sábado, 31 de enero de 2009

Demasiado humano


No hay peor engañado que el que quiere que le engañen. Supongamos, por ejemplo, que usted es un australiano desdentado y tripón de sesenta y cinco años. De repente viene a Tailandia y una mujer, que presumiblemente tendrá una piel increíblemente sedosa, unas piernas largas y un pelo y una sonrisa preciosos –será más o menos bella dependiendo de dónde la encuentre, y del dinero que se tenga en la cartera-, se muestra extremadamente cariñosa con usted. Probablemente será una chica divertida, que reirá todas las payasadas que usted haga, y le hará sentirse veinte años más joven, le hará pensar que usted es el más guapo, el más listo, el más fuerte, el mejor amante. En fin, es la naturaleza humana: uno quiere creérselo.

El problema es que esto tiene poco que ver con el amor. Ella busca un marido extranjero, como ya hemos apuntado en anteriores ocasiones, y él está deseando enamorarse. La receta para un corazón roto está servida.

Y eso no les pasa solo a pobrehombres necesitados de cariño: si uno es joven y está cachas, lo que suele ocurrir es que la chica, la tailandesa de tus amores, simplemente estará más buena, pero eso no quiere decir que te ame. Y además, cuanto más maciza, más fácil es que tenga por ahí dos o tres gig que le hagan caso mientras tú trabajas. En Tailandia hay decenas de miles de farang que, seducidos por el exotismo tropical, pensaron ¿por qué no?, y se quedaron aquí a compartir lecho con una muchacha local. Desde el dueño del cybercafé de mi barrio a los propietarios de cientos de guesthouses y chiringuitos de playa a lo largo y ancho del país. Y para los que estén pensando que, con amor o sin él, la cosa no suena tan mal, diré que casi todos ellos, pasados cinco años, están tremendamente aburridos de esa clase de vida. Algunos, psique torturada, llegan a odiar a su mujer.

Existe, además, otra categoría de tipos que se dejan atrapar por una tailandesa: los “redentores”. Aquellos que frecuentan burdeles, y en un momento dado, una de las chicas les pide ayuda, y deciden “salvarla”. La idea es atractiva, ¿no? Rescatar a alguien de la sordidez y devolverle la dignidad. Casándose con ella, si es necesario, porque además la muchacha es preciosa. Pero, como me comentó una vez un putero británico: “Hay que ser muy ingenuo si crees que vas a encontrar el amor en un prostíbulo”.

Por algún motivo, hay muchos que se complacen en tratar a las prostitutas como si fuesen sus novias, llevándolas a cenar, comprándoles trajes, joyas, etc. Hay un estudio que dice que si se cerrasen los burdeles de Tailandia durante dos años, medio millón de personas (no sólo directamente relacionados con el negocio del sexo de pago: también sastres, camareros, agentes de viajes…) perderían su empleo sólo en Bangkok. Pero cuando el farang se cansa de la chica e intenta romper la relación, las cosas suelen torcerse. Frecuentemente, un par de gorilas se presentan en la casa de él, le dicen que son “los primos” de la chica, que “le ha roto el corazón” y que “le debe algo”. Que, por supuesto, es dinero.

Y también está el chantaje puro y duro: cuando conoces a una chica en una discoteca y resulta ser una profesional (hecho nada infrecuente, aunque de eso ya hablaremos otro día), lo primero que preguntan es dónde vives, y lo segundo, si estás casado. Si uno comete el error fatal de llevársela a casa, es muy probable que ella busque elementos que le indiquen si esa persona es chantajeable: zapatos de mujer en el armario, fotos, etc. Y entonces, la cosa empieza a ponerse realmente jodida. Un conocido mío se topó con una chica que le dijo: “No voy a cobrarte: hay un piloto francés que me pasa mil euros al mes, así que no lo necesito”.

El asunto está tan podrido ya que existen incluso mafias especializadas en mediar entre el incauto farang y los matones de los burdeles. Tú les pagas una cierta cantidad, y ellos encuentran a aquellos tipejos y les hacen “una oferta que no pueden rechazar”: o tomáis este dinero –una parte de lo que se les ha dado- como finiquito ahora y dejáis en paz a nuestro cliente, o podéis daros por muertos.

Iba a escribir que, ante los hechos, me sorprende cómo todavía hay extranjeros que intentan mantener relaciones serias con mujeres tailandesas. Pero lo cierto es que lo comprendo muy bien. Humano, demasiado humano.

martes, 27 de enero de 2009

Ahora parece una dama


Antes de empezar este post, quiero avisar de que voy a hablar de ciertas tendencias sociales, lo que inevitablemente conduce a generalizaciones. Admito que, por supuesto, hay excepciones. Pero como no quiero andar explicando eso cada tres frases, mejor lo dejo zanjado desde el principio…


Nada más llegar a Bangkok, un amigo me dijo que tuviera cuidado con mi corazoncito: las tailandesas no conocen el amor. He de admitir que no le creí. Pero tenía razón.

Entendámonos: no es que una tailandesa no pueda enamorarse. Aquí las películas románticas triunfan igual que en todas partes. Pero si el consorte es un extranjero, suelen intervenir otros factores que tienen poco que ver con Cupido y mucho con una cuenta corriente saneada.

Lo que quieren las mujeres tailandesas es prosperar. Ese es el factor prioritario. Luego, las hay buenas, para quienes además están el amor, el cariño, la necesidad de una pareja… y las hay malas, que tienen una caja registradora entre las piernas, y nada más.

Porque es extremadamente típico el caso del farang que llega, se enamora perdidamente de una tailandesa, se casan, y él compra una casa. Como en la ultranacionalista Tailandia los extranjeros no pueden ser propietarios del suelo, muchos incautos ponen el contrato a nombre de ella. Y entonces, en cuanto ella tiene la sartén por el mango, le larga con viento fresco. Y como la ley favorece a los nacionales, el farang se encuentra de repente en la calle, con una mano delante y otra detrás, y el corazón en pedazos. Como el caso del australiano aquel que, puesto de patitas en la calle, se tuvo que ir a vivir a una choza en el bosque, donde murió después de que un escorpión le picase en la oreja.

Y cuanto menos sofisticada es la dama, más evidente suele ser su propósito. Hace poco vi un video de karaoke que versaba sobre una chica pobre de campo que se iba a la gran ciudad, y años después regresaba bien casada con un extranjero. En el video, el marido era un viejo feo, gafoso y desdentado con camisa hawaiana, el típico espécimen que uno encuentra en los aledaños del Barrio Rojo de cualquier ciudad del Sudeste Asiático, pero ese factor parecía no tener demasiada importancia. La letra de la canción decía:

Ahora parece una dama / Qué sorpresa para todo el mundo / Tiene un marido ‘farang’ / Lleva pendientes de oro / Qué suerte que seas mi amiga / Encuéntrame otro marido ‘farang’

Y luego más adelante:

El profesor se quejaba de ella / que era estúpida / su pelo estaba cardado / su cuello estaba mugriento / Ha estado fuera durante años / Ahora ha vuelto con un marido ‘farang’ / Ahora tiene dinero / y ayuda a la escuela local

El que colgó el video en YouTube, por cierto, tiene un canal dedicado exclusivamente a este tema, y por algo será. Muy freudiano todo.

En fin, que el aviso de mi amigo, reiterado una y otra vez en los bares de expatriados, en las librerías en inglés (donde suele haber toda una estantería dedicada a este asunto), en las historias de otros, es un buen consejo para cualquiera que aterrice por aquí de nuevas.

Y zanjo así este segundo capítulo sobre los triángulos amorosos en Tailandia. Mañana hablaré del que, a mi juicio, es el espécimen más interesante de todos: el hombre engañado. Y así cerramos la trilogía...


lunes, 26 de enero de 2009

Copa Dorada


El otro día conocí a Lizzie. Yo andaba haciendo de cameraman en un documental de producción canadiense, en la que ella era una de las entrevistadas. Lizzie no es famosa, pero su historia merece ser contada, porque es la de tantas mujeres farang cuyo pequeño universo se rompe en pedazos al llegar a Bangkok.


El documental trata sobre parejas extranjeras que vienen a vivir a Tailandia por trabajo, y al poco de aterrizar él se va con una tailandesa. ¿Una estupidez de tema? No lo es para quien haya residido por aquí una temporada y haya visto el percal. El caso de Lizzie es, literalmente, uno entre miles. “En la misma empresa de mi ex marido, sé de al menos seis ejemplos más”, nos comentaba esta chica.


En Tailandia existe una especie de industria del matrimonio con extranjeros (aunque no con extranjeras). Además del más que visible turismo sexual, es el pan de cada día ver a hombres occidentales casados con mujeres tailandesas, arrastrando el carrito de un niño mestizo. Lo contrario, una mujer farang con un tailandés, ocurre muy raramente. Las empresas de “Translation for marriage” están en cada esquina del centro, así como las asesorías legales especializadas en derecho matrimonial. El fenómeno es tan acusado que incluso la publicidad, crisol de aspiraciones y modelo de vidas ideales, lleva un tiempo reflejando esto. Un ejemplo:







¿Por qué es así? Para empezar, porque la sociedad tailandesa es tremendamente clasista: el estatus lo es todo. La persona que tiene un estatus más alto invita a los demás, aunque se arruine en el empeño. Los viejos tienen más estatus que los jóvenes, el padre más que los hijos, el hombre más que la mujer. Otro factor es el éxito económico. Y el extranjero, por definición, tiene dinero, ergo, estatus. El extranjero paga.


Si a eso añadimos que los hombres tailandeses son machistas, muchos pegan a sus mujeres, son infieles y la tienen pequeña (digamos, tamaño estándar asiático), para una mujer tailandesa, el tener un novio/marido farang representa sólo ventajas. Habrá quien diga que esto no es tan diferente del muy castizo “ese es un buen partido”. Pero mucho me temo que la situación no es la misma… Aquí las mujeres van a la caza y captura de los extranjeros, y ellos (enfrentados súbitamente al acoso de estilizadas princesas de pieles doradas y sonrisas de modelo, al hecho de que el tipo de mujeres de piernas kilométricas que en Europa sólo van con mafiosos eslavos, aquí se pirren por tus huesos), suelen dejarse atrapar… (Habrá quien piense que exagero, pero a mí mismo me han tirado los tejos en el trabajo, en el metro, en un restaurante, y por supuesto de copas. No os digo ya lo que es esto para aquellos que encima son guapetones…

Para una descripción más lírico-festiva, véase este post del blog de mi amigo Ángel Villarino: http://sinegne.blogspot.com/2008/01/caperucita-no-lleva-bragas.html).


Y ese es el drama, no sólo de Lizzie o las sufridas esposas farang, sino de todas las mujeres extranjeras en Bangkok. Las hay que pasan sus noches ahogando su frustración en las barras de los bares, despotricando contra las "putitas amarillas" y los hombres que se van con ellas. El personaje es tan típico que los perspicaces tailandeses tienen hasta un término específico para ellas: khan towng, “Copa Dorada”.


Convendría aclarar aquí, antes de proseguir, que los tailandeses, ellos y ellas (pero sobre todo ellos) son polígamos. Antes de forma legal, ahora encubierta. El lenguaje, en este caso, es revelador: los tailandeses tienen dos palabras para referirse a las contrapartidas sexuales, fan y gig. Fan es la persona que te apoya, es decir, tu pareja, pero, y aquí la gran diferencia, puede ser tanto tu esposo/a como tu amante estable, aquella a la que le has puesto un piso en Chamberí. La querida de toda la vida, vamos. Los gig, en cambio, son los rolletes puntuales, los teléfonos de la chorbagenda, el aquí te pillo y aquí te mato, los apagafuegos, la gente a la que llamas de vez en cuando para desfogarte. Y la realidad es que todo el mundo tiene al menos dos fan (el/la legítimo/a y el/la otro/a) y unos cuantos gig.


Eso no impide que sean tremendamente dramáticos si descubren una infidelidad, con palizas brutales si el cornudo es él, y la amputación subrepticia y nocturnal del pene, en el mejor estilo Lorena Bobbit, en el caso de ella. Esta práctica está tan extendida que Bangkok es la ciudad del mundo con mayor número de cirujanos especializados en reimplante de pene. Para evitarlo, las amazonas vengadoras tienden últimamente a echarle al perro el miembro seccionado, para que se lo zampe.

[Y una anécdota que me contó Ángel Villarino: hace unos días, un hombretón fue víctima de este acto punitivo. Se fue corriendo al hospital, y cuando llegó… se dio cuenta de que se había dejado el pene en casa. Para cuando dieron con él, estaba ya irrecuperable. Una pena.]


La pobre Lizzie, claro, educada en los valores occidentales, optó por una solución menos espectacular, llamada divorcio. Ahora va a explicar su situación en televisión, sospecho que más como ejercicio terapéutico que porque tenga la más mínima esperanza de que su caso pueda servir de aviso a otras mujeres. “Si tan sólo”, se lamentaba, “alguien me hubiese dicho que no veníamos a un sitio normal, sino a Bangkok...”.


Continuará…


Una de risas


Que los tailandeses están como una cabra, hace tiempo que lo sabemos. Pero en pocos lugares esto se manifiesta de una forma tan clara como en la publicidad, que es una de las más dinámicas y renombradas del mundo. No me resisto a invitaros a echar un vistazo a algunas de las muestras más locas de creatividad comercial (y escaso sentido del ridículo) jamás vistas:



(Para no hacer el post muy largo, del resto pondré sólo los links):

http://de.youtube.com/watch?v=vukeTpUQWHc&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=q2BJILiT4xE&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=9XcCQVuCea8&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=TqY9F6uS1_c&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=eU3TinTQCeg&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=dhHJgaFZRpg

http://de.youtube.com/watch?v=9ijKd4axx-A&feature=related


Y demostrando el importante papel de los kathoey (“ladyboys”) en la sociedad tailandesa:

http://de.youtube.com/watch?v=Fq0Qn4eimf8&feature=related

http://de.youtube.com/watch?v=0v5MRwzUYfE&feature=related


Pero mi favorito, sin duda, es éste:



Os animo a visitar los clips que acompañan a éstos. Hay muchos más…


miércoles, 21 de enero de 2009

Negar una limosna


Podría ambientar esta carta en Camboya, Bangladesh, India o Egipto, entre otros lugares. Una niña, una anciana, un mutilado -¿importa acaso?- se acerca a pedir limosna. Niego con la cabeza mientras me tira de la manga.


Tengo mis razones. En primer lugar, la meramente práctica: en las ocasiones en que hemos dado dinero, nos hemos visto inmediatamente rodeados de una marabunta de mocosos que se agarran a los bajos de nuestros pantalones, a nuestras piernas, que se cuelgan de nuestra camisa, impidiéndonos caminar. En segundo lugar, está la certeza absoluta de que esa limosna no va a cambiar nada: un plato de arroz, tal vez, pero ¿y mañana qué? Eso no va a sacar a la niña, la anciana, el mutilado de la pobreza. Que la pelea por la justicia social ha de hacerse en otro frente, está más que claro. Y por último, después de esta persona vendrá otra, y cinco metros más allá otra, y más tarde otra… Mendigos hay demasiados como para poder ayudar siquiera a una porción de ellos. La batalla está perdida de antemano.


Y sin embargo, a esta personita que está delante de mí, todas mis razones se la sudan de forma total y absoluta: para ellos, sólo soy el hijo de puta insolidario que les está negando el alimento del día. Y esa idea, os aseguro, es bastante perturbadora. Son ya casi diez los años que llevo viajando por el Tercer Mundo, y no consigo acostumbrarme. Será lo que mi amigo Saúl –que pretende ser un escéptico, pero en realidad es un idealista de derechas- denomina “buenismo progre”, pero cuando la niña, la anciana, el mutilado se aleja murmurando una maldición, todavía se me encoge el corazón.


Hay cosas que uno ha aprendido con el tiempo: cuando llegué a El Cairo, no me importaba pagar un sobreprecio, caridad mal entendida, pretendiendo que todos eran unos pobrecitos que las pasaban canutas para llegar a fin de mes. Pero poco a poco comprendí, por observación directa, que eso sólo creaba inflación, y que a medio plazo los más perjudicados eran los locales. Véase Camboya… (Así que, consejo a navegantes, averiguad siempre cuáles son las tarifas normales, y pelead por ellas. Si ocurre que, por ser occidentales, vuestro poder adquisitivo es alto, mejor para vosotros).


En Bangladesh –donde los mendigos eran especialmente insistentes: dadas mis barbas, me tomaban por un musulmán piadoso- conocí a un joven que hacía una distinción clara entre pedigüeños: daba limosnas con amabilidad a cada mutilado que veía, pero rechazaba con violencia –física, incluso- a las mujeres y a los niños. “Éstos pueden trabajar”, decía.


Porque el concepto de la mendicidad puede llegar a ser bastante corruptor. En India, llegó a ocurrirme lo siguiente: yo esperaba en una estación de autobuses. Cuando la mujer de delante, que llevaba un chiquillo en brazos, se percató de mi presencia, su expresión se tornó desgarradora, y extendió una mano hacia mí, llevándosela alternativamente a su boca y a la del crío. Negué firmemente, y entonces su cara volvió a la normalidad. Le comentó algo a otra mujer que viajaba con ella, cogieron sus maletas y montaron en el autobús. No eran pobres, al menos para el baremo indio, pero la presencia del occidental hacía que mereciese la pena probar suerte. Mendigaban por deporte.


Ahora bien, en Mumbai, hace un mes, una encantadora cría de nueve años me timó por valor de todas aquellas limosnas que no he dado. Caminando por Apollo Bunder, se me acercó una de las criaturitas más preciosas que imaginarse pueda, con una sonrisa de esas de anuncio de ONG (el símil es acertado, porque el propósito es el mismo: que aflojes los cuartos…). Y, tras cuatro meses de resistir la presión de mendigos de todos los tamaños y colores, ablandado por el calor y por todo un día de trabajo en las calles, decidí dar. La niña me ató una flor a la muñeca, y cuando me llevé la mano a la cartera, negó con la cabeza.

- Dinero, no. Comida.

Y pensé: qué diablos, la comida es comida, y así al menos no se lo puede gastar en otra cosa. Así que nos paramos en el siguiente almacén, y ella me miró.

- ¿Leche?

Por supuesto.

- ¿Arroz?

Bueno, por qué no.

- ¿Aceite?

Mmm… Vale.

Y entonces la niña se dirigió al tendero en marathi, y éste me miró asombrado.

- ¿Usted paga?

- Sí.

Y el tendero sacó una bolsa enorme con una lata de leche en polvo para bebés, un saco de arroz y una botella de cinco litros de aceite. Con un vigor inusitado para su diminuto cuerpecito, la niña se lo cargó a la espalda y salió corriendo:

- ¡Muchas gracias! – gritó mientras huía.

Precio total de la broma: 24 euros.


[No es que sea imbécil: por supuesto, yo sabía que me la estaban colando. Pero, llamadlo como queráis, en aquel momento tenía que ver cómo acababa aquello. Aún salió barato: podía haber sido mucho peor…

Y no, estoy seguro de que el tendero no estaba compinchado.]


Y no es que me duela el bolsillo: esa familia dividirá la comida en pequeñas raciones, la venderá, y esos 24 euros se convertirán en 150. Un pequeño avance hacia la prosperidad. Pero rezo porque eso no acabe reforzando a la mafia del barrio.


martes, 20 de enero de 2009

El Soi 103/1


Salgo de casa rumbo a una cita a la que nunca acudiré. En mi calle, el Soi 103/1, se está celebrando una fiesta: el hijo de Nittaya, la del restaurante, se casa la semana que viene. Están todos allí: los conductores de moto-taxi que tantas veces me han llevado hasta la parada del Skytrain, la familia del restaurante, y Khun Wattana, mi casero, que siempre se las arregla para colarme diez euros más en la factura. Abordado por Nittaya, en cuyo local como a menudo, acepto tomar una cerveza. Wattana me sienta a su mesa, con los motoristas.

Khun Wattana es un tipo curioso: mitad chino, mitad tailandés, de cabello entrecano, crespo como si hubiese metido los dedos en un enchufe, con un bigotito a lo Fu-Manchú, la camisa de manga corta metida por dentro de los pantalones, y un medallón protector colgando sobre el pecho. Es incapaz de permanecer treinta segundos en el mismo espacio, salvo que esté sentado, y aún así no consigo verle en la silla más que unos pocos minutos. Cuando viene a cobrarme el alquiler, reconozco sus saltitos en la escalera segundos antes de que llegue: “tap-tap-tap-tap-tap”.

- El mes que viene le pagaré tarde, porque voy a estar en India-, le digo, por ejemplo.

- Okeyokeyokeynoploblem-, responde.

- Y tengo un problema con el grifo-, le comento.

- Ohyesyesyesnoploblemnoplobloem, tomorrow, ¿okey?-, responde.

Y toma el dinero de mi mano, y se lanza otra vez escaleras abajo: “tap-tap-tap-tap-tap”. El que mañana tenga arreglado el grifo o no dependerá de la fase lunar.

Esta noche, Khun Wattana está eufórico. Me sirve otra cerveza, con hielo, por supuesto, como se toma en Tailandia, y se va corriendo a saludar a uno de los parientes: “tap-tap-tap-tap-tap”.


Deambula por allí también el hombre gordo que siempre intenta hacerme comprar cosas en el barrio, de una forma u otra, mediante gestos, frases cortas y las cuatro palabras que conoce en inglés: que coma en el restaurante de sus amigos, que coja la moto con uno de sus vecinos en lugar de ir en autobús, que compre los trastos en la ferretería de la esquina. A veces, el tipo llega al extremo de revisar mi bolsa de la compra.

- Pero, ¡cómo! ¿Café? ¡Con lo bueno que lo hacen en este restaurante!


La chica que hace los cafés, hoy lo averiguaré, se llama Paa. Es una regordeta simpática, más lista que el hambre. En un pueblo español, sería la típica mesonera de lengua vivaz, no demasiado atractiva pero que lleva a los muchachos de calle por su descaro y alegría.


[El restaurante y la parada de moto-taxis flanquean el extremo de la calle, uno frente a la otra. Los motoristas se han hecho un enorme banco de madera donde, descalzos, reposan, juegan a las damas e incluso duermen. Si aparece un cliente, uno de ellos, al que le toque, se bajará de un salto, se calzará, y en menos que canta un gallo tendrá la moto lista para el viajero.

Hay una parada de moto-taxis prácticamente en cada soi. Los de mi callejón están picados con los del soi de enfrente, porque, se quejan éstos, siempre intentan quitarles los clientes.

- ¡Y son unos ladrones! Esos de allí, esos de allá, y los de allá también. Siempre intentan cobrar 50 baht hasta el Skytrain, pero el precio es 40. ¡Tienes que venir aquí, con nosotros!-, me dicen.

Y para evitar favoritismos, me voy salomónicamente en autobús siempre que puedo, excepto en horas de atasco.]


El caso es que siempre he pensado que Wishai, uno de los conductores de moto-taxi, está enamorado de Paa, por la forma en la que la trata: la mira, le sonríe, la hace reír. Y ella se deja cortejar, pensaba yo. Pero hoy, Wishai ha traído a su novia, una peliteñida de rubio con rizos que sería bastante atractiva de no haberse arreglado de esa manera. Wishai, solícito, no deja de servir comida en un plato que, por arte de magia, ha aparecido delante de mí, mientras su compañero Uthit se ocupa de que mi vaso nunca esté vacío.

Uthit es menudo, chupado y calvo, pero tiene una de las sonrisas más francas y contagiosas que he visto nunca. Se ve a la legua que es buena persona. Hoy ha venido con su señora y el zagal, un pillastre de siete años llamado Tim, que está empeñado en la práctica poco budista de putear a un gato. Esta noche le perdono a Uthit todas las veces que ha intentado cobrarme de más en la carrera.


Y junto a mí está A-bang-lek, que desde que descubrió que soy español siempre ha sido muy amistoso conmigo (nuestro primer encuentro coincidió, más o menos, con la victoria de España en la Eurocopa). Hoy, mediante el poco tailandés que sé y un cuarto de traducción que hace Khun Wattana entre idas y venidas, descubro su historia: nació apenas a unos metros de donde estamos ahora, pero en su juventud viajó por toda Tailandia, porque era luchador de muay thai. Tuvo que dejarlo por una lesión en la nariz –que se empeña en mostrarme y hacerme palpar-, pero su cuerpo sigue siendo vigoroso, y desde entonces conduce motos.

- Si uno intenta irse sin pagar, ¡zas! – y hace el gesto de partir una crisma. Creo entender que participa en carreras ilegales, apostando mucho dinero. Es musulmán, a pesar de lo cual ataca a la cerveza con el mismo brío que el resto de comensales.


Y las tres cervezas se convierten en cinco, y las cinco en siete. Y entonces, como en un sueño, un elefante, un ejemplar magnífico con motas rosadas en la trompa, aparece desde el fondo del callejón: sus dueños se han enterado de que hay una fiesta, y vienen a probar suerte.

- Chang! Chang! – alborotan los niños.

A-bang-lek me tiende una mazorca para que se la dé, y el elefante la toma con suavidad, y después me da un golpecito en el hombro.

- Te está dando las gracias-, me explica Wishai con una sonrisa.


Y al poco, consigo zafarme de la hospitalidad de Nittaya, Wishai, A-bang-lek, Paa y los demás, que amenaza con tumbarme –qué espectáculo, el farang del barrio, como una cuba-, y me voy a dar un paseo a ver si me despejo, que la temperatura es perfecta esta noche.


Cuando vuelvo, la música es apenas un murmullo. Nittaya recoge lo que queda de la fiesta, mientras un niño y varios borrachos duermen con la cabeza apoyada en las mesas. Unos metros más allá, Paa, cuya silueta se recorta a la luz de la farola, charla con un muchacho que ha estado lanzándole sonrisas toda la noche. De repente, ella le toma la mano. No se besarán, porque el afecto en público es tabú en Tailandia, pero el significado es el mismo.


Y yo me enamoro de este callejón para siempre.


Good Bush


Hace años que en los aledaños del Soi Nana (uno de los epicentros del turismo bangkokita, y del puterío, entiéndase que ambas cosas van relacionadas) se vende una camiseta en la que se lee lo siguiente:



No deja de haber una cierta coherencia en que la susodicha prenda se venda allí, pero en fin, ésta no es sino una entre tantas de las camisetas más o menos críticas –por ser suaves- con George W. Bush.


Pero hoy he visto una que me ha sorprendido. Era un simple silueteado en blanco y negro con la cara de Obama, y la leyenda “Progress”. Y lo que es más, en el barrio había varias personas que la llevaban, todos ellos tailandeses. Y fenómenos de este tipo he visto varios en diversos puntos de Asia: en India, en Bangladesh, tras la retahíla de preguntas habituales, mis interlocutores inquirían constantemente, con el ceño fruncido, qué pensaba de McCain y Obama. Invariablemente, mi interlocutor era pro Obama -¿será que la clase de indios que pueden estar a favor de McCain no van en transporte público?-. El día de las elecciones estadounidenses, yo estaba en Siem Reap, en Camboya, con mis compañeros de rodaje. Nuestro conductor de tuk tuk era pro-Obama. Los vendedores de agua de los templos de Angkor eran pro-Obama. El de la tienda de libros era francés y pro-Obama. En un supermercado, por la noche, cuando ya se conocía el resultado, una familia de camboyanos tenía montada una especie de fiesta para celebrarlo. Hasta tenían una pegatina del “Sí, podemos”. En español en el original.


Lo que intento decir es que lo de este hombre, la esperanza que ha despertado en todo el mundo, no deja de ser pasmoso. Yo cuando Kennedy no había nacido, pero dudo mucho que generase este entusiasmo planetario, aunque supongo que la Guerra Fría tuvo algo de culpa también... En fin, que hoy comienza la ‘Era Obama’, por si alguien no se había enterado. Ya veremos por dónde discurre. A ver si dentro de un año siguen pensando lo mismo los camboyanos. Y los tailandeses, indios, malayos...


Porque si el muchacho intenta de verdad cambiar algo, ya sabemos lo que le espera:




lunes, 19 de enero de 2009

El problema hmong


Reproduzco aquí un artículo que publiqué en La Clave la pasada primavera, que aunque no lo parezca viene a cuento:


LA LARGA MARCHA DE LA GUERRILLA HMONG
Tailandia niega el asilo político a refugiados que llevan en el país desde la guerra de Vietnam


Hace más de un año que 7.500 refugiados de la etnia hmong se hacinan en un campamento custodiado por el Ejército Real de Tailandia en la aldea de Huai Nam Khao, en la frontera con Laos. El 28 de febrero, doce de ellos fueron enviados de vuelta a este país “por voluntad propia”, según las autoridades tailandesas. Pero no es eso lo que aseguran en Médicos Sin Fronteras, la única organización humanitaria con acceso al campo. “Hay muchos indicios de que la repatriación no ha sido voluntaria. Por ejemplo, una de las retornadas es la madre de cinco niños pequeños que continúan en el campamento”, explica a La Clave Gilles Isard, director del proyecto de Huai Nam Khao. “No hemos recibido garantías de las autoridades de Laos sobre estos repatriados”, añade. Todo indica que serán enviados a campos de reeducación.

Esta situación deriva de la “guerra secreta” que EE.UU. inició en Laos a mediados de los sesenta. Para combatir a la guerrilla comunista Pathet Lao, la CIA adiestró y armó a las tribus de montaña laosianas, sobre todo a los hmong. Su tarea era sabotear la ruta Ho Chi Minh, una red de carreteras creadas por el Vietcong para llevar suministros a sus efectivos en el sur de Vietnam a través de Laos. Cuando en 1974 los comunistas se hicieron con el poder, desataron una dura represión que, según los refugiados, aún perdura, porque nunca se acabó completamente con la milicia.


“Las bolsas de resistencia armada son residuales. No tienen fuerza política”, asegura a La Clave Tâm Ngô, antropóloga vietnamita de origen hmong, experta en esta etnia. De hecho, el gobierno laosiano niega que exista, y la tilda de “bandidaje”. Pero ello no impide que “sea utilizada como excusa para seguir hostigando a los hmong”, explica Ngô. Desde que en 2006 se rindiese el último gran grupo, la mayoría de los observadores coincide en que apenas quedan unas decenas de insurgentes en la jungla.

Conspiración en EE.UU.

Aun así, esa ‘fantasmal’ guerrilla alimenta las esperanzas de muchos hmong en Norteamérica. En junio, las autoridades estadounidenses detuvieron a once personas que pretendían hacerse con un cargamento de armas valorado en más de 6’5 millones de euros, destinado a una presunta insurgencia anticomunista (mayoritariamente hmong) cuyo alzamiento era inminente. El líder de la operación era el general Vang Pao, cabecilla del “ejército secreto”, muy respetado por los refugiados hmong de EE.UU., por la ayuda que prestó a muchos a la hora de instalarse en el nuevo país tras la derrota. Con la excepción de un ‘ranger’ veterano de Vietnam, los detenidos son jóvenes de esta etnia nacidos en Norteamérica. Están acusados de conspiración para asesinar y secuestrar, así como de violar las Leyes de Neutralidad, que prohíben conspiraciones en su territorio contra un país con el que EE.UU. esté en paz.

El juicio podría empañar los intentos de los senadores de Minnesota, Wisconsin y California de impulsar una ley que permita a los hmong que combatieron a favor de los EE.UU. en los setenta y setena pedir asilo político en este país. Se calcula que unos 125.000 refugiados no combatientes viven en el país, especialmente en estos tres estados, cuyos senadores solicitaron en mayo al fiscal general una excepción para los que participaron en acciones armadas, ya que, según la Patriot Act, los que lucharon en la “guerra secreta” son terroristas, por lo que no pueden obtener visados de refugiados.








El pájaro de Vang Pao,
ayer y hoy...










Hace dos semanas, el Departamento de Estado de EE.UU. anunció que está investigando las acusaciones de persecución contra estos grupos por parte del Ejército de Laos, mientras que un grupo de líderes hmong en el exilio ha enviado una carta a l ONU pidiendo ayuda internacional para “detener este genocidio”. Según su informe, la población hmong que vive en la jungla de Laos se ha reducido de 18.000 a 7.000 a causa de la persecución. Las cifras no han sido verificadas por ningún organismo independiente, pero hace años que Amnistía Internacional y Human Rights Watch vienen denunciando el hostigamiento y los ataques del ejército no sólo contra los combatientes, sino también contra la población civil susceptible de ayudarles.

La ‘cuestión hmong’ es minimizada por las autoridades de Laos. En este país hay 450.000 personas de esta etnia y son el tercer grupo racial más numeroso: un 8 % de la población. Aunque numerosos varones hmong formaron el núcleo central del ‘ejército secreto’ durante la Guerra de Vietnam, otros muchos se integraron en la guerrilla comunista. La Clave ha comprobado cómo hoy en Luang Nam Tha, en el norte de Laos, las aldeas hmong hacen alarde de su identidad, aunque están sometidas a la férrea autoridad del gobierno comunista. Sin embargo, muchos otros hmong continúan escondidos en las selvas.

Los hmong son un problema para Tailandia, donde viven unos 9.000, la mayoría en campos de refugiados. 149 de ellos llevan encerrados más de 400 días en el Centro de Inmigración de Nong Khai, al nordeste de Bangkok, lo que ha provocado las protestas de ACNUR. “No han cometido ningún delito, no existen motivos para su detención”, aseguraba a mediados del mes pasado Ron Redmond, portavoz de este organismo en la ONU. ACNUR ha indicado la “necesidad de protección internacional” para estas personas, cuyo estatus de refugiados es negado por las autoridades tailandesas. “Los hmong son sólo inmigrantes ilegales en nuestro país”, aseguró hace unos meses el general Nipat Thonglek, encargado de las cuestiones de frontera.

Tailandia firmó la pasada primavera un acuerdo que le permite devolver a Laos a cualquier demandante de asilo. Los refugiados de Nong Khai y Huai Nam Khao se enfrentan a una repatriación en cualquier momento. “La situación es muy tensa en el campamento. Muchos sufren ansiedad y estrés postraumático. Es obvio que no quieren volver a Laos”, comenta Gilles Isard. Abogados estadounidenses han pedido la intercesión del rey Bhumibol de Tailandia. Hasta ahora sólo se les ha respondido con el silencio.


Fin del artículo. Hoy, el diario Bangkok Post indica que el gobierno tailandés se dispone a repatriar de golpe a 5.000 hmong en los próximos días. Todo parece indicar que Tailandia se dispone a terminar con su "problema hmong" de una vez por todas...

domingo, 18 de enero de 2009

Me dicen el Clandestino


Hace unos meses, durante cinco minutos, entré ilegalmente en Birmania (podría escribir Myanmar… pero, ¿para qué?). Estábamos rodando en Payathonzu, en el Desfiladero de las Tres Pagodas, donde hay un puesto fronterizo. Surrealismo asiático en plena gloria: la barrera de la frontera, altamente fortificada, vigilada por guardias armados y cámaras de video. Diez metros más allá, una simple valla de madera, con gente saltándola alegremente. Y, rizando el rizo, entro en una tienda en busca de un cuarto de baño, y la vendedora me dice que en esa puerta no, que eso es Birmania. Me rasco la cabeza y pregunto: “O sea, que si cruzo ese umbral, ¿estoy en Birmania?” Responde bastante gráficamente, señalando con el dedo al suelo de su tienda: “Esto, Tailandia. Eso [y lo levanta hacia la puerta], Birmania”. Por supuesto, hay posibilidades que uno no puede resistir, así que me metí, pisé la raya, respiré el aire de Birmania y me volví para adentro. Cuando mis compañeros de rodaje se enteraron, corrieron a hacer lo mismo…

La historia es una chorrada (la cuento más que nada por entretener), pero pone de manifiesto algo importante: la porosidad de la frontera tailandesa, que se extiende a lo largo de dos mil kilómetros, hasta Ranong. Se habla mucho de la “Fortaleza Europa”, pero en eso los tailandeses no tienen nada que envidiarnos: se calcula que hay más de cinco millones de trabajadores extranjeros en Tailandia, de los cuales la gran mayoría son irregulares. El sistema los necesita: son mano de obra barata y sin derechos, que es exactamente lo que requiere el país para mantener el nivel de desarrollo del que disfruta. Los inmigrantes hacen los trabajos denominados “3D”: Demanded, Dirty and Dangerous. No es que los obreros nacionales tengan muchas más garantías, pero al menos son tailandeses en la ultranacionalista Tailandia. La caricatura de la izquierda que pinta al malvado capitalista como un corrupto hombre de negocios completamente indiferente al sufrimiento de sus trabajadores es pavorosamente cierta aquí: sólo hay que ver las barracas en las que viven hacinados los trabajadores de cualquier obra, sean birmanos, camboyanos, filipinos o thais.

Hace unos meses supe de la historia de Thit, una mujer birmana que entró clandestinamente en Tailandia con su marido en busca de trabajo. No era una refugiada política, sino una inmigrante económica ilegal, por lo que no podía reclamar ningún tipo de papeles. Podía considerarse afortunada de haber encontrado un trabajo en una planta de reciclaje en Mae Sot, por supuesto sin contrato y por un sueldo de 35 euros al mes. Pero en marzo tuvo un accidente en el que perdió un brazo. Ahora no puede trabajar. Su marido insiste en que ella debería volver a Birmania, pero su jefe se ha negado a pagarle ningún tipo de compensación. No tiene dinero para hacer el viaje de vuelta. La Red Tailandesa de Protección de Derechos del Trabajo está intentando conseguirle una compensación, pero sin mucho éxito. Lo dicho: es una inmigrante ilegal. Si denuncia, la detienen.

Los tailandeses son muy conscientes de esta paradoja: en noviembre del año pasado el gobierno aprobó una ley que en teoría debería garantizar ciertos derechos a los trabajadores irregulares. Pero este es un país en el que los que deben hacer cumplir la ley son muchas veces los primeros en romperla: si el inmigrante va a la policía, lo mínimo que le puede pasar es que ésta le extorsione. Ayer el International Herald Tribune reveló dos, no uno sino dos, casos que ponen los pelos de punta. En el primero, se ha descubierto que en los últimos años muchos campesinos camboyanos han caído en manos de traficantes de hombres que les ofrecían un trabajo en Tailandia, para acabar como mano de obra esclava en los barcos de pesca tailandeses que operan en el mar del Sur de China, a veces durante años. Al que intentaba escaparse, le pegaban un tiro.

Pero es el segundo el que más me ha impactado, el que ha puesto una arruga más de amargura en mi boquita de piñón: se ha desvelado que en los últimos meses el ejército tailandés ha capturado a unos mil inmigrantes ilegales de la minoría Rohingya, venidos en pateras desde Birmania y Bangladesh. El mes pasado, en uno de los últimos pero no el único caso, los militares devolvieron a estos inmigrantes al mar, sin motor, y con sólo cuatro bidones de agua y dos sacos de arroz. A cuatro de ellos los tiraron por la borda con las manos atadas para “animar” a los demás a subir a los botes. Dos centenares de ellos fueron rescatados por la marina india en el mar de Andamán, y otros cien llegaron a Aceh (Indonesia) pero el resto continúan desaparecidos en alta mar. Los militares tailandeses, por supuesto, lo niegan.

Es de esperar que un ejército se comporte de forma brutal en situación de guerra. Pero, ¿por qué esta crueldad? No son enemigos, no han violado y torturado a su gente. Ni siquiera hay dinero de por medio. Algunos mandos han hablado de la “posibilidad” de que estos inmigrantes “musulmanes” se uniesen a la insurgencia islamista del sur, pero esta excusa parece destinada más bien al consumo interno, a calmar las conciencias de soldados analfabetos que tal vez no entienden por qué deben enviar a estas gentes de vuelta al mar, a una muerte casi segura.

Recuerdo el viaje de vuelta de Payathonzu a Sangkhlaburi, en una camioneta, rodeados de birmanos mon que residen a ambos lados de la frontera. Cada pocos kilómetros había un control militar destinado a localizar inmigrantes ilegales. El miedo entre los mon era palpable; el respeto, el nerviosismo con el que obedecían las órdenes de los soldados hacía sospechar que el trato hubiera sido muy distinto de no haber habido tres turistas blanquitos en el mismo camión. A nosotros ni siquiera nos pidieron el pasaporte: nos saludaron con una sonrisa.

No olvidemos que en Tailandia siempre seremos farang. Si se da el caso de que somos europeos, americanos, australianos, pero sin dinero, pasaremos a ser considerados farang ki-nok, “extranjeros de mierda de pájaro”. Pero, según me explicaron hace un tiempo, las minorías étnicas no son farang, ni siquiera en la modalidad ki-nok. Para ellos, creo, tienen una palabra todavía peor.


sábado, 17 de enero de 2009

La historia de John Everingham


Encuentro en una librería de Khao San Road un libro de los 70 sobre el tráfico de heroína en el Sudeste Asiático. En la contraportada aparece el autor rodeado de guerrilleros Meo en una plantación de opio en el norte de Laos. La foto está firmada por el legendario John Everingham, y ese descubrimiento me produce cierta agitación…


Pero mejor será empezar por el principio: un día, hace años, volviendo a Madrid en autobús, me pusieron una película titulada “Los evadidos del Mekong” (“Love is forever”), protagonizada por Michael Landon “el encasillao”. Landon interpretaba a un fotógrafo australiano llamado John Everingham, cuya historia era, es, realmente digna de ser contada.


Everingham fue el primer periodista en denunciar que los bombarderos estadounidenses que actuaban en Vietnam desde la base tailandesa de Udon Thani solían soltar el resto de su carga sobre Laos antes de aterrizar, provocando miles de muertos inocentes. También cubrió la victoria de los guerrilleros comunistas en Laos, y la simpatía inicial demostrada por éstos le aseguró la posibilidad de trabajar en el país mientras sobre éste se desplegaba el “telón de bambú”. Pero Everingham empezó a deslizar en la prensa de occidente artículos muy críticos con el régimen, lo que no tardaría en crearle problemas.


El joven fotógrafo se enamoró perdidamente de una chica laosiana, Keosiri Sirisomphone, de 22 años (no sé por qué no me sorprende…). Pero en la película que yo vi, Everingham tenía un poderoso rival: un asesor militar venido de Alemania Oriental, quien además de acosarle debido al carácter crítico de sus artículos, estaba más que interesado en la muchacha. Ignoro cuánto de verdad hay en ello: en el celuloide el alemán y Everingham llegaban a enfrentarse en un combate de muay thai, y nuestro héroe, por supuesto, vencía (¿me lo creo? Quién sabe...). Lo que sí es seguro es que en 1978 el australiano fue expulsado del país, y la chica quedó atrás.


A través de unos conocidos que huyeron a Tailandia, Keo logró transmitir un mensaje a Everingham, diciéndole que todavía le amaba, a pesar de la distancia. Entonces, él empezó a planear una temeridad: rescatarla a través del río Mekong, “el equivalente acuático al Muro de Berlín”, según su propia definición. “Yo era joven y estaba loco y enamorado”, decía. Se entrenó con un buceador profesional –y fue atacado por un tiburón durante una de las sesiones-, y de algún modo logró hacerle llegar a Keo el plan: ella le esperaría en la orilla laosiana del Mekong, y él bucearía para sacarla de allí.


Las corrientes en este río son fortísimas, y las aguas son oscuras: a lo largo de tres meses, Everingham, a ciegas, y haciendo un esfuerzo atlético increíble, intentó en varias ocasiones llegar hasta donde le esperaba Keo; la primera vez, ambos casi fueron atrapados por unos soldados. La segunda, las corrientes le arrastraron a unos 800 metros del punto de encuentro, sin que pudiese vencerlas para acercarse.


Entonces llegó el monzón, y la crecida de las aguas que lo acompaña hacía la operación prácticamente inviable. Everingham decidió intentarlo por última vez, antes de que fuese demasiado tarde: a la desesperada, saliendo del agua como un cocodrilo, arrastró a Keo bajo las aguas, y compartiendo respirador, la llevó hasta Tailandia.


Los primeros años desde entonces fueron maravillosos: apoyándose en el amor de ella, John vendió su historia al Reader’s Digest, e hizo campaña contra el gobierno de Laos. Éste, en respuesta, intentó atentar contra Everingham en varias ocasiones, la última durante la realización de la película. Pero, a pesar del título original de ésta, el amor no es para siempre, y al cabo de unos años Keo y John se divorciaron. Entre tanto habían tenido un crío, Ananda Everingham, que ahora mismo es uno de los actores jóvenes más famosos de Tailandia.


Hoy, John Everingham es editor de una revista de barcos y vive en Phuket. De vez en cuando desempolva sus cámaras y recupera los viejos reflejos de fotógrafo, como cuando hay que hacerle fotos al rey Bhumibol en un desfile presidencial. Su hijo, Ananda, estrenó hace unos meses una película titulada “Sabai Dee Luang Prabang” (“Hola, Luang Prabang”, en laosiano), en la que interpreta a un joven fotógrafo australiano que llega a Laos y se enamora de una chica de allí… ¿Les suena la historia?



viernes, 16 de enero de 2009

Un apartamento en Bang Na


Año nuevo… Regreso a Bangkok, a mi apartamento de 30 metros cuadrados y ochenta euros al mes. Y, tras dejarlo como una patena –tras cuatro meses de viaje sin darle un repaso lo tenía hecho un asquito- y reorganizar el mobiliario, descubro que me encanta, que no me quiero ir de aquí, y que no estoy cansado de Tailandia, como pensaba…


El apartamento está en Bang Na, un barrio que está fuera de los mapas. Está tan lejos que, una vez, un amigo que dormía en mi casa le propuso a la chavala venirse aquí con él, y ella salió, literalmente, huyendo como una comadreja. Y con la misma cara. Y sé que eso de “pues tengo un amigo…” suena a excusa barata. No fui yo, lo juro: si lo hubiese sido lo contaría ahora con todas las de la ley, o me callaría como una trabajadora del sexo, pero no andaría con medias tintas. Cómo mi amigo pensaba trajinarse a la muchacha, dado que en la casa sólo hay una habitación en la que dormíamos otras dos personas, lo ignoro, pero esa es otra discusión distinta...


Porque mi piso se compone de un solo espacio, un dormitorio-despacho-cocina-salón (aunque el cuarto de baño está aparte, afortunadamente). Dada la circunstancia de que, por lo general, vivo solo, eso me facilita mucho la vida, tanto para la limpieza como para cuando quiero sacar unos calcetines del armario sin levantarme de la silla… No veas la energía que se ahorra. Y en realidad no está tan en las afueras: de hecho está junto a una avenida que cruza la ciudad de punta a punta, así que, por regla general, no necesito más de media hora para llegar al centro. Salvo que llueva, que entonces no mola nada. Pero eso sólo pasa durante cuatro o cinco meses al año, con los monzones.


Y si bien no quiero encontrarme dentro de diez años cenando aún bocatas de sardinas mientras veo una película en el ordenador, porque no tengo televisión, de momento la cosa es perfecta. Y lo que ahorro en alquileres, lo que gastaría en Europa cada mes en pagar por un mísero cuchitril sin ventilación –no digamos ya un ático en el centro-, me lo gasto en billetes de avión para seguir trabajando (confiando en que dentro de diez años podré, inshallah, viajar en ‘business’, comer de restaurante y pagar un piso de al menos dos habitaciones). Y sigo chupando millas. Y lo del trabajo, admitámoslo, es un pretexto…


Qué se yo: esto es una forma de vida. Por eso he vuelto.