tejados escalonados, estupas pequeños cubos de piedra en cuyos laterales, esculpidos y reverenciados –como atestiguan los restos de velas e incienso- hallamos a las divinidades hindúes. Si nos atenemos a aquello que se le eleva del suelo, cada calle de Katmandú es un pequeño Himalaya.


Regreso al hotel mientras anochece. Los niños del pegamento se amontonan tumbados en la acera para darse calor durante el sueño. Las calles están oscuras, iluminadas sólo por las velas de los restaurantes que continúan abiertos. Lo que anoche tomé por un apagón se revela como el corte de suministro de entre las ocho y las doce. No hay calefacción en mi habitación, así que me envuelvo en mantas.


Odio el frío.


¿Machista yo?




La última serie de artículos sobre amor, sexo e interés en Tailandia están recibiendo ciertas críticas, no todas ellas infundadas. Niego rotundamente la acusación de machismo, y copio los dos comentarios del post “Demasiado humano”.


"Cesar dijo…


Dado que nuestra versión es la tuya, no tengo nada que objetar. Pero ¿no crees que se pueden llegar a enamorar de verdad de un extranjero y viceversa? Tú representas lo que les han enseñado a desear, les tratas como no les tratan los hombres de allí. Y ellas también encarnan algunos de nuestros sueños. ¿No es posible ser feliz con una Thai?"


"Sonia dijo…


¿Y no crees que todo esto que cuentas no ocurre en todo tipo de culturas y sociedades?
En mi barrio no hay sesentones con preciosas veinteañeras, pero es que mi barrio no es de pasta. Pero en los "ambientes selectos" ocurre aquí en España. Creo que no es cuestión de cultura sino de dinero. En cualquier parte del mundo hay personas que quieren promocionarse al precio que sea y otras que están dispuestas a adquirir amor como quien compra una joya o un objeto de lujo. Me imagino que debe chocar para una persona española de economía media pero en según que países eso debe ser equiparable a ser aquí millonario."

Los dos tienen razón. Tailandeses y tailandesas se enamoran, por supuesto, y el amor, ni aquí ni allí está exento de consideraciones de clase, religiosas, de nivel cultural o económicas. Ahí está la famosa expresión “Ser un buen partido”. Y en Occidente, como en todas partes, se dan las relaciones por interés. Pero aquí, el alcance y la amplitud de esto es tal que constituye un fenómeno, y comentarlo era la intención de esos posts. De hecho, empecé diciendo que se trataba del argumento de un documental del Discovery Channel en el que he participado, de modo que no es una mera percepción mía…


Y como fenómeno, no se da sólo en Tailandia: el documental abordaba varios casos también en Hong Kong y Pekín, aunque según la directora (una mujer, como veis) la de Tailandia es la manifestación más visible y extrema. En Japón existen cursos, muy populares, sobre “Cómo enamorar (y capturar) a un occidental” (¿os imagináis en España un curso sobre “Cómo enamorar a un norteamericano?”). Y lo mismo pasa en Vietnam e Indonesia. El tipo que planeó los atentados de Bali en 2002 declaró estar harto de ver a las chicas de la isla yéndose en motocicleta con australianos con cierto poder adquisitivo…


De hecho, ni siquiera estaba intentando ser crítico, sino lírico. Lo que yo pretendo apuntar es que la concepción de las relaciones sentimentales es completamente diferente en Asia, y esa malinterpretación es lo que produce tan amargas decepciones. Uno llega aquí con ciertas ideas sobre el amor romántico y pretende ponerlas en práctica, pero aquí las reglas del juego son diferentes. Para cuando uno las aprende es demasiado tarde: ya ha perdido el partido. Como les ha sucedido a tantos, y tantos, y tantos…


Y ahora me doy cuenta de que en realidad, esta serie debería ser una tetralogía: falta un personaje fundamental, el “engañador de tailandesas”, el que pretende estar dejándose enredar para disfrutar de los favores sexuales de ellas. Sé de un tipo que tiene tres novias tailandesas, y llega al extremo de salir de copas con varias de ellas a la vez, y a la hora de irse, elige y les dice a las otras: “Lo siento, cariño, hoy le toca a ella”. Y a pesar de esa humillación cotidiana, las chicas siguen con él… ¿Alguna de vosotras, chicas, tragaría con eso?


martes, 3 de febrero de 2009

Talibanadas



Este no es mi nuevo "amigo", pero podría serlo...

He conocido a un talibán. No es una metáfora: uno de verdad, vivito y coleando. Yo estaba en el aeropuerto de Dhaka, esperando mi avión, cuando un hombre vestido con un shalwar qameez, un chaleco y un enorme turbante negro –y las frondosas barbas de rigor, al estilo del Profeta- se ha acercado a hablar conmigo. Al primer vistazo le he tomado por un afgano.

- ¿De dónde eres?
- De España, ¿y usted?
- Waziristan-, responde.
Un escalofrío me recorre la espalda: Waziristan, la región fronteriza de Pakistán feudo de los talibanes y lo que queda del núcleo duro de Al Qaeda, en la que se supone que está escondido Bin Laden.

- ¿Deobandi?-, le pregunto. Afirma con la cabeza. No queda duda. La escuela deobandi es el movimiento religioso salafista en el que se inscriben los talibanes. Eso no quiere decir necesariamente que sea uno de los que está pegando tiros por ahí. Pero podría serlo.


¿Qué hace un talibán en Bangladesh? Ha venido, me explica, para el Ijtema, una celebración islámica que se celebra en todo el sur de Asia entre aquellos que no tienen medios para pagarse el hajj o gran peregrinación a La Meca. Un mes más tarde de ésta, los peregrinos pobres se reúnen en las afueras de Dhaka con los que sí han podido hacer el hajj, con la esperanza de empaparse de algo de la santidad que éstos traen de su viaje. No sé mucho más al respecto, pero desde el avión, el día anterior, he visto las carreteras cortadas, y decenas de miles de personas caminando juntas en un ambiente festivo. Durante el Ijtema, me ha dicho Paco Perez la noche anterior, el espíritu es de paz, de alegría, totalmente ausente de violencia. “Hasta los malos se vuelven buenos”, decía, repitiendo las palabras de su chofer. Por eso hay un grupo de waziristaníes esa mañana en el aeropuerto de Dhaka, así como musulmanes del resto de Pakistán, Nepal, India y otros países.

- ¿Musulmán? –me pregunta Bahadur Jaan (así se llama mi nuevo “amigo”), sin duda animado por mi barba.

- No, católico-, respondo. Uno lleva mucha mili musulmana encima como para no saber en qué berenjenal se mete cuando intenta hablarle de agnosticismo a un verdadero creyente. No digamos ya a un talibán. Y, sencillamente, hay discusiones que no merecen la pena…

- Pero pareces musulmán. Tal vez tu abuelo era musulmán.
- Bueno, en España apenas hay musulmanes.

- Pero antes España era musulmana,-insiste.
- Sí, pero eso fue bastante antes de mi abuelo. En concreto, más de quinientos años,-le digo.

Veo cómo esta afirmación le confunde. ¿Quinientos años?, repite con el ceño fruncido. Pero no se da por vencido. Me obsequia con un dátil negro.

- Traído de La Meca. Muy especial,- dice. Y empieza una perorata sobre cómo siente dolor en su corazón cuando encuentra a buenas personas y descubre que no son musulmanas. Y yo ya me huelo lo que va a venir después, porque no es la primera vez que me veo en una situación parecida.

Y entonces se acerca otro tipo, que se presenta como Sultan Mahmoud. Este es bangladeshi y viste como tal, con un pequeño gorrito blanco en la cabeza, al estilo sudasiático. Sultan Mahmoud habla inglés con mucha mayor soltura que su amigo del Waziristan. Me comenta que se dedica a la da’wa, a la predicación, y por eso está hoy allí, para ayudar a los hermanos de la Umma que han venido para el Ijtema. Y como las personas dedicadas a la da’wa ganan puntos con cada conversión que logran, durante la siguiente hora oiré toda una serie de argumentos sobre por qué la suya es la verdadera fe.

Hace años me encontré en una situación parecida, camino de Port Said. Mi amigo Diego Valbuena y yo habíamos tenido una violenta discusión con un taxista cairota que no estaba satisfecho con lo que yo, un khawaga –el equivalente egipcio de farang- le estaba pagando, así que, en mi magro árabe, empecé a gritar en voz alta que era un ladrón, y que 15 libras desde Shariat An-Nil estaba bien pagado (un egipcio hubiera pagado 8 o 9). El taxista se retiró, públicamente avergonzado pero mentándonos las madres, y entonces fuimos abordados por dos jóvenes barbudos que habían presenciado la pelea. Nos dijeron, en pobre inglés, que aquel no era un verdadero musulmán, y que le disculpásemos. Eran, estoy seguro, miembros de la Hermandad Musulmana, y por algún motivo decidieron que éramos carne de conversión. Al llegar a Port Saíd nos invitaron a comer en su casa, nos presentaron a su padre y a su hermano pequeño, y entre toda la familia iniciaron una ofensiva proselitista que se cuenta entre las experiencias más surrealistas de toda mi vida… Durante varias horas, fueron desgranando anécdotas, historias coránicas, preceptos, razones, hasta que al final de la tarde, frente a la línea costera de Port Saíd, con los últimos rayos de luz, flanqueados Diego y yo por cada uno de los Hermanos, nos preguntaron si estaríamos dispuestos a empezar a ir a la mezquita con ellos. Declinamos amablemente la oferta. El mío no era muy listo, así que no me costó demasiado rechazarle. Diego creo que las pasó un poco más putas.


Pero hay que decir que Sultán Mahmoud habla mejor inglés y sus argumentos, al menos desde el punto de vista teológico, son más hábiles que los de aquellos Hermanos. Me dice, por ejemplo: “Los cristianos decís que Jesucristo es el hijo de Dios. Pero Dios puede crearlo todo. ¿Por qué, entonces, iba a necesitar progenie?”. Touché. “Jesucristo fue un profeta, pero después llegó Muhammad (Mahoma). Es como con las monedas: cuando se acuña una nueva, la anterior pierde su validez”.

Y entonces, Sultan Mahmoud se lanza por derroteros interesantes. Entre otras cosas, hace una defensa de la poligamia: “En una casa puede haber más de una mujer, pero no más de un hombre, porque entonces no se sabría seguro quién es el padre”. En el Islam, la herencia sanguínea se da por parte paterna, y por eso los hombres musulmanes pueden casarse con mujeres de otras religiones, pero no al revés: el hijo ha de nacer musulmán. Y entonces hace un comentario que me hace sospechar que Sultan Mahmoud es más que lo que dice ser: “Ahora, Sheikh Hasina ha ganado las elecciones de Bangladesh. Pero la santidad se ha perdido en la familia”, dice, haciendo referencia a la pretensión de la familia de Hasina de descender directamente de la estirpe del Profeta. “¿Quién va a seguirla ahora?”, responde. ¿Es, acaso, un miembro de la Jamaat Islami, la oposición islámica de Bangladesh? Sonríe, pero no me responde. Creo que piensa que tal vez ha hablado demasiado.

Le pregunto qué piensa del sufismo, del chiísmo, de la violencia religiosa. Sus respuestas son ambiguas. No consigo sacarle nada más. Mi amigo talibán ha partido media hora antes. Llega la hora de mi embarque y nos despedimos con un apretón de manos amistoso. “Si alguna vez encuentras la verdadera fe, búscame para decírmelo”, me lanza a modo de adiós.

Y yo sólo espero que este encuentro no me traiga problemas en el futuro con ningún servicio secreto. Menos mal que, inshallah, van a cerrar Guantánamo.


Un impostor en el textil bangladeshi



Anoche estuve con Paco y Granada en Dhaka. Mi avión hacía una escala de casi un día en la ciudad, así que quedamos para cenar. Paco y Granada son una pareja sevillana que vive en Dhaka desde hace casi cuatro años, hablan bangla con fluidez, y son de las personas más sorprendentes con las que me he topado en mis correrías. Les conocí en mi primer viaje a Bangladesh. Ella es pintora y diseñadora de ropa, y él vive del sector textil, supervisando la confección de prendas en fábricas bangladeshíes para marcas españolas.


Así dicho, uno se imagina al “empresario Paco” de traje y corbata, pensando todo el día en beneficios y porcentajes, y asqueado de vivir en semejante lugar. Pero Paco es carismático, alegre, interesante. Toca el bajo y el piano, lee, ve documentales a patadas. Cuenta que una vez, siendo miembro de la Coral de Sevilla, participó en un concierto de Jean Michael Jarre, delante de 50.000 personas. “No veas qué subidón”, dice. “¡Imagínate si además esas personas van a verte a ti!”, comenta soñando.


Y sabe mucho, mucho sobre Bangladesh. Como habla bangla, escucha a diario la Radio Nacional, y eso, junto con el trabajo de calle –media vida se la pasa en la fábrica, con los trabajadores- le ha dado un conocimiento del país imposible de adquirir para ningún miembro de la profesión diplomática, por muchos años que pasen en el sitio. La noche que le conocí me sorprendió que un empresario del textil tuviese esa amplitud de miras, esa sed de mundo, ese interés por la gente corriente. Pero anoche descubrí su secreto.


Paco es un impostor. Por decirlo de forma sencilla, no es un empresario, sino alguien que aparenta serlo mientras experimenta cosas. Paco quiere ser escritor. No sé si escribe bien, pero, hasta donde he visto, piensa, vive, se expresa como un escritor. Siempre tiene la palabra precisa a mano, la anécdota rápida. Le preocupa lo que la gente siente, cómo viven, las ideas profundas, las experiencias vitales. Y me da la impresión de que es un buen tipo.


Os contaré una historia: Paco trabaja con una fábrica en la que hay empleado un chaval con el que tiene muy buena relación. El chaval cobra una mierda, mucho menos de lo que debería dada la función de responsabilidad que desempeña. Paco ha intentado, sin mucho éxito hasta el momento, que su jefe le suba el sueldo, o que su propia empresa le contrate. Ayer mismo, Paco se enteró de que el padre del muchacho ha perdido su empleo, y de que ahora él es el único sostén de la familia. “Bueno, no te preocupes, mira, te presto 20.000 taka (unos 200 euros) y ya me los devolverás”, le dice. “Pero, ¿cómo te los voy a devolver? Imposible”, le responde el chico. “Pues nada, a fondo perdido. Si puedes, me los devuelves, y si no, no pasa nada”.

Esa noche, a Paco le llega un mensaje: “El dinero te lo voy a devolver seguro, pero lo que nunca podré pagarte es tu amistad”. En ese momento, Paco decidió que nunca va a aceptar que le devuelva el dinero. La historia me llega de los labios de su novia que, no hay que decirlo, bebe los vientos por él.


Y sí, doscientos euros no es tanto dinero, y Paco probablemente tiene un sueldo considerable. Pero, ¿cuántos de vosotros habéis hecho algo así, por alguien que no sea familia o amigo cercano?


El tipo es uno de esos “heridos por la letra”, que necesita los libros para vivir. Hablamos de eso, durante un par de horas. Algunos de nuestros escritores favoritos coinciden, otros son novedades. Cruzamos sugerencias, reflexiones. Me dice que se siente un poco aislado en Bangladesh, porque no puede compartir determinadas cosas con nadie, salvo con Granada.


Me lo explica con un ejemplo: ahora está leyendo un libro sobre las elites mundiales. “Esa gente, una lista de seis mil personas que son los que de verdad dominan el mundo. Gente que toma decisiones históricas, que tiene conversaciones cuya aplicación cambia la vida de millones de personas, que hace operaciones por valor de billones y billones de dólares. Y además, personas que desayunan en Hong-Kong con un tipo y cenan en Fiji con otro, y son los únicos que de verdad saben lo que es la globalización”, comenta. “Otro tipo de cosas que a nosotros nos parecen normales, para ellos son banales, porque han tenido experiencias mucho más extremas. Esa gente se relaciona sólo entre ellos, no porque sean elitistas en el sentido clásico de la palabra, sino porque el resto de miembros de ese grupo son los únicos con los que comparten códigos, vivencias, las únicas que pueden realmente aportarles algo en una conversación. Y es perturbador, porque en ese sentido me estoy identificando con esas personas”.


Entiendo eso: pienso en cuántos amigos trotamundos tengo, y por qué, y el hecho, digo, es que a veces es muy difícil explicarle a alguien qué se siente cuando uno está sentado en una remota estación de autobuses en la frontera entre China y Laos, salvo que tu interlocutor haya tenido experiencias semejantes. Y por eso, muchas veces uno puede llegar mucho más lejos cuando habla con alguien que está a un nivel semejante, cuando no hay que explicar todo el contexto.


Pienso –tal vez he leído la historia en alguna parte- en dos hombres del siglo XV encontrándose durante un viaje. Son de diferentes países, diferentes credos, puede que incluso sus dos naciones estén en guerra. Pero ambos saben algo de matemáticas, de filosofía, de teología. Pueden mantener una conversación, comparten un código, una visión del mundo, un amor por las mismas disciplinas. Esa noche, Paco y yo nos despedimos dándonos un abrazo. Y mientras su chofer me lleva al hotel, pienso, me gusta pensar, que él y yo pertenecemos a una misma cofradía. Volveremos a vernos, Paco. Estoy seguro.